Mientras yacía en el suelo, tirado, indefenso, en la nebulosa de pensamientos retumbaba la voz de mi mamá: "es mejor quedar con vida que es lo más valioso, los objetos materiales se pueden conseguir otra vez". Esas palabras me las repetía en la cabeza mientras advertía un dolor punzante en el costado derecho, las costillas magulladas y un morado que en los próximos días se convertiría en un festival horrendo de colores: desde un violeta sanguinolento hasta terminar en variados tonos de amarillo.
Por un buen tiempo el dolor y el moretón me recordaron que, otra vez, me habían robado. Ambos fueron la consecuencia física de no haber entregado gentilmente ese aparato al que tanto aprecio le tenía y que en mi oficio es la principal herramienta de trabajo: un Iphone. Antes fueron un Blackberry, por la Loma de El Tesoro, y otro cuya marca no recuerdo en la conexión de la 76 con la 33.
El cuento de este robo fue así: a las 6:30 de la tarde de un sábado, iba caminando como acostumbro hacerlo los domingos de mercado por una calle de Laureles que conozco bien. En la cuadra angostica que separa el Centro Comercial Viva Laureles del mall que lleva el mismo nombre del barrio, la gente comía en los restaurantes y uno que otro muchacho jugaba con sus perros en la manga. Saqué el celular para revisar una mención en Twitter, lo volví a guardar y seguí mi camino hacia la Villa de Aburrá.
Desde La 80 dos tipos jóvenes con gorras de colores parecidos y sacos que les agigantaba la silueta se acercaron en una moto despacito. Mi alarma mental se prendió. Intenté acelerar el paso, recurrir a viejas artimañas como acercarme a gente desconocida y susurrarles que me ayuden y finjan ser conocidos para que no ocurra lo temido. Tenía una tímida confianza de que esta vez saldría victorioso de mi batalla recurrente contra los ladrones, como aquel día que un tipo me amenazó con un arma para que le entregara el mísero reproductor de MP3; esa vez o la virgen o la suerte o mi decisión repentina de pararme así estuviera acorralado y gritarle a todos los pasajeros del bus de Laureles que me iban a robar, me salvó... pero volvamos al cuento.
Los dos tipos me pidieron la hora. Les indiqué con un gesto bobo que no tenía reloj. "¿Pero sí tenés celular, no?", me respondieron. Intuí lo obvio. Busqué sin éxito a mí alrededor cualquier grupo de personas que le ayudaran a este pobre caminante, pero no había nadie. Laureles se vuelve humo y silencio cuando cae la tarde, uno se escucha los pasos, y todas las casas parecen vacías. Supe que no había remedio así que emprendí la huida corriendo. Los nervios a veces no son amigos de las extremidades y esta vez mis piernas me jugaron una mala pasada y terminé en el suelo. ¡Qué dicha para ellos! Ya con la presa lista, los carroñeros me inmovilizaron apretándome fuerte las manos y buscaron en mis bolsillos: se llevaron un billete de 5 mil pesos, el Iphone y una maleta con la billetera, un par de libros, una libreta, un chicle y un lapicero. Me salvó que no teníamos el mismo gusto por la ropa y por eso me dejaron los zapatos.
Cuando tuvieron en su poder todo lo que querían, uno de ellos, el más blanquito con brackets, me pateó tres veces en el costado derecho que tantos días me dolió. Tres patadas después se marcharon. Me quedé diez minutos en el suelo porque solo llegué a mi encuentro con esos minutos de retraso. Allá, en la Villa, lo asimilé todo.
Ni modo ir a la policía; ya lo había hecho en ocasiones anteriores y salía regañado por descuidado y por andar solo por las calles. Ni modo de ir a buscar a los manes esos al lugar de los hechos. Sólo me quedaba procesar en mi mente un montón de insultos, geniales algunos, para los de la moto, para los malparidos que probablemente tiraron a la basura mis libros y mi libreta.
Y claro, como dijo mi madre, el Iphone lo volví a comprar, pero a precio completo: la cláusula de los operadores de teléfonos dice que no es culpa de ellos que uno pierda el celular antes del tiempo pactado en el contrato.
Más sobre Me robaron y Punto aquí