Presentación
Familia, de Jairo Osorio, es un relato descarnado sobre el ser antioqueño. Una mirada profunda sobre las raíces espirituales y sicológicas de una raza, y también de una forma de afrontar la vida.
En esencia, es un texto sobre la muerte. La de los seres queridos del narrador que este redime como memoria trascendente de su vida. En un lenguaje auténtico, inmemorial, el libro también versa sobre la tristeza y los caminos oscuros de los hombres.
Novela íntima de Antioquia. Esta saga familiar retrata a una región de estereotipos falseados por la propaganda oficial. Colonos del suroeste, presumidos devotos de la religión y el trabajo, favorecedores de políticos, contrabandistas y guerrillas, afectos al sexo y la bulla, configuran una obra seductora sobre el otro antioqueño de la historia. Ángeles y demonios en un libro fidedigno que revela, desde sus entrañas, las contradicciones de la sociedad paisa.
Fragmento
II
Mi padre murió el viernes veinticinco de noviembre de mil novecientos ochenta y ocho. Se dice fácil, pero hace ya un cuarto de siglo que sobrevivimos sin él.
Antes de morir, pasé un mes completo al lado de mi padre en el sanatorio donde lo atendieron durante su enfermedad. Lo amparé cada noche y todos los amaneceres de aquellos treinta días de incertidumbre por su salud. Yo era el único de sus hijos, y de la parentela, que tenía el tiempo, y mayormente, la disposición para hacerlo. Nunca temí un final triste de la vigilia con ese hombre mayor. No hubo momento para imaginarlo, a pesar de su fragilidad diaria. Mi padre se moría a mi lado y yo nunca lo supe. Los cirujanos del ambulatorio, y mi hermano, quien también es médico, sabían de la gravedad del asunto; la familia, de ningún modo. Siempre nos velaron el estado real de mi padre, tal vez por misericordia, pero desde entonces descreo de esa compasión que manifiestan practicar los facultativos. ¿No es mejor saber que el padre hinca el pico acompañado de su hijo?
La tarde en que le dieron de alta en la clínica murió en su casa, a la siniestra de mi madre. Durante la noche se quedó profundo del todo, y para siempre, en su propio lecho. Cuando mi madre despertó, la frialdad del cuerpo le descargó el hachazo brutal de su muerte.
Yo lo había dejado aparentemente tranquilo en su habitación esa noche. Al otro día el teléfono a las seis de la mañana me arrojó la bocanada de un viento agudo que por poco también casi me lleva. La hermana me anunció, entre llantos, la noticia de mi padre. Antes de que me lo dijera, su ahogo me anticipó lo que nunca había esperado. A mi edad no se espera la muerte. A los treinta y cuatro años todo sucede, menos aquel golpe bajo y traicionero que encarna el fallecimiento de un padre.
Una vez llegué adonde él su rostro aprisionado con un trapo blanco me reveló la crueldad de la tierra yerta. Los surcos callosos de su frente abreviaban para mí su existencia de sesenta y ocho años de trasiego por entre la ruralidad hostil de su comarca y el albur diario de la barriada de rameras y ladrones de la capital, en donde batalló sin descanso media vida, en busca de la crianza de los suyos. La piel encañonada, seca, de su entrecejo en aquel minuto, es la herencia que codicié tener para la mía. Una aguja no la penetraba fácilmente, de lo curada por el sol y el viento de tierra fría. Retrato de una conciencia dueña de sí, su talante era el de un prójimo que obró sereno en el temporal que entraña coexistir con los semejantes en esta ciudad miserable.
Cogí su rostro entre mis manos y lo besé. Me confundí con él. Mis lágrimas enjugaron su tez helada. Tal vez le musité algunas palabras que decían mi dolor. Mi madre permanecía sentada en el comedor de la casa, mientras yo trataba de entender la mudez definitiva del hombre que yacía en el dormitorio. Resignada mi madre, igual a como la vi en otras circunstancias parecidas. Invariable, guardaba silencio, tragaba sus dolores. Cuando murió mi padre, cuando murió su hijo, cuando murieron los abuelos y sus hermanos. Guardaba silencio siempre. Sin llorar. Tierna, bella, piadosa. Sola con el rosario de cristales entre sus dedos blancos.
La enfermedad me asusta. Me acobarda la posibilidad del resquebrajamiento físico. Me intimido fácil con las adversidades, por pequeñas que sean. Incluso, evito saber que alguien enferma o muere. Soy un espantadizo. De toda cosa tengo miedo. Aun así, enfrenté las agonías de mi hermano, de mi padre, de mi madre. Recuerdo que hasta la de mi abuela Mamá Ana. No otras a las que también debí asistir, porque en definitiva el sufrimiento me estremece. Todavía me pregunto cómo ocurrió con ellos. ¿Se sobrepuso la obligación al pánico? La mayoría de mis parientes han muerto y sólo con el tiempo me llegó la noticia por algún conducto. En una conversación de sábado, o de final de año, cuando me apandillo con sucesores de ellos en los festejos de Navidad o en una visita ocasional. Ayer, por ejemplo, metiendo baza con la última hermana de mi madre que sobrevive a todos, me enteré de la suerte de gente que yo todavía daba por viva en esta brega diaria. Por Dios, cuánto hace que murió Pastorita Montoya, me dijo, sorprendida. Pero el sorprendido fui yo. ¡Qué carajos iba a saber que había muerto Pastorita! Ése es el lío. Se mueren personas que uno no está al tanto de que viven.
El terror que debí sufrir con la evidencia de mi padre muerto, ahora es un velo de niebla. Lo son también los desenlaces de mi hermano y de mi madre. Hay días en que los recuerdo en sus últimos momentos y lloro. Pero entre llorar por sus recuerdos y sentir pánico porque los supe enfermos hay un trecho largo que sólo el tiempo sabe calmar.
A mi padre lo enterramos el mismo día de su muerte. Siempre hemos corrido a enterrar a los nuestros. Parece que nos obligara una pena ajena; como si fueran una plaga contagiosa. Me he preguntado después el porqué no aguardamos más días para deshacernos de sus cuerpos; por qué no pudimos estar con ellos una semana, asimilando la pena, igual a como lo hacen los indios del Darién o los negros de las costas, que se beben y se gozan a sus muertos hasta nueve noches seguidas, en medio de los alborotos descomunales de los afligidos, los vecinos y las lloronas profesionales de la región.
A los míos los arrojamos rápido al foso sin dejar que exhalaran su último suspiro. Cobardes. Cómo no aullamos varias tardes aquellos dolores. Lobos dolidos que no hicimos el duelo junto a nuestros lobisones. Sólo a mi hermano lo retrasamos dos días en espera de la llegada del padre que venía de su pueblo, donde estaba radicado, gozando de su propio retiro sin pensión. Le avisamos que se viniera, sin decirle que su hijo preferido había muerto. Fingimos una urgencia casera, pero su sentimiento de progenitor le conjeturó en el camino lo que acechaba al final de su retorno imprevisto a la ciudad. A mi madre le hablamos de un accidente de tránsito, para que su diabetes no la postrara más, pero entregada y dolida preguntaba si estaba muerto su hijo. Agarrada a mi mano, me miraba implorante para que le dijera la verdad. En cualquier momento, en la misma silla del comedor donde lloró después a su esposo, también lagrimeó cuando le confesé la muerte de Darío. No podíamos aguantar más los dos. Ella tenía que saber lo que yo supe desde que lo recogí en la policlínica municipal, al amanecer de ese viernes de luto, cuando lo mató de un balazo en la frente un cantinero vecino y perturbado.
La velación de mi padre juntó una ralea diversa que afirmaba lo que encarnó su vida. Por un lado, la gente de sangre, hermanas solteras o viudas, aquejadas por los achaques de la pobreza y la salud, y hermanos sencillos que se consumieron en el alcohol y la inutilidad para hacer plata; acompañados de los sobrinos que tanto lo querían por la forma de asumir su relación de tío próvido y llano. Por el otro, los contertulios de su vecindario de Guayaquil: tropa sin oficio, coteros, chanceros, abarroteros, madereros, agiotistas y prestamistas, mercaderes, quincalleros, choferes, meseras agradecidas y jóvenes tenderos formados por él, en las jornadas extenuantes de los cafés de Pichincha, Faciolince y Maturín. De todo, un poco. En suma, gente humilde: la nación de un chacinero.
También acudieron los parientes de mi madre, él no vivió indiferente al cultivo de esas obligaciones. Sólo faltó su concuñado más próximo en afectos y jugarretas. Remontado con su segunda esposa en los baldíos de San Sebastián, el negro Vergara vino a enterarse al domingo siguiente, cuando bajó por las provisiones de la quincena a Turbo. Entonces allí, por teléfono, le contaron sus hijos la mala nueva en la familia. Yo lo sentí mucho, porque a Manuel lo tuve como a otro padre en algunas vacaciones de la infancia. Conocí a Barranquilla trasteado en uno de sus camiones, un diciembre que escuchamos la pólvora de bienvenida del año nuevo en plena carretera por las sabanas del Caribe. Dormitábamos sobre el hierro frío de la chatarra que transportaba, cuando un estallido repentino y violento nos despertó. Supimos que eran las doce de la noche por el traqueteo de los fulminantes y el granizo de los voladores sobre los pueblos aletargados que cruzábamos por aquellas praderas ardientes. De estudiante jugaba fútbol con su prole, cada semana, en la explanada que se avistaba ahora desde la casa de velación: la placita de Zea. Los primos vivían detrás de aquel parque antiguo, sobre Cúcuta, al frente de la Casa Conservadora, ocasión que aprovechaba para divertirme con el único deporte que nos permitíamos los pobres en los años sesenta. El zócalo irregular de manga era nuestro patio de balompié preferido.
Ajenos a la casta de parientes y vecinos, asimismo llegaron mis pocos amigos de siempre, solidarios con el ramalazo con el que me desperté a las obligaciones de adulto, esa mañana. Asistieron con la tranquilidad que les daba la profesión, hasta el punto que las carcajadas estruendosas e insensatas que se oyeron en el velatorio de la placita de Zea, donde celebrábamos la pompa, fueron las de ellos con las ocurrencias de periodistas desatinados.
En medio de la vigilia, la única mujer que me abrigó cariñosa fue la amiga formal de aquel tiempo, la hija menor de un importador y distribuidor del acero en la antigua Calle del Medio. Sinceramente abatida, uniformada con su minifalda juvenil de niña próspera, sus manos estuvieron asidas sobre mi cuerpo dolido hasta que el féretro desapareció ante nuestros ojos ese atardecer. A Nora la había rescatado de los alborotos de Urabá, en donde ella asesoraba a los empresarios bananeros en asuntos sociales para la negrería, y yo predicaba a esa chusma insaciable modales de buena educación y trato patronal respetuoso. Su trasero exquisito de mujer blanca competía con las grupas más singulares de la negrada. Sus asentaderas las aclamaban en la región. Con las ancas en usufructo yo me jactaba por haberme hecho a ese trofeo; nadie lucía más feliz que yo cabalgando en aquellas posaderas soleadas; aceradas en los calores de las dunas playeras y en la fatigas de sus recorridos diarios por las terrazas de las plataneras. Metida en sus calzoncitos de algodón o a culo pajarero se tornaba incuestionable. Años después, al llegar la moda de la silicona a Medellín, el resto de las chicas quisieron tenerlo idéntico al de Nora: rotundo, duro y alto. Cada una soñaba su ladera igual a los flancos de un auto deportivo.
En cambio, M., la amante, no acompañó el cortejo. No estuvo ni en ésta ni en mis otras penas. Su condición de adúltera la contenía para dejarse ver entre los míos. Por pudor o por complejo. Los ocho años de ventaja que me llevaba en edad la apocaban para mostrarse cercana a mí en las ceremonias públicas. Ahora sé que tampoco asistirá a mi entierro, aunque acompañó solícita los inesperados de sus amantes anteriores y concurrentes con el mío. Fisgona por hábito, o tal vez sinuosa por su talante, los quiso ver sepultados en contra de mi censura de concubino titular. A mí, estoy seguro de que no me verá rígido entre los listones de caoba. Su amor delirante de más de tres décadas la paraliza para acudir a mis tropeles. Tanta promiscuidad crónica debe ser su tormento, o su coartada. Querrá preservarla en secreto, como casi todas las mujeres del barrio con las suyas. La yunta pública de Berta y Peter fueron los únicos que se atrevieron a disfrutar su amancebamiento a la luz del día y de la sociedad.
Terminada la ceremonia fúnebre, regresé al único lugar en el que me sentía seguro. Continué mi duelo en la barra del bar San Cristóbal, sentado en una butaca de madera, sobre la calle Pichincha. Solitario ya, me anclé allí; sabía que M. iba a llegar en cualquier momento.
En efecto, ocurrió poco después de las seis de la tarde. Venía de cualquier lado, de hacer tiempo con su cobertera por entre las calles del centro de la ciudad, porque del mismo modo también sabía que yo estaba en aquella esquina esa noche. Me acompañó el tiempo suficiente que tardaba ella en tomarse un trago de ron. Yo alcancé hasta los tres, bebidos en silencio dentro de su vehículo, porque nunca se atrevió a entrar al café. Lo que me dijo, o lo que calló, ya no lo recuerdo. Nos queríamos tanto en aquel tiempo, que todo pasaba por las caricias atrevidas y apuradas que nos provocábamos al encontrarnos, así estuviéramos en el lugar más inapropiado, y aun con nuestra alcahueta pública al lado. Nos besamos y manoseamos allí, seguramente, y excitamos los cuerpos; ésa era la forma de comunicarnos las emociones.
Cuando M. se despidió, yo continué aferrado a la barra hasta caer la noche, acompañando al hermano menor, quien había heredado el bar desde mucho antes de que mi padre muriera. En realidad, desde que murió Darío. Desde que mataron a Darío.
Por momentos, algún parroquiano se arrimaba para darme el pésame. Lo expresaba glorificando los dones de mi padre: su integridad de jornalero y su capacidad de trabajo. Persistente, sea el que fuera, ordenaba al camarero otro ron para mí. Así acabé la noche de aquel viernes luctuoso. En la barra de la misma cantina donde terminó criándonos mi padre.