Fue el 9 de agosto del año pasado a las nueve de la noche. Estábamos caminando por la 70 en sentido norte-sur hacia la estación Estadio del Metro. Íbamos pasando cerca de los coliseos de la unidad deportiva cuando vimos un grupito de muchachos con-cara-de-nos-van-a-atracar que venía en dirección contraria. Nos pusimos nerviosos y aceleramos el paso. Nos sobrepasaron, pensamos luego, para revisar desde atrás el tamaño del bolso y darle aviso a un segundo grupo que venía. Eran cuatro o cinco. Nos rodearon y nos amenazaron con un puñal. "¡Perdieron, perdieron!", nos decían, mientras nos estrechaban más.
Yo amagué una huida pero le acercaron el puñal al cuello a mi novio, amenazando con herirlo si no soltaba el bolso que llevaba, que era el mío. También nos requisaron los bolsillos del bluyín. Cuando se fueron, salimos corriendo. Juan alcanzó a ver una patrulla de policía, los paró, se montó y me gritó, pero yo seguí en la carrera hacia la estación del Metro. Llegué y le pedí a unos policías que me ayudaran. Llamaron otra patrulla y la mandaron a buscar a los tipos, pero obvio no encontraron nada. Del susto, no fui capaz siquiera de recordar el color de sus camisetas.
El policía que se quedó conmigo, después de escuchar la historia, me dijo: "Ah, es que por ahí viven atracando" y "Es esa gente de la Iguaná". Si viven atracando, ¿por qué no hay más vigilancia o al menos más iluminación? Ese corredor es muy oscuro, a pesar de que por ahí caminan estudiantes y deportistas hasta tarde. Tampoco vimos por ningún lado a los vigilantes con perros que custodian los coliseos.
Minutos después, Juan atinó en llamar a mi celular. Le contestó un tipo que hablaba como drogado. Estaba enojadísimo y lo insultaba. Dijo que estaba en el Centro y que le habían acabado de vender mi computador (un Toshiba de millón y medio) por 140 mil pesos, y mi celular por 20 mil. Juan le pidió que nos lo revendiera porque ahí había información importante (una parte de mi trabajo de grado), pero el tipo respondía cada vez peor hasta que colgó y no volvió a contestar.
Los policías de la Estación nos mandaron para la inspección del Centro a poner la denuncia del robo. Cuando llegamos, un soldado que custodiaba la entrada nos dijo que eso solo se hacía en horario de oficina. Al parecer ningún policía sabía el protocolo que se debía seguir ante una situación semejante, porque a la mañana siguiente el que me atendió en el CAI de Itagüí, que queda cerca a mi casa, me mandó a la inspección de policía del municipio, de donde me devolvieron a poner la denuncia por internet. Sin embargo, la página web de la policía decía que solo se podían reportar documentos perdidos, no robados.
Volví a la inspección y me insistieron en que lo hiciera vía web, pero cuando les expliqué que lo acababa de intentar y no era posible me sugirieron que no pusiera la denuncia y que mejor reportara los documentos como perdidos para que pudiera reponerlos más rápido. No sé si fue la cara que hice, pero finalmente alguien me explicó que tenía que ir a la fiscalía más cercana.
Eso sí, antes se aseguraron de que les hiciera la lista de todo lo que había perdido, aunque no sirviera de nada. Esa misma tarde fui a la seccional de la Fiscalía de Envigado y puse la denuncia. El saldo del robo, además del susto y la rabia, fue haber perdido el celular y los audífonos, el computador (cargador incluido), la billetera con plata y papeles, la USB y otros objetos sin mucho valor que eran importantes para mí (un pluma, mi libreta, el bolso…).
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