La gente vivía bien en San Gladiolo. Vivía
tranquila, sin nada que los molestara. De vez en
cuando una plaga de mosquitos o una ola de
calor, pero nada más. Era como cualquier pueblo
común y corriente: todos trabajaban, descansaban,
comían, celebraban… Pero un día todo
cambió. O al menos cambió por un tiempo. Un
día la gente se despertó y no había botones. Así
es. Los botones se habían ido. Los pantalones,
las camisas, las chaquetas, las corbatas... Bueno,
no, las corbatas no, pero los pantalones y las
camisas, las chaquetas y los chalecos, estaban
sin botones. Era como si un ladrón los hubiera
robado.
–¡Auxilio, policía! –gritó una señora por la ventana–. ¡Me han robado los botones!
No era la única víctima. Todo el pueblo estaba sin botones. En casa de Don Laurentino, el banquero, no había ningún botón y tuvo que salir a trabajar en ropa interior porque los pantalones se le caían. ¡Imagínense a un respetable hombre de negocios caminando en calzoncillos por la calle! Todos estaban así, sin ropa que ponerse. Algunos se atrevieron a salir a trabajar en ropa interior. A los niños en el colegio les dio igual.
Llevaban ropa interior de colores, de muñequitos... Y no le pusieron mucho cuidado después de un rato. Pero a los profesores no les dio igual. Muchos tenían ropa interior aburrida y sin colores, y se sonrojaron al entrar al salón. El caso es que nadie sabía por qué habían desaparecido; no había ni rastro de los botones. Ni siquiera en las tiendas. Ni en los costureros. Ni los maniquíes sabían del asunto.
Don Honorio, el alcalde, se preocupó. Claro, si la gente no puede salir decentemente a trabajar, la economía se derrumbará. Nadie cultivará tomates para la sopa de tomates. Ni coliflores para la crema de coliflor. Aunque eso alegraba a los niños, a ninguno le gustaba la crema de coliflor. Entonces, el alcalde llamó al Ejército y a la Policía: ¡necesitaba ayuda urgente! ¡Era un asunto de emergencia! Pero el Ejército y la Policía también aparecieron en calzoncillos. Qué graciosos se veían con cascos y botas, pero en calzoncillos.
La gente tenía miedo. “¿Qué pasó con mis botones? ¡Ya no hay seguridad!”, decían. Pero en realidad no era la seguridad lo que les preocupaba. Lo que pasaba era que les daba vergüenza salir a la calle en ropa interior. ¡De solo pensarlo se ponían rojos como un tomate! A otros les daba igual. Es más, estaban más contentos. Se sentían ligeros como el aire. Al alcalde le había tocado armarse de valor y salir a su oficina sin pantalones ni camisa. Era el alcalde. Tenía que dar ejemplo...