Número 57, julio 2014

El primer motivo para publicar esta pequeña historia de un actor con taquicardia, al que le falta el aire mientras piensa en su personaje, es el nombre de la editorial que la publicó: Ediciones de Camerino. El segundo es que hace parte de un libro, Tercer timbre, que sorprende con las historias de teatro con Medellín como escenario. Hay tablas y hay calles. El tercer motivo es parte de un homenaje a Rodrigo Saldarriaga (1950-2014), un hombre que vivió cuarenta y cinco años en el teatro, como circo itinerante, como casa y fortín, como refugio para pensar y hablar.

 
 
 

Y la vida empezó en sábado
Rodrigo Saldarriaga

 
Con el tercer llamado para Copenhague apago el cigarrillo y entro al teatro con el abrigo Heisenberg. Me he calzado la coraza del más duro de los personajes que he interpretado en toda mi vida: “Soy una partícula pero también soy una onda”.

Tiene el escenario, a diferencia de la vida, la certeza de las acciones. La Incertidumbre es derrotada por las estructuras rígidas de la actuación: sabemos exactamente en dónde estamos y qué estamos haciendo en cada instante, sabemos de la velocidad y de la localización de la partícula. Tenemos los actores el dominio de la vida de los personajes: tenemos el tono, tenemos el tiempo y también el tempo; el color, la temperatura, el volumen; tenemos el ethos y también tenemos las dimensiones sociológicas en nuestro cuerpo. Sabemos el instante de la muerte de nuestro personaje, pero Heisenberg no morirá esta noche en Copenhague porque “ya estamos muertos es cierto y no le hacemos daño a nadie y no traicionamos a nadie”.

La sala está hermosamente poblada de fantasmas. El brillo de cientos de ojos parecen electrones libres a través de una cámara de niebla, aparecen y desaparecen sin direcciones definidas, sin dejar huellas: visiones breves, colisiones con la luz que se escapa del escenario.

Bohr y Margrethe flotan en la escena de la surrealista inversa kandiskiana Copenhague con sus melódicos y desgarradores parlamentos de protesta por la invasión nazi de su amada Dinamarca.

La noche es el canto odiado por el fóbico escritor de Basura y amado por el mexicano de Klingsor. Y el ángel ha bajado: Werner Heisenberg (yo), Niels Bohr (Eduardo Cárdenas) y Margrethe Norlund (Catalina Murillo) interpretan el suave scherzo al modo de un párodos trágico.

La noche presagia la vida: el cadencioso resonar de la fisión de los electrones rápidos del U238 ha hecho el milagro alquímico del Plutonio: ha nacido un nuevo elemento y este será fisionado y nacera Neptunio: los dioses del inframundo, los dioses de la destrucción atómica.

Han transcurrido 35 minutos de la escena y siento el primer golpe de la aceleración del corazón. Una violenta taquicardia me acompaña el parlamento en donde trato de explicarle a Niels la posibilidad de construir bombas atómicas a partir de la reacción en cadena. La oscuridad se vuelve blanca y brillante, se ralentiza el tiempo y el calor se torna en sudor frío. Oigo lejanas las palabras de acusación de Niels, me apoyo en el brazo sorprendido de Eduardo y se me dobla la rodilla izquierda hasta tocar suavemente el piso de madera de la casa de los Bohr. En la corta eternidad de la pausa caigo en la cuenta de la situación y aprovecho el silencio para “pensar con claridad y rapidez, es como esquiar” y pronuncio el débil e inaudible “Seguí, Eduardo”.

Lentamente la taquicardia cede pero me es imposible volver a la escena, la Incertidumbre se ha impuesto sobre la estructura teatral. El presente es ahora más presente y todas las alertas del soliviantado cuerpo comienzan a funcionar en defensa de la obra. El tiempo ahora es largo, el tempo lento, las distancias inmensas, la visión opaca y el sonido tiene un extraño resonar sin altos y sin brillos. Es una lejana realidad seca, sin emociones, envuelta en soledad. Cata y Eduardo comprenden la situación y me acompañan solidarios por el viaje de la inestabilidad que paradójicamente produce una certeza firme en cada palabra, en cada movimiento.

Niels, Margrethe y Heisenberg han cedido sus roles a Eduardo, a Catalina y a Rodrigo, ellos son ahora espectadores del drama de la vida de los actores. Y el segundo borrador de la misteriosa visita a Copenhague invade los terrenos de la realidad. La bomba atómica estalla en las cabezas de los dos físicos y la guerra se toma la escena.

“Una noche salí a caminar por Berlín desde el centro a uno de sus barrios después de uno de los grandes bombardeos: toda la ciudad en llamas”. La visión de los estruendos luminosos me provoca una emoción que toca de nuevo el corazón y otra vez la taquicardia empuja el parlamento: “Hasta los charcos en las calles estaban ardiendo, eran charcos de fósforo derretido, se pega a los zapatos como caca de perro incandescente, como si una jauría del infierno hubiera ensuciado todas las calles de la ciudad”. Ahora afuera todo es blanco, silencioso y frío, adentro el golpeteo de las pulsaciones se confunde con el ronroneo de los aviones y con el estruendo horroroso de las bombas. Me falta el aire y empujo desde el diafragma las últimas frases de la angustiosa agonía: “Te hubieras reído de mí, mis zapatos estallaban en llamas a cada segundo. A mi alrededor, supongo, hay miles de personas muriendo quemadas y lo único que puedo pensar es cómo puedo conseguir otro par de zapatos en tiempos como estos”.

Ya no hay más tiempo, ya no hay más aire. Me recuesto plácidamente en la paltaforma, cierro los ojos que ya no ven y me voy, alejándome en el silencio, avanzando hacia la nada, cerrando el paréntesis del tiempo que nos fue dado por la materia. Fui materia fisionada por el tiempo transformada en recuerdo.

 

Universo Centro 
...Un largo silencio sin memoria...

Ahora, cuarenta reflectores cenitales me encandilan, estoy acostado en el piso del escenario de Pequeño Teatro, en la casa de los Bohr, y no he podido descifrar en dónde estoy, veo la silueta en contraluz de Eduardo que está empujándome el pecho y oigo la entrecortada voz de Catalina que pide ayuda: “¿Hay un médico en la sala? Por favor...” El silencio es aterrador. Han hecho un surullo con el abrido de Heisenberg que ahora es mi almohada, me han quitado los zapatos, me han subido los pies a una silla de la escenografía, me han quitado la corbata, abierto la camisa y soltado la correa y la pretina del pantalón.

Veo a los espectadores en un escorzo extraño salidos de sus sillas, bocas abiertas, ojos desorbitados y un silencio reverencial de catacumba. Son ahora público de la más patética escena, no han tenido ni tiempo ni distancia para entender la realidad, siguen ejerciendo su protagónico rol de espectadores. Desde Aristóteles hasta Brecht se habrían indignado, y con razón, con aquel verismo simplón. Tal vez el “nieto de monseñor” habría reivindicado esta escena como el teatro de su gusto. Cada uno escoge sus fobias para ocultar sus verdaderos miedos. Y mi terror es hacer el ridículo y lo estoy haciendo, pero no tengo conciencia de qué obra es, ni de haber dirigido jamás un montaje semejante.

Lentamente viajo hacia la conciencia, hacia la realidad en un trago de agua que me ha traído Eduardo y en el claro llamado de Catalina a los espectadores, “Como podrán entender, hasta aquí llegamos”. Siento el tímido amago de un aplauso inhibido por el miedo a la muerte y por el respeto al herido en el combate y a una pareja de jóvenes médicos que se han desprendido del desfile de espectadores para atenderme.

Reviven en la memoria al ritmo, ahora lento pero firme del corazón, todos mis fantasmas, todos mis muertos, que ya son muchos, que ya son todos: los del teatro, los actores y los personajes; los de la vida, mis amigos y mi familia, y los otros que también son fantasmas. Las quinientas butacas de Pequeño Teatro se van llenando de figuras lívidas que sonríen o ríen a carcajadas burlándose de la ridícula escena interpretada por el más vanidoso y petulante de los actores, yo.

El ulular de una sirena de ambulancia me deposita brutalmente de nuevo en la realidad y me convierte en materia con pensamiento y con voluntad para entregarme a las manos sagradas del grupo de cardiólogos del Hospital Universitario. Ahora, al fin, soy materia intervenida por la ciencia y el hombre.

Ocho días después me devuelven al escenario para interpretar una vez más a Heisenberg y para tratar de entender el núcleo de Incertidumbre en aquellos breves segundos en el escenario cuando viví sin interpretar la realidad.UC

 

 

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