La "canalización" de la monja que vio a Dios en los ojos de los indios
Alfonso Buitrago Londoño
Tres niñas de siete, nueve y doce años corren hacia la entrada de la Iglesia. Arrastran lo que parecen dos trapos viejos. De cerca se ve que son dos prendas de vestirsucias que usan como mantas. Encima de ellas llevan unos cuantos cachivaches que en la noche que hace en Dabeiba apenas se distinguen. La poca luz viene de la Iglesia y apenas deja ver las caras de las tres niñas y encima de una de las prendas una fotografía de la Madre Laura joven, en fondo azul, con el rostro muy blanco e iluminado y con el hábito de la congregación de María Inmaculada. Parece una virgen.
Las niñas levantan hacia la luz un llavero, una cadena, un prendedor para que uno que otro curioso que pasa a esa hora por el atrio los pueda ver.
—Mire la cadenita de la Madre Laura a tres mil —dice la mayor.
—Mire, para que se ponga en la camisa, a mil —dice la más pequeña.
—Lleve la fotografía a seis mil —dice la del medio.
Faltan poco para la medianoche del sábado 11 de mayo, hora en la que iniciarán los actos religiosos y los rituales indígenas que acompañarán en la distancia la canonización de Laura Montoya Upegui en el Vaticano. Por el cambio horario, la ceremonia dominicalen Roma empezará a las dos de la madrugada en Colombia. Hay trasmisión en directo por varios canales de televisión y no solohabrá vigilia y trasnocho en Dabeiba, también en Jericó, donde nació Laura, y en el convento de Belencito en Medellín, donde murió.
En el interior de la iglesia un joven con rasgos indígenas y botas de caucho pone a punto dos pantallas ubicadas a lado y lado del altar mayor. Tiene sintonizado —¿por ser televisión se podría decir "canalizado"?— el canal regional que a esa hora pasa una película de bollywood. Cine indio en tierra de indígenas.
Desde el atrio se ve el parque principal de Dabeiba, desolado, generoso y extraño, distribuido en jardineras geométricas con grama ymuros bajos, donde en el día los niños juegan y los mayores se sientan. En los muros de las jardineras hay pinturas con caras de indígenas, mestizos y misioneras y frases de la Madre Laura como: "Dabeiba había sido nuestro delirio, cada paso hacia ella era un paso a la dicha".
El parque parece oculto bajo una maraña de ceibas y samanes que en las noches lo hacen misterioso y en el día fresco y acogedor. A la derecha y en el centro hay un busto de John Henry White, ingeniero inglés que diseñó el trazado de la población a orillas del río Murindó y lideró su poblamiento en 1887, para crear un punto intermedio en el viaje entre Medellín y Urabá. A la derecha de Mr. White hay un árbol que dicen ser de caucho, con el tallo cubierto por sus propias raíces, como si fuera un mangle perdido en la cordillera. A sus pies hay un letrero que en lugar de identificarlo dice: "Santa Madre Laura, tú naciste para regocijar nuestros corazones".
Los árboles cubren el horizonte y no dejan ver la montaña que hay detrás de ellos, al otro lado del río que hace de límite natural del casco urbano, donde en lo alto destella un "Santa M Laura", hecho con canecas llenas de pedazos de llanta y ACPM, que fue encendido hace media hora como un homenaje antiecológico de la Alcaldía a la futura santa.
Veintisiete años después de la fundación de Mr. White, un 5 de mayo de 1914, a la edad de cuarenta años, llegó a Dabeiba esa mujer iluminada que cambiaría la vida del pueblo y encontraría en las estribaciones de la cordillera central el camino de la santidad.
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En un pasacalles puesto sobre la vía principal se lee: "Laura Montoya Upegui. El mundo celebra tu santidad"; sin embargo, la víspera de la canonización todo parece seguir igualen el pueblo; no es un santo lo que mueve a sus habitantes, lo que los ocupa. En Dabeiba hay catorce iglesias que compiten con la católica.
La vida sigue en un ambiente de tolerancia y desconfianza mutua entre indígenas, mestizos y blancos. En un restaurante, ubicado entre la Iglesia y las ruinas de una estación de policía, el dueño me cuenta sobre las seis tomas guerrilleras que han sufrido en los últimos años y me dice que no me fíe de los indios, que son capaces de engañar a cualquiera. En una tienda-cantina, a la entrada del pueblo, Eulalia Yagarí, Emberá que llegó a ser diputada, me habla de su experiencia con la Madre Laura, a quien leyó cuando estudiaba en el Instituto Misionero Antropológico. Me dice que Laura fue la única que quiso a los indígenas, que se enfrentó a una clase política que quería acabar con los salvajes. "En los ojos de los indígenas veía a Dios, como Santo Tomás de Aquino", dice.
En los hoteles hay habitaciones vacías, la vía principal, que es la misma carretera al mar de Urabá y que atraviesa el pueblo de lado a lado, mantiene su barullo de ventas callejeras de fritanga y comidas rápidas, de almacenes, tiendas, panaderías y restaurantes, de bares y discotecas enloquecidas resoplando vallenatos y rancheras, de motocicletas que van de aquí para allá, con tres y cuatro pasajeros, sin ninguna protección, con niños sentados en las piernas del conductor y en las del parrillero.
Pareciera que todas las mujeres del pueblo manejaran motocicleta, las jovencitas para ir de fiesta y las adultas para hacer sus diligencias; van como si estuvieran en un pueblo de playa, con sandalias, pantalones recortados y camisas de tirantes.
Dabeiba es un pueblo de tierra caliente rodeado de montañas, una isla tropical encallada a orillas de un río, una paila en la que se cuecela sangre ancestral de una de las comunidades indígenas más grande de Antioquia.
En estas tierras, producto de la colonización que buscaba oro, se formó una colada espesa —a veces empalagosa, a veces impotable— de indio, español y negro; de río, mar y montaña, que los más conservadores todavía llaman "raza paisa".El mismo nombre del pueblo, que se debate su pertenencia entre el nombre de una señora de apellido Hernández, benefactora de colonos, y una diosa y un tesoro indígenas —Dabaiba—, da muestra de la mixtura que allí se encarna.
En épocas de la conquista, los indígenas Catíos, que poblaban las tierras de Dabeiba, fueron exterminados. Años después llegaron los Emberá y reclamaron la herencia de sus hermanos. Hoy se conocen como Emberá catíos y en este municipio se asientan en 32 comunidades, repartidas en 10 resguardos, con una población total de 4.300 indígenas.
Hay indígenas de talla baja y piel oscura, los hay altos y de piel blanca, morenos de estatura promedio; los hay de ojos rasgados y también de ojos redondos; de ojos claros como los del Gobernador Mayor Misael Domicó y de ojos oscuros como los del profesor Espósito Álvarez, de la comunidad de Alto Bonito.
Si en algún lugar uno buscara el mestizaje expuesto en carne y hueso, tendría que ir a Dabeiba. Si en algún lugar uno buscara una exhibición de sincretismo cultural, entonces tendría que asistir a la vigilia de la canonización de Laura Montoya en la Iglesia de La Merced, en el centro de Dabeiba.
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Las que sí celebran la santidad son las misioneras lauritas que hay en Dabeiba, que se pasaron el día revisando la agenda de actividades que empezaría esa medianoche y se extendería hasta el mediodía del día siguiente, con la presencia del gobernador de Antioquia —la primera vez que el gobernador actual iba a ese municipio—.Era el día más importante en los casi cien años de historia de la comunidad religiosa fundada por la Madre Laura en 1914; más importante que aquel 21 de octubre de 1949 cuando murió su fundadora, pues estamos hablando del momento más cercano a la inmortalidad que podemos presenciar quienes vivimos entre católicos. Y ellas eran protagonistas.
Noventa y nueve años de soledad y, de repente, todos los reflectores las iluminaban, incluso los del más allá. Daban entrevistas a los noticieros de televisión, hablaban con los reporteros de los periódicos, su voz se escuchaba en los programas de radio.
Hacían sus tareas presurosas, porque les tocó organizar la celebración a las carreras —¿quién se iba a imaginar que el gobernador iba a dejar de ir a Roma y se iba a venir para Dabeiba a pasar el día entre indígenas y monjitas anónimas?—.
Una estaba en la comunidad de El Pital, a unos 30 minutos del casco urbano, donde Laura empezó su labor misionera, revisando el estado del camino que lleva a la piedra donde la santa se sentaba a orar y sobre la que hay un busto de su figura; otra levantaba bultos y regaba arena en los terrenos que tiene la comunidad detrás de la iglesia, donde Laura construyó una choza para darles clases a los indígenas, la monja intenta que la réplica a medio construir de aquella choza se vea lo más terminada posible; otra estaba reunida con el alcalde discutiendo cómo iba a ser la calle de honor para recibir al gobernador, dónde iban a estar ubicados los indígenas y los niños de los colegios, si la misa iba a ser campal o dentro de la iglesia; una más, que hace de directora encargada de uno de los colegios indígenas de la zona, estaba reunida con unos treinta profesores, de quince comunidades, preparando con funcionarios de la gobernación los términos de un "pacto por la etnoeducación" que firmarían al otro día el gobernador blanco, el gobernador indígena y el alcalde mestizo.
Misael, el Gobernador Mayor del Cabildo Indígena, presente en la reunión de maestros, tampoco había parado de atender reuniones y coordinar actividades. La noche anterior había estado en la casa cural enterándose de la participación de los indígenas en la vigilia, en la mañana atendió en la sede del cabildo a la comunidad que hizo venir de los resguardos y también se reunió con el alcalde.
En la reunión con los maestros miraba con atención la presentación de PowerPoint que hacía la monja del estado de los colegios en las comunidades. Una a una pasaban fotografías de las escuelas de Popalito, Nendó, Llanogordo, Mico grande, unos tambos a medio hacer, con latas oxidadas, techos sin paja, tablas quebradas, con tableros medio puestos sobre las tablas, con unas cuantas sillas viejas, sin elementos didácticos…
—Esa es la calidad de la educación que tenemos, doctora —dice un maestro.
—¿Pero ustedes por qué los dejan caer así? —dice la funcionaria.
—Lo que está viendo lo ha hecho la comunidad como ha podido, si no fuera por ellos no tendríamos donde dar clase —dice una maestra.
—Tenemos que incluir la infraestructura en el pacto —dice la funcionaria.
El domingo, delante de los habitantes del pueblo, con el gobernador blanco en la misma mesa, ubicada bajo una carpa en el centro del parque, Misael hablaría en español, duro y claro, y reclamaría una educación digna para su gente. Y los mestizos y los indígenas y los blancos lo aplaudirían.
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Las tres niñas todavía no han vendido el primer objeto. En las escaleras del atrio una familia indígena toma gaseosa y mira para el parque. A su lado, otra familia mestiza se ríe a carcajadas, una señora que acababa de pasar les preguntó: "¿a qué hora era eso de la canalización?".
La iglesia está a medio llenar. En el fondo, contra una de las columnas del corredor central hay un altar con un cuadro grande de la Madre Laura, con la misma imagen que venden las niñas afuera. La iglesia, que es una construcción sencilla, está reluciente, llena de adornos florales y de telas blancas y rojas que caen del techo y cubren las columnas.
En las primeras bancas están las misioneras y los indígenas del grupo musical y de danzas. Están uniformados con bluyín, camisetas deportivas, lazos de colores en la cabeza y las caras pintadas. Una niña Emberá, de unos ocho años, sostiene un crucifijo; otras tres muchachas de su etnia sostienen sendas fotografías de la madre Laura: joven con hábito negro, en la choza donde daba clases, ya mayor y con sobrepeso al lado de otras cuatro misioneras.
A las doce el padre da inicio a la vigilia. A la iglesia le quedan bancas vacías en la parte trasera. Una misionera anuncia la programación y llama a Marta Carupia para iniciar con un canto. Los presentes aplauden. La indígena, seria, vestida como mestiza, con camisa roja y pantalón negro, canta: "Creo en Dios/ mi mundo triste sin igual/ hay ganas de rezar/ pobre de mí/ Indio, yo soy indio/ por mi madre, mis abuelos, es la verdad/ Indio, si este canto llega al cielo, envuelto en lamentos, será verdad/ Indio, qué soledad, en esta tierra donde con guerras buscan la paz.
Cuando termina, los integrantes del grupo musical se levantan y caminan hacia el altar. Un anciano jaibaná trae un jaidé, una casa pequeña de los espíritus, con techo de hojas de plátano, y lo pone en el centro de la iglesia. Otras mujeres indígenas le ayudan a preparar el rito de sanación: ponen hojas de plátano en el suelo, dos figuras humanas de madera y una olla de metal de la que sacan agua y riegan el jaidé. Traen a una niña que hará de paciente. Empieza la música. Las mujeres indígenas bailan y gritan alrededor del jaidé, el jaibaná reza a la niña. Los feligreses se levantan de sus sillas y se agolpan al frente. Algunas señoras canosas miran con la boca abierta. Los gritos de una de las indígenas retumban en las paredes de la iglesia.
Afuera, en la calle principal, ha parado el barullo. El alcalde dio la orden de cerrar las discotecas a la una de la mañana. El único espectáculo que queda por ver en Dabeiba es el de los indígenas apoderados de la iglesia. Sincretismo tropical y de montaña en vivo y en directo.
En unos minutos la Madre Laura ascenderá a los altares de la iglesia católica y sus seguidores en todo el mundo verán la coronación de su obra: indígenas arrodillados rezando, arrepentidos y con culpa, pidiendo perdón por sus pecados; cantando en su lengua y bailando sus danzas ancestrales; invocando espíritus buenos para curar cuerpo y alma… Asimilaron las enseñanzas de Laura y le mostraron el Dios que ella quería ver en sus ojos. Y ahora, aunque sea por una sola noche, están en el centro del sitio sagrado de la mayoría; uno de los lugares donde esa mayoría tramita el reconocimiento social y define lo que considera bueno o malo.