El peso de nuestros muertos
Andrea Aldana. Ilustración Hugo Díez
Ese asunto de la verdad de las Farc me tiene pensando. Me tiene recordando esa angustia, ese vacío interno, esa incredulidad y desolación que dejan algunas verdades. Cuando era más chica, en mi tierra natal mataron a un buen amigo. Era grande y era fornido y los tipos —estoy segura— le apuntaron por la espalda porque si lo llegan a coger de frente, les revienta esas pistolas de un manotazo. Le dispararon mientras compraba un par de cervezas a través de una de esas ventanillas que dejan abiertas los supermercados que siguen atendiendo en la madrugada. Mi amigo cayó ahí, navegó en su mar de sangre hasta el último respiro y a la orilla de ese supermercado murió. No fue mi primer muerto pero sí fue mi primer llanto inconsolable y mis primeros golpes de desespero sobre la tapa de un ataúd. Aún recuerdo su cara tras el vidrio de esa caja. Para mí seguía vital, dormido tal vez, mamando gallo, haciendo una de esas bromas pesadas que el hijueputa acostumbraba hacer. De las cinco etapas del duelo yo entré primero a la ira, después me estanqué un buen tiempo en la negación.
En Cúcuta mataron a muchas personas, vinieron más muertos y con ellos se acumularon las versiones, la muerte de mi amigo casi siempre apuntó a la misma: “Fue la orden de un jefe paramilitar”. Mucha gente lo asoció a Mancuso, otra al Bloque Fronteras. Cúcuta era muy narca y muy paraca y yo, afortunadamente, muy pelaíta para entenderlo. Si no, hubiera empezado a preguntar lo que no debía. No a esa edad, no ese año y no sin saber cómo hacerlo. Y crecí con recelo, “Ome, cómo es que estos manes matan al parcero si también era un pelao”. Saber la muerte tan cerca, tan a la vuelta de la esquina, tan en la puerta de un supermercado, no me dio miedo, pero empecé a entender lo que era el odio.
Veinte años pasaron y ahora me veo sentada en la cocina de este exjefe paramilitar que pasó por mi tierra natal. Estamos solo los dos en ese apartamento de tres alcobas, dos baños, una metralleta en el suelo de la habitación principal y pocos muebles. Semanas atrás, en otra ciudad, lo vi en persona por primera vez y le cerré el paso a la salida de un evento en el que coincidimos, puse mi mano sobre su brazo izquierdo para detenerlo, lo miré a los ojos con firmeza postiza pero calculada, mencioné su nombre y dije:
—Mi nombre es Andrea Aldana, soy periodista y yo sé que usted vive en Medellín. Recíbame en Medellín. Yo necesito hablar con usted.
El hombre echó la cabeza hacia atrás extrañado, me sostuvo la mirada un par de segundos, bajó la vista a la mano que lo estaba sujetando, volvió a mirarme despacio y luego giró a su derecha y le dijo al escolta: “Dele mi teléfono”. Segundos después me quitó de su camino y me pasó por delante, pero antes me dijo: “Llámeme en dos horas y cuadramos”. Así lo hice.
Me recogió en una Toyota 4x4 de vidrios polarizados frente a la puerta de una iglesia de Medellín a donde me dijo que llegara. Los mismos encuentros para lograr entrevistas los he tenido con exjefes de las Farc y siempre llegaron con escoltas. Por eso, cuando la camioneta llegó a recogerme, me causó extrañeza que el hombre viniera solo. Extrañeza y algo de desconfianza, pero igual me trepé. Y ya en el vehículo saludé y miré en todas las direcciones: adentro solo estábamos él, una pistola automática al lado de la palanca de cambios, y yo. Entonces —autómata— dije lo más inteligente que se me ocurrió decir en ese escenario:
—¿Y no pues que ustedes no pueden estar armados? ¿De dónde se sacó esa pistola?
Ni medio segundo demoré en darme cuenta del cagadón de pregunta. “Hasta aquí llegué”, pensé. Y el man, mientras manejaba, quitó la vista de la calle y otra vez me miró extrañado. La tensión era palpable. Yo no sabía ni dónde poner las manos. Todo estaba saliendo mal. Todo mal. Pero, de repente, se empezó a reír.
—Las saco con los escoltas. Están a nombre de los escoltas, son de ellos y a ellos a veces se les quedan acá en el carro y pues, usted sabe, mejor no dar papaya.
—Sí, toche, “de los escoltas”.
—¿Usted de dónde es?
—De Cúcuta.
—De razón.
Y así, de la forma menos esperada, le caí en gracia y me cambió el tema. A los pocos minutos llegamos a su apartamento, me dijo que ahí podríamos hablar mejor y más tranquilos —tranquila era todo lo que yo no estaba— y antes de iniciar la conversa me enseñó su hogar: pulcro, limpio, pintado todo de blanco, cada pieza en orden y lo único tirado en el suelo era una metralleta en la habitación principal.
—¿Y qué? ¿Esa también se le quedó a los escoltas?
El hielo ya estaba roto. Se rio y después me dirigió al mesón de su cocina, puso a hacer café y, como si fuéramos viejos amigos, comenzamos a hablar. El hombre me empezó a contar la historia paramilitar que siempre quise saber. Ya no la recuerdo. En un momento le pedí me dejara sacar el celular y grabar la conversación pero me dijo, “No, prefiero mejor que no”. No me importó. Ahí me di cuenta de que no estaba tras la noticia sino de la comprensión de la historia; de su historia, de mi historia. Luego de dos horas de diálogo, de pronto dio un pequeño golpe con sus palmas sobre el mesón, se paró y dijo:
—Así es que es bueno hablar, sin que lo juzguen a uno.
El hombre quería hablar, dar su versión, pero no en un tribunal. Y yo iba con ánimo de escucha, no más. De esa sinergia salieron más de cinco horas de tertulia. No hubo un solo acto de irrespeto de su parte y solo se estresó las dos veces que la cafetera salpicó un par de gotas sobre la mesa. Nunca estuvo vacía mi taza ni frío mi café. Ahí noté que era obsesivo por la limpieza, atento y disciplinado. Cualidades de comandante. Pero también del verdugo de decenas de personas a las que, lista en mano, fueron a buscar por las noches a las casas y las “ejecutaron”. Todo esto ya está en la Fiscalía, yo no sé mayor cosa. No pedí detalles y cambié el tema en varias ocasiones. Me dio miedo. No estaba preparada para algunas de sus verdades.
Al final de la tarde y poco antes de irme, por fin pregunté por mi amigo. Le di su apodo —nadie lo llamaba por el nombre—, le conté cómo murió, le dije que fueron ellos y le pregunté por qué lo mataron.
—Nosotros no lo matamos. Yo creo que sé quién es, él quedó en la mitad de una pelea de dos familias de narcos y una familia exterminó a la otra. Ahí, en esa pelea, murió él. Si quiere busque el nombre completo de su amigo y yo le averiguo bien cómo fue todo.
—No, no. Tranquilo. Gracias pero es solo curiosidad. No me interesa saber más. ¿Cómo resultó mi amigo involucrado en una pelea entre narcos? ¿Qué coños hacía mi amigo entre narcos tan pesados? Miento si digo que el rumor no lo había escuchado. Tuve la oportunidad de tener detalles de su muerte pero la rechacé. No estoy preparada para oír cosas que no quiero oír. Además, no me abandona del todo la desconfianza.
Este exjefe paramilitar habla ahora porque se acogió a un proceso de paz que incluye un compromiso con la verdad. Farc habla ahora porque firmó un acuerdo de paz que incluye un compromiso con la verdad. Pero eso me tiene pensando. ¿Quién arregla eso que se desacomoda por dentro cuando aparece la posibilidad de que los culpables no sean los que hemos culpado siempre? ¿Quién ordena todo eso que se revuelve cuando aparece una verdad? Y, sobre todo, ¿qué pasa cuando la verdad es un hijueputa sapo que uno no se quiere tragar?