Podría decirse que las batallas más duras las libra un niño rumbo a esa vida casi adulta que es la juventud. En ese tránsito, las decisiones, las palabras, las percepciones están todas permeadas por los entornos familiar, escolar y barrial, los campos de la guerra en los que cada bando moldea y domina con su propia y particular artillería.
En Piel de conejo, Richi nos devela, como protagonista y testigo, esos mundos en los que se va formando y deformando su carácter. Lleno de curiosidades y preguntas, atento a las voces e ideas de otras gentes y las suyas propias, en los diez cuentos que conforman la colección el alma de Richi se muestra dispuesta a descubrir, entender y amar. Aunque nadie parezca dispuesto a ponérsela fácil.
El autor nos presenta una palpitante puesta en escena de los conflictos del cuerpo y la mente humanas en formación; con una voz narrativa llena de fuerza y humor, creadora de imágenes cercanas y evocadoras.
Fragmento del cuento “El último vuelo de la Araña”
Después de que recogieron los platos de mi desayuno, me concentré en las moscas. Aterrizaban sobre la mesa y se frotaban las patitas delanteras como esperando y pensando. Todas hacían lo mismo: aterrizaban, avanzaban vacilantes y de pronto alguna idea malévola las hacía detenerse para frotarse las manos de nuevo y saborear ese pensamiento. Meditaban antes de emprender cada acción, así esta fuera mínima, como un corto vuelo o unos sencillos pasos. Mientras tanto, la familia estaba en la playa en un cuadro que me sabía de memoria: Fernando y Lucio sentados con sus whiskies y alrededor los demás tíos, las tías echándoles a los primitos cerveza con limón en la cabeza para que se volvieran rubios, la abuela saliendo del mar con su caminado de loro viejo, los primos grandes alegando que no botaran el trago, otros primos en el mar recibiendo las olas a puño, los chiquitos jodiendo en la arena, las primas bronceándose y recogiendo baratijas, otros primos dando vuelta en las cuatrimotos y otros más cismáticos, en la lamosa piscina llena de sus propios miaos.
Las comadres dispusieron bandejas y las fueron adornando con fruta picada. Siempre mi contacto con la fruta era en la playa y por lo general tenía que salir del mar, con los ojos salinos, y trinchar trozos de piña, papaya, mango, sandía, para luego volver a las aguas, mientras que ahora veía, en la frialdad solitaria de la cabaña, cómo las moscas atacaban la fruta y se embriagaban hasta la saciedad en un trozo de sandía o de piña. Con razón en la playa uno veía a las moscas lentas, bañadas en el zumo de la fruta, y uno creía que era por el calor, o que las moscas costeñas eran perezosas, pero en realidad llegaban allá borrachas y llenas, por eso era fácil cazarlas y tirarlas contra las dunas.
Era insólito presenciar el detrás de cámaras del paseo. Contemplar los pescados frescos con sus ojos vivos, que luego porcionaban para el almuerzo, ver cómo barrían el gran salón entre cuatro bajo un silencio de iglesia, cómo iban entrando y saliendo de cada dormitorio con sábanas y toallas. El silencio y la paz fresca que reinaba cuando la familia estaba en la playa. Las comadres deben estar cansadas, pensaba yo, deben estar felices porque ya casi nos vamos. En todo caso, nunca perdían la picardía y mientras cumplía mi castigo en la mesa me miraban con una sonrisa que intentaban ocultar sin éxito en el palo del trapero; se debieron haber deleitado con el show que protagonizamos los hijos de los patrones.