Número 57, julio 2014

DICCIONARIO DE VICIOS
Bocanadas de Bocagrande
Líderman Vásquez. Ilustración: Cachorro

Cachorro

 

Sabía que el tinto y el cigarrillo se la iban muy bien porque cuando estaba en séptimo grado, antes segundo de bachillerato, un profesor de español, que no era muy bueno que digamos, se fumaba de dos a tres cigarrillos por clase, uno de ellos acompañado de un tinto. Mientras hablaba, el humo le salía por la nariz y por la boca y aquello me parecía mágico. Era un colegio privado, perteneciente a la comunidad de los salesianos, que quedaba (y aún queda) al frente de las bóvedas, en Cartagena, y desde cuyas ventanas se veía el mar. Estudiaba gente de Bocagrande, de Castillo Grande, de Manga, del Cabrero, en fin, era un colegio que albergaba a cierta clase media cartagenera, llena de prejuicios, para la cual la gente de bien era la que pertenecía a su mismo estrato social, sin importar que fueran unos políticos compra votos, brutos y corruptos.

Así que tres años después, cuando empecé a fumar, lo hice teniendo en la mente la imagen de ese profesor, con el humo saliéndole por la nariz y por la boca, y tomando a sorbitos el tinto caliente. Para entonces estudiaba en un colegio oficial, ubicado en la avenida Pedro de Heredia, un colegio desde cuyos calados se veía la ciénaga de La Virgen, rodeada de casuchas miserables, barriadas en las que los políticos conseguían votos a cambio de unas cuantas láminas de Eternit, dinero en efectivo, botellas de ron Tres Esquinas (un ron que olía a alcohol Alelí y que los tomadores amansaban con agua de coco) o la promesa de que taparían los huecos de las calles, convertidos en verdaderos lodazales por efecto de las lluvias.

A diferencia del otro colegio, éste era un nido de revolucionarios que se enfrentaban a la policía con piedras e improperios, y gritaban vivas a la Revolución Cubana y al Che Guevara, y decían que el proletariado tarde o temprano se tomaría el poder y volvería papilla a la burguesía. Era cuestión de tiempo. Muy pronto me hice trotskista y gritaba en los mítines baldones contra los políticos, contra la policía y contra la burguesía. En una de las muchas manifestaciones de ese año, motivada quizá por la visita de algún duro del gobierno norteamericano o por la detención de un sindicalista o el asesinato de algún estudiante, nos tomamos el Centro Amurallado, la Ciudad Vieja. Habíamos salido del Castillo de San Felipe, el mismo que por un tiempo apareció en los billetes de cinco pesos, hoy objetos de colección, y cuando íbamos por la glorieta donde estaba ubicada la India Catalina un compañero, José Hilario López, que tenía un puesto de ropa en Basurto, gritó: “Abajo Turbay y su maldita abuela”; y de las ventanillas de los buses que habían quedado en medio del gentío, salieron puños amenazantes y se escucharon voces Bocanadas de Bocagrande que respondieron: “Abajo”; y otras que gritaron: “Liceístas hijueputas”; y carcajadas, muchas carcajadas.

Aprovechando la soledad de las tardes en la casa fumé mis primeros cigarrillos, no tan a escondidas, ya que podía pasearme de aquí para allá, incluso sentarme debajo de un frondoso matarratón que había al frente. De esa manera adquirí la confianza necesaria para que fumar fuera algo normal, lo que me permitió, en pocas semanas, hacerlo delante de mi hermana mayor, que también fumaba, y de su esposo que era una verdadera chimenea. Nadie dijo nada. Los domingos en la tarde llegaban mis amigos Álvaro Álvarez y Juan Noriega, cada uno con su paquete de cigarrillos, y mi madre, diligente y humilde, nos preparaba un tinto mientras hablábamos de Vargas Vila; y mientras Álvaro nos contaba de los besos furtivos con su prima, bella, con esa frescura de la adolescencia, y de la decepción que sufrió el día que entró al baño justo cuando la prima acababa de abandonarlo y sintió ese olor a mierda fresca que persiste, contumaz, después de una buena cagada.

 

Tuvieron que pasar muchos años para que aceptáramos que las mujeres bonitas vacían sus intestinos, que el olor de la mierda humana es universal, que huele lo mismo si se es sueco o somalí, bella o fea, y que el acto amoroso es un intercambio de fluidos corporales en el que no sólo están presentes la saliva y las lágrimas de la mujer amada.

Todos los sábados hacíamos reuniones, la mayoría de las veces en colegios o escuelas conseguidos para ese propósito durante la semana, diciendo cualquier mentira a la familia encargada de la vigilancia. En esas reuniones procuraba tener un paquete de cigarrillo Marlboro, que eran los cigarrillos que fumaba mi hermana y con los cuales me inicié, aunque en muy poco tiempo también incursioné en el Pielroja sin filtro, imitando con ello a los compañeros y compañeras de la universidad, estudiantes de medicina, economía, derecho, enfermería, etc., entre las cuales se encontraba Judiht Pinedo, que llegó a ser alcaldesa de Cartagena. Se daban discusiones que hoy me parecen tontas, en las que se intentaba definir la naturaleza del movimiento estudiantil y su papel en la historia, si éramos unos simples catalizadores de las contradicciones sociales o si por el contrario éramos algo más y podíamos algún día tomarnos el poder. Nuestro grupo, a diferencia de los M.L. (Marxistas Leninistas) hacía énfasis en la formación teórica, teníamos una amplia bibliografía, aunque lo que me fascinaba era leer a Marx y un libro de Engles, el Anti-Dühring.

Mi entrada en el mundo del cigarrillo fue simultánea con el descubrimiento de los libros; libros que de alguna manera estaban por fuera de la ley y que teníamos que forrar con papel de regalo para no llamar la atención de la policía. Por ser algo casi ilegal, clandestino, el libro, y la lectura, tenían un significado especial. En los descansos fumábamos y nos leíamos párrafos de alguna obra de Marx, disfrutábamos la elegancia de sus frases: “Los dioses de Grecia un día heridos en el Prometeo encadenado de Esquilo hubieron de morir otra vez cómicamente en los coloquios de Luciano”. Frases que repetíamos en las clases de filosofía y que sirvieron para que personajes como José Hilario López bautizara a los compañeros: Mao, Carlos Marx, Nikitin…, aunque lo común era que los seudónimos se los colocara uno mismo. Por ejemplo, había un muchacho que se hacía llamar Mandel, como el trotskista belga, y usaba unas botas ecuatorianas, feas, pero que en esos años era el distintivo de los revolucionarios. Siempre parecía malgeniado y le gustaba arengar como si estuviera regañando o echando cantaleta.

Algunos profesores nos ofrecían cigarrillos en los descansos. Todo tan natural, tan sencillo como pasarle a alguien la bolsa de papitas mientras se conversa de cualquier cosa.

Aquella imagen del profesor botando humo por la nariz y por la boca se fue desvaneciendo con los meses y fue remplazada por la del mundo salvaje, montaraz, el mundo de los comerciales de Marlboro, o por la del pistolero del oeste que atraviesa una calle polvorienta con un cigarrillo en la comisura de los labios y un ojo medio cerrado por efecto del humo, atento al más mínimo movimiento. Con esta última estampa salía de mi casa, quince años recién cumplidos, el cabello húmedo, el cigarrillo precariamente sostenido en los labios y un ojo medio cerrado. Y podías fumar en los buses y nadie decía nada, en los descansos, entrando o saliendo del colegio. Después del almuerzo lo correcto era fumar un cigarrillo y saborear un tinto entre bocanada y bocanada. Fumar fue un descubrimiento maravilloso como besar, pajearse y leer a Marx.UC

 
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