TEXTOS FUTBOLEROS
La Bombonerita
Katalina Vásquez Guzmán
La pólvora truena en el terreno de juego: 105 metros cuadrados que los vecinos le robaron a un recodo de Moravia en 1989 y hoy llaman La Bombonerita. Es sábado y La Playa acaba de ganarle el tercer lugar a La 79 en el campeonato anual del barrio en un 6–5 que les costó dos tarjetas rojas y un tobillo herido. A un costado de la cancha, los jugadores —todos mayores de 35 años— descargaron los trofeos, un cerdo y una garrafa de aguardiente que deberán aguardar el siguiente partido, el último del año, entre Color In y Billares Melo.
Antes de la gran final, el árbitro se hace a un costado y un muchacho prende la mecha de una hilera de papeletas. Comienza el estruendo. Los directores técnicos y los vecinos encienden con cigarrillos los voladores que se cuelan en balcones desde segundos hasta cuartos pisos entre los pequeños edificios que rodean la también llamada “plaquita”.
Del costado sur, las casas muestran una culata de ladrillos colorados y vidrios protegidos por rejas delgadas desde que este rincón del sector El Bosque se convirtió en la cancha oficial de microfútbol por la ausencia de espacios para el deporte, la iniciativa de un líder popular y la orden de las milicias.
En el extremo norte, apenas separado por unos siete metros de esa fila de adobes de arcilla, las casas lucen sus puertas principales, sus frentes de escaleras puntiagudas, balconcitos apretados, y rejas y más rejas que por décadas han contenido los cañonazos de los balones. En oriente y occidente están los arcos de tejidos rústicos y cuerdas sueltas que unos niños trenzan con esmero minutos antes de la final. Mientras comienza el cotejo, otros pequeños aprovechan para poner a prueba su talento en los penales. En medio del terreno se atraviesan los carros de crispetas y las sardinas recién bañadas que buscan su fiesta de sábado entre las familias de los jugadores que empezaron a destapar litros de guaro y cervezas. Aunque nerviosos, los que disputarán la copa y sus acompañantes se ven sonrientes.
“Esto era otra cosa. Yo estaba muy pelao pero me acuerdo que este Albeiro invitó a un convite pa recoger las basuras. Decía: hombre, cojamos ese basurero y juguemos futbolito.
Y así fue, nos juntamos y echamos cemento sobre un tierrero que era lo que había ahí. A los días, las milicias establecieron que no se podía jugar en las calles sino solamente acá”, cuenta Juan Zapata, de 37 años, distrayendo el azare por el desenlace de la competencia.
En la mesa se anuncia 0-0 y el árbitro —de expresión poco simpática con los jugadores y sonrisa pícara con las chicas— da el pitazo inicial. En medio de la cancha un perro jadea. Las niñas patinan. Una señora lleva bolsas de arepas. Cruza un carro de helados, también el borrachito de siempre. Pasa el evangélico de la cuadra. Arrastran un coche de bebé. Todo, sí, sobre el mismo terreno de juego. Todo, sí, mientras el balón rueda y los veteranos la sudan intentando el gol.
Los peatones se cuidan cruzando por un costado que, en un día común y una hora común en Moravia, es una calle vehicular. La Bombonerita abarca pues, no solo el fragmento de parque que le quitaron al óxido de unos juegos infantiles que ya nadie utilizaba, sino una calle completa, arteria de este laberinto de callecitas, calles y callejones vibrantes que es la zona de El Bosque.
Apeñuscado contra unas escalas, Zapata sigue su relato anotando que fue él quien bautizó este espacio. “Es que se parece a La Bombonera, fíjese, es como una cancha hundida, y las casas que están a los lados son como la tribuna de allá, pero más pequeña, ¡obviamente!”.
El señor dice que además de su afición por el Boca Juniors, una casualidad le ayudó a titular este espacio. Por esos días —hace diez años— el Movimiento No Matarás pintó un mural justo en la cancha y sobró pintura amarilla y azul con la que hicieron el letrero con el nombre de la placa. Los colores del Club Atlético Boca Juniors de Argentina también están presentes en el trofeo de campeón así como en los del goleador y el mejor arquero.
Ahora el cielo también luce de colores por la pólvora que explota. La euforia y el susto de los perros se mezclan con la alegría de unas trescientas personas que se acomodaron apretados contra la pared del costado sur y las pequeñas aceras del extremo norte. Los que caminan a la tienda ubicada en una de las esquinas de la plaquita o aquellos que se dirigen a Carabobo, la vía principal para salir de Moravia al Centro, compiten en espacio con los aficionados del microfútbol. Pero nadie se empuja o se lanza gritos por fuera del estrecho terreno de juego. Este sectorcito del bullicioso barrio está envuelto de euforia amable y optimismo. La magia del fútbol se toma La Bombonerita. “El torneo es un espacio de integración para el barrio, un momento muy sano donde nos demostramos que podemos vivir en paz y dar ejemplo a los más jóvenes”, dice Oswaldo desde una silla de ruedas eléctrica y moderna que en las 34 fechas anteriores ubicó próxima a la mesa del anotador donde todo luce impecable: las planillas de los equipos finalistas, de las faltas, la de los refuerzos, y una más para las anotaciones se almacenan en carpetas transparentes que Héctor Jair administra con recelo.
Para Oswaldo uno de los logros más importantes de mantener el espacio deportivo a lo largo de casi tres décadas ha sido seducir a los varones a invertir su tiempo libre en la competencia futbolera. En la actualidad, el campeonato incluye tres categorías: juvenil, mayores y veteranos.
El Flaco es uno de los cuchos que da ejemplo. Ya llegando a los cuarenta años, el ahora director técnico del equipo Color In reconoce que si no fuera por el fútbol no hubiera respondido por su suerte, esa que hoy invoca con oraciones católicas para obtener el título. Pero las plegarias de Donny Mc- Donald, como se hace llamar este DT a la hora de planillar, no se escucharon esta noche. Billares Melo anotó un gol en un partido parejo que el público criticaba por falta de acción. “Hacele pues, ¡como un hombre!”, había gritado una señora salida de la ropa al iniciar el segundo tiempo aún con ceros en el marcador. Hacia el final, los jugadores entran en cólera y se ponen cada minuto más agresivos. Los que ganaron el tercer lugar murmuran que, claro, cómo no, si ellos estuvieran disputando la copa se habrían hecho matar.
En la cancha de siete por quince metros, diez veteranos con uniformes de Juventus y Barcelona se transforman en atletas cuando restan quince minutos. ¡Y viene el gol! Wilson Agudelo está feliz. Se ha sudado la camiseta (de la Juve) fecha a fecha y ahora está cerca de ser campeón. Al terminar el partido se acerca a una cámara, toma el micrófono y explica entusiasta: “Ufff... Fue un partido mano a mano. Un desafío ganar. ¡Demostramos que teníamos equipo! Les quiero dar las gracias a todos los que nos alentaron cada noche, y también a los organizadores muchas gracias por el torneo”.
La esposa y los hijos de Wilson lo esperan en un costado para abrazarse en la victoria. El muchacho dice que “una cosa muy bonita” y “muy digna de admirar” es que los mismos que iniciaron con arcos pequeños hace más de veinte años siendo niños ahora se encuentran en la misma cancha con sus familias. “Jugar con los amigos que hace quince o veinte años jugábamos aquí es muy satisfactorio”.
Ahora con nostalgia, mientras se limpia el sudor con la camiseta también sudorosa, Wilson viaja en sus recuerdos para contar que la primera vez que vino a la plaquita fue a trabajar como recogebolas.
“Ojalá no se acabe este torneo nunca”, anota jadeando aún sobre el terreno cubierto por capas de cemento, de relleno de adobe quebrado, con una capa más de desechos, y, por encima, cubierto de asfalto.
Son las nueve y media de la noche y La Bombonera es una fiesta. El comercio sigue abierto y decenas de tienditas, billares e iglesias emanan ruido por todo lado. Al entrar a Moravia, el universo parece otro y los decibeles de sonido aumentan no solo por la música de locales comerciales sino por las motos que pitan en la estrechura de los cajones, o los altos volúmenes de los recintos cristianos, o los gritos de los que venden verduras arrastrando una carreta. Esas también se cruzaron por la cancha apenas se dio el entretiempo.
“Esta cancha es el alma del barrio”, define Héctor, el organizador del torneo, mientras alistas las copas.
“¡Una foto!, ¡una foto todos juntos!”, pide Oswaldo desde su silla de ruedas logrando su objetivo.
Los de la camiseta de Qatar Airways que acaban de ver el triunfo esfumarse reciben medio cerdo, al igual que el campeón, el tercero y el cuarto. El goleador y el arquero posan para la cámara, mientras el veterano que marcó el único gol de la final esquiva los lentes y micrófonos. Desde la tienda los barberos que decidieron abandonar el negocio para presenciar el juego ya casi terminan su litro de guaro.
Los campeones Jorge Mejía —el DT—, Wilson, Andrés, Luis, Javier, Óscar y Álvaro saben que, además de la copa con insignias del Boca, se llevarán para la cuadra la garrafa que apostaron los finalistas. ¡Además del honor! Mientras, los cadáveres de los cerdos con sus respectivas caras y cubiertos con plásticos, ya fueron levantados de las aceras y son cargados por los paisanos a su ardiente destino: la paila.
Entre tanto, en los balcones, las vecinas reorganizan materas y canastos porque saben que, por un corto tiempo, los balonazos cesarán. Aunque los pelaos lleguen a entrenar a cualquier hora, solo durante el torneo se podrá cerrar la vía de carros para lograr un completo campo de juego. De todas formas, las señoras viven preparadas. A excepción de la hora en que pasa el carro de la basura, cualquier momento es bueno para que, en este rinconcito misterioso de la populosa calle 80C con la carrera 55 de Medellín, se luzca la pasión del fútbol.
* Este texto hace parte del libro De ida y vuelta de la Liga Antioqueña de Fútbol, editado por Universo Centro.