Mi mamá está en la cocina
Juan David Villa. Ilustración: Hansel Obando
Esta vez el timbre del teléfono sonó más fuerte de lo normal y el repique me quedó bailando en los tímpanos. La tijera dejó de cortar, el abuelo me miró como cuando me caigo y me raspo las rodillas, y mi abuela se tapó la cara con su mano derecha. Así se quedó un buen rato. En la otra mano tenía el teléfono y cuando lo puso sobre la base para colgar, otra vez sonó el timbre, pero esta vez sonó como había sonado siempre.
El abuelo me volvió a mirar como me mira cuando me caigo y me raspo las rodillas. Seguí recortando la silueta que me hacía falta para terminar la maqueta que la semana pasada había comenzado a construir con mi mamá. La maqueta era mi propuesta para la Feria Escolar de la Ciencia y explicaba el proceso mágico del funcionamiento del alumbrado público. Siempre me había preguntado cómo era que las lámparas de la calle se encendían solas y a la misma hora.
—Cosas de la humanidad, mija —me decía la abuela.
Pero siempre quedo en las mismas porque no sé cuáles son las cosas de la humanidad.
—Cosas de la humanidad, mija, cosas de la humanidad. Pregúntele a su maestra.
La profesora Marta, que tenía una mirada compasiva y unas gafas de lentes gruesos que se amarraba al cuello con una cuerda morada, me lo dejó de tarea.
—Se lo dejo de tarea. —Abrió el cajón del escritorio, sacó un libro grande y delgado de tapa azul —. Tome: busque ahí y mañana me explica. —Sonrió como siempre.
Hace mucho tiempo quería otro libro para mí. Mi abuela tenía uno de recetas que me leí en dos días. Y mi abuelo tenía otro que no pude leer porque es viejo y el olor de papel viejo me da ganas de vomitar. Y la Biblia siempre estaba abierta sobre un atril de la sala, pero no podía leerla porque era sagrada.
—Usté todavía no entiende lo que dice ahí, mija. La sagrada Biblia no es un libro, es la palabra de nuestro Señor.
El libro de tapa azul hablaba de inventos. Me asombró mucho el funcionamiento de la máquina de vapor y de los computadores personales. Tanto fue así que le diseñé y le construí un monitor de papel con pantalla de aluminio a la vieja máquina de escribir que mi papá había dejado en la casa. Lo único bueno de que mi papá ya no estuviera era que nadie me regañaba cuando jugaba con la máquina por el mero placer de escuchar el sonido de las teclas y el timbre que anunciaba el final del renglón.
Le mostré mi computadora a mi mamá, pero a duras penas me sobó la cabeza. Entonces noté lo que no había notado por mi emoción: tenía la cara roja y los ojos brillantes, lo cual significaba que se había encontrado con mi papá y que no iba a decirme ni buenas noches ni a echarme la bendición antes de dormir, porque cuando se veía con mi papá llegaba directo a la cocina, le lloraba sin ruido a mi abuela y se encerraba antes de tiempo en la pieza, que ya no era matrimonial.
Mi abuela sigue hablando por teléfono y mi abuelo ha recorrido tres veces los mismos rincones de la casa por el mismo camino, ha abierto los mismos cajones y dicho las mismas palabras, y cada que pasa por aquí me mira con esa misma expresión de cuando me caigo y me raspo las rodillas. Mi abuela está hablando con mi mamá: lo sospecho por el tono, porque desde que mi papá se fue, la mamita le habla a mi mamá con un tono mendigo, con un tono que me parece azul.
Pero lo sospecho, sobre todo, porque le repitió que se cuidara la tos. Se lo ha dicho muchas veces, desde que mi mamá llegó a la casa después de aguantar dos aguaceros y empezó a toser como si lo de adentro se le fuera a salir de pronto.
—Me dio la peste del perro.
—Con este clima, mija… Y usté que no se cuida, y usté siempre ha sido como descuidada.
Entonces mamita abrió la puerta del solar, entró sin permiso ese olor maluco a matorral húmedo y mosquitos, agarró el cuchillo gordo que mantenía envuelto en periódico al pie de la puerta, encendió la luz a tientas y cortó un pedazo de penca con su seguridad de abuela.
—Pero tómeselo caliente para que le obre... No sea floja.
Después de la penca licuada con miel pura y limón de los jugosos mamita echó hojas de eucalipto en una olla y las prendió con un vela roja. Me gusta enfermarme: la penca con miel y limón es tan rica como el jugo de mango y me encanta meterme bajo la manta para recibir el humo caliente del eucalipto seco. Santo remedio: al otro día amanezco con la respiración limpia y la voz renacida.
Esa vez a mi mamá no le funcionó y la tos de perro ha aguantado tres sesiones de inhalaciones de eucalipto y tres pocillos de penca.
—Qué peste tan dura: vaya al médico. —No veo a mi mamá desde ese día.
Mi abuelo encontró lo que estaba buscando, pero no se alegró como cuando uno encuentra algo que estaba buscando, sino que lo miró y se le aguaron los ojos.
—Tranquila —me dijo. Estoy tranquila a pesar del mal semblante de mis abuelos y de los malos aires que entraron a la casa después de la primera llamada. Y sigo tranquila a pesar de que la casa se está llenando de vecinos y familiares que me saludan de lejos y luego me miran cuando yo no estoy mirándolos.
Mi mamá está en la mitad de todos. La saludé en la cocina, después de que cruzó la sala mirando al suelo. Tenía la cara roja y una mirada de ánima en pena, así que le dije “hola, ma” y me devolví. Tomé la maqueta, las siluetas que no había pegado y los sobrantes de papel para dejarlos sobre mi cama.
—Mi mamá la está esperando en la cocina, mita —le dije a la abuela.
—¿Quién?
—Mi mamá. Pues, no me dijo, pero yo creo que la está esperando —y bajé la voz—: quiere llorar.
Cuando volví a la sala, mi mamita estaba sentada en la mitad de una cantidad de gente que ya era tumulto. Una vecina le daba aire con un abanico, mi abuelo le daba sorbos de agua y mi tía le sobaba la cabeza.
—La mamita está bien, tranquila —me dijo mi abuelo—. Y la mamá… también.
Pero no pronunció “mamá”, sino que se la desatoró de la garganta con un esfuerzo adulto.
—Mi mamá está en la cocina —le dije.
—Sí, pero no la moleste. —Las manos empezaron a temblarle como cuando coge las copas de aguardiente después de haberse tomado seis dobles sin pasante.
Después del primer aguardiente doble mi mamita empieza a mirarlo feo. Después del tercero le dice “viejo borracho” y mi abuelo le dice que “tranquila, doña berraca, que en esto me muero”. Después del quinto, mi abuelo quiere poner música a todo taco y se pone a llorar. “Ya va a empezar a llorar… Vaya a dormir a ver”. Yo me le siento en las piernas porque me gusta el olor y porque me da billetes mal doblados. “No le dé esos billetes de 100 que ya no sirven, dele plata de verdad, Mario. Y siga pa la cama”.
Lo que más le choca a mi mamita es el olor, que ella llama tufo, y que mi abuelo le ocupa toda la cama con las piernas y las manos abiertas. Entonces mi mamita se va para mi pieza cuando mi mamá me deja sola para irse a trabajar de noche, me cobija y se duerme al lado mío sin decirme nada: a mí me gusta porque mamita es tibia y respira duro.
—Tranquila —me dijo después de que la ayudaron a ponerse de pie—: yo voy dormir con usté.
—¿Mi mamá siempre va a trabajar de noche?
Mi mamá sigue en la cocina.
—¿Va a trabajar por la noche todos los días? —Mi mamá sonrió y me indicó que hiciera silencio.
Mamita me cogió de la mano, me llevó para mi pieza y me puso un saco negro. “La trae por ahí en una horita, después de que traigan a Marcela”. Pero si mamá está en la cocina… Mi tía tiene las manos frías y una sonrisa forzada.
—Mi mamá está en la cocina.
—¿Dónde?
—En la cocina, en la casa.
—No, mi amor, ella no está.
Por primera vez me puedo comer una hamburguesa de las grandes, con las salsas que hacen daño, con ripio de papa frita, trozos de tocineta, ensalada de cebolla de huevo y repollo en salsa mayonesa y pepinos agridulces. Mi tía tiene lágrimas y las intenta amarrar, entonces se le vuelven suspiros y ataques de escalofrío.
—Mi mamá también está como triste.
—No, mi amor, su mamá está muy feliz.
Ahora mi mamá está acostada. Le digo a mi tía que la quiero ver. Ella, ya no se pudo contener, me levanta por la cintura.
—¿Dónde está mi mamá?
—Ahí, pero en el cielo.
—Mi mamá no es tan blanca ni tan cachetona: mi mamá está en la cocina.