Un sonido le cambió la vida para siempre al niño Elkin Ramírez. Apenas le había dado dos o tres mordiscos al helado que llevaba en sus manos y la música que llegaba desde una terraza le hizo olvidarse por completo que el sol de esa tarde de Medellín iba a derretir sobre su mano la golosina que había comprado junto a unos amigos del barrio en una heladería de Laureles. No le importó. Se detuvo y buscó bien de dónde venía ese sonido. Estaba impactado. Al final pudo identificar el lugar.
La música que bajaba desde esa terraza, en la carrera 70 con circular tercera, no era como la que había oído antes. Sonaba distinto a los discos que cada fin de semana su padre ponía en la casa. Esa tarde la banda Judas, una de las más importantes de la génesis del rock local, daba uno de sus acostumbrados shows de diciembre en ese lugar. Así, mientras el helado se derretía en sus manos y sus amigos lo acompañaban en su sorpresa, Elkin, de 13 años, asistió, sin proponérselo, a su primer concierto de rock. Desde ese día nada fue igual.
La familia Ramírez Zapata, compuesta por el matrimonio de Daniel y Oliva; y los cinco hijos Sonia, Elkin, Doris, Clara y Daniel Felipe, siempre vivió en el barrio Belén. Inicialmente, en 1966, se estableció en los sectores Las Mercedes y Vicuña, arriba de la carrera 80 entre las calles 30 y 33.
Eran los tiempos de esa Medellín de vecindarios con casas de puertas abiertas y noches de convite en las aceras donde los vecinos se tomaban una cerveza mientras departían y charlaban de lo sucedido acompañados por un tango, un bolero o alguna canción de música romántica que salía de un radio que se apagaba antes de las nueve de la noche para dejar dormir a los vecinos.
Todavía la urbe no tenía ese vértigo de décadas posteriores y, cada tanto, los barrios se iban llenando de familias que llegaban del campo antioqueño o de otras ciudades intermedias del país. La diáspora continuaba hacia una ciudad que todavía recibía con los brazos abiertos a quienes querían buscar un mejor porvenir. Como muchas de las familias de ese sector de Belén, los abuelos maternos de Elkin venían de La Ceja, en el Oriente de Antioquia, y sus abuelos paternos eran del Eje Cafetero.
“Las primeras imágenes en la casa son muy bonitas. Una niñez de barrio jugando pelota, béisbol, fútbol, voleibol, escondidijo y guerra libertada. Eran tiempos muy buenos”, recuerda Elkin.
Los amigos de esa infancia despreocupada y de grandes libertades duraron pasada la primera década de vida para Elkin. Casi a la par del momento en que vio tocando a Judas en esa terraza. Después, ya metidos en los compromisos escolares, los niños se fueron llenando, poco a poco, de responsabilidades y esa amistad callejera pasó a ser un gran recuerdo en cada uno de ellos.
Pero esa semilla del rock, plantada de manera firme en Elkin, iba a tener otro impulso para seguir creciendo. Con los quince años ya cumplidos su hermana Doris lo llevó a una fiesta donde unos amigos. La reunión era un ensayo de Nash, otro de los grupos pioneros del rock de Medellín. Allí Elkin se sorprendió, ya no solo con la música, sino con la figura de los integrantes de la agrupación. Todos eran altos, de casi uno con ochenta metros, tenían el pelo largo y parecían de otro planeta por sus atuendos y la seguridad con la que interpretaban sus instrumentos. “Me impactó mucho la figura de ellos. Sobre todo la de Víctor García, quien cantaba y tocaba los teclados”, dice Elkin.
Elkin estudió hasta segundo de bachillerato en el colegio Calasanz pero se aburrió. “Siempre he creído que el mundo no era solo lo que los curas decían. Siempre me he sentido muy lejano a cualquier dogmatismo. Mi espíritu es más liberal”. Y esa rebeldía, ya de los catorce años, lo llevó a perder el curso para que lo echaran del plantel. Pero se lo llevaron al colegio Salesiano. Otra vez una institución con curas. El resultado no parecía difícil de anticipar: se aburrió de nuevo.
Pero, mientras los resultados en la educación tradicional parecían estancados, Elkin seguía muy ligado a la pintura y a la literatura. En ese momento conoció a unos amigos que se encerraban a pintar hasta altas horas de la noche en la casa de Germán Jaramillo Botero, familiar del maestro Fernando Botero, en Belén La Gloria.
Y fue allí en esa pequeña casa donde escuchó el primer cassete de Led Zeppelin. Eso le voló la cabeza. La voz que salía de esa grabadora, que al principio pensaron que era de una mujer, los metió en el rock para siempre.
A los dieciséis años, fiel a ese espíritu rebelde, se escapó de la casa y se fue para Bogotá a trabajar en un bar. Estuvo cuatro meses en la capital. Se había ido en busca de un taller de pintura de un gran maestro. Quería ser artista de cualquier manera y pensaba encontrar un profesor que le enseñara. Por qué no Manzur o Grau, podría ser un gran pupilo. Pero no lo logró.
Las cosas se pusieron difíciles en esa expedición a la capital. Había viajado con su amigo Germán Jaramillo, pero al llegar a Bogotá su compañero de viaje se le perdió, nunca más lo volvió a ver. Un joven llamado Leo le ayudó a alquilar un cuarto en la calle Cero, abajo de la avenida Caracas. Era un pequeño lugar con un baño comunal y el agua era helada. Una pensión fría y hostil. Para pagar su vivienda tuvo que buscar trabajo y lo único que encontró fue servir tragos en el bar La Carreta.
La Carreta quedaba en la calle 22 debajo de la Caracas y era un lugar frecuentado por actores y gente del espectáculo. Allí no hablaba con nadie. Los clientes solo pedían trago y ni siquiera intercambiaban palabras con el joven que estaba detrás de la barra.
Las cosas no funcionaron y a Elkin le tocó volver derrotado a Medellín. Por vergüenza no volvió a su casa paterna y se estableció donde sus abuelos maternos en el barrio Vicuña. Pero su trasnochadera no compaginó con el modo de vida de ellos y tuvo que regresar al hogar de sus padres.
En 1978 llegó al colegio Camilo Torres en Buenos Aires, barrio de Medellín. Ahí se encontró con jóvenes expulsados de otros establecimientos. Se juntó con estudiantes que leían a Sartre, Rousseau y Pappini. Eran muchachos de otros estratos y con otras inquietudes culturales. Ahí se sintió identificado. En tercero de bachillerato conoció a Wilson Fernando Montoya y construye una relación de amistad basada en la música rock.
“Cuando en el salón de clases hablaban de algún tema en el salón de clases ya lo conocía. Era muy tímido y solo me les acercaba a las niñas para que me ayudaran en matemáticas. También me acerqué, con Wilson, mucho más a la música”, dice Elkin.
Wilson recuerda que por esos días Elkin no era tan conocedor del rock and roll o el hard rock y él fue quien le enseñó los trabajos de The Rolling Stones, Queen, Led Zeppelin y Black Sabbath. “Los primeros conciertos a los que asistimos fue a los de bandas como Fénix y Nash. Por esos días los seguíamos bastante. Ellos tocaban covers espectaculares de los grupos extranjeros que a nosotros nos gustaban. Íbamos al Parque de Banderas o a La Macarena y a otros lugares de la ciudad para verlos tocar. Elkin se fue metiendo mucho más en el rock y le tomó mucho gusto a ver músicos en vivo”.
Una vez, tras uno de esos conciertos en el Parque de Banderas, varios de los asistentes –recuerda Wilson–, se quedaron tomando unos vinos en el escenario. “De una manera espontánea Elkin se paró y empezó a cantar un tema de Led Zeppelin. Todos lo aplaudimos porque de verdad lo hizo muy bien. Esa fue la primera oportunidad de él en una tarima interpretando una canción ante un público, en este caso improvisado, y ante un grupo de amigos”.
En esa época Elkin fue por primera vez a fiestas en donde se encontró con música de Jethro Tull, Fogat, Emerson y Lake & Palmer, entre otras bandas. También empezó a hacer amistad con Rubén Darío, otro compañero de clase, que vivía sobre la calle San Juan, arriba del desaparecido Teatro Rívoli. “Al lado había un bar de rock llamado Lemon y nosotros, que éramos menores de edad y no teníamos un peso, nos íbamos al patio de su casa y oíamos la música que programaban en el lugar”.
La literatura y la música fueron la herencia que Elkin recibió de su padre, gran aficionado a los libros y a los discos. “Él siempre traía del trabajo cuatro o cinco discos. Los sábados en la tarde y los domingos en la mañana nos despertaba con musica clásica mientras hacia el desayuno. Nos despertábamos con canciones de Mozart, Tchaicovski, Chopin y otros grandes autores”.
Aunque en esas jornadas matutinas también sonaban discos de Piero, Ana y Jaime, Facundo Cabral, Nino Bravo, Raphael y Joan Manuel Serrat, entre otros. “Cuando se terminaba un álbum de Piero sonaba un tango o una polka –recuerda–. Era una combinación muy especial”.
Pero días después hubo algo que le cambió la percepción que tenía de esa música que oía en la casa. Su padre llegó con álbumes de Tom Jones, The Platters y The Beatles. Eso le llamó mucho la atención porque era algo totalmente diferente a lo que había sonado antes en ese tocadiscos Sharp.
“Me fui a trabajar en ventas a Venezuela, cerca de Caracas, y cuando regresaba a la casa, cada dos o tres meses, le traía casetes de grupos de rock que no se conseguían en Medellín. También le regalaba los materiales de pintura porque me gustaba mucho impulsarlo en ese arte. Eso lo ponía muy contento”, dice Daniel Ramírez, padre de Elkin.
En el Camilo Torres tampoco terminó su bachillerato. Cuando su padre volvió de trabajar en Venezuela puso las cosas en su sitio. Le dijo que si no quería aprovechar la oportunidad le tocaría trabajar para pagar sus estudios. Y así sucedió.
Iniciando los ochenta, el padre de Elkin entró a trabajar a la textilera Comercial Antioquia y Elkin entró a laborar, por recomendación de su progenitor, como mensajero y bodeguero en el mismo lugar. Trabajaba en las mañanas y, en las tardes, estudiaba en el desaparecido colegio Miguel de Unamuno, del barrio Laureles. Allí congenió con una filosofía más liberal. Mientras estudiaba pintaba y vendía algunos cuadros para solventar sus gastos.
Cada fin de semana Elkin dejaba sus ocupaciones y se iba para donde su amigo Wilson en el barrio El Salvador. Allí se documentaba sobre el rock. Pero como no hay plazo que no se cumpla, él finalizó sus estudios en la jornada nocturna de la Escuela Remington, arriba de la avenida Oriental, en el barrio Boston.