UNA FLOR EN LA SOLAPA
JOTAMARIO
El Nadaísmo era para uno volverse loco. Quisimos hacer de éste un mundo color de rosa aunque no se consiguiera una flor. Pero a pesar del vitalismo que desplegamos en la empresa, la sociedad inconmovible continuó y continúa la maratón de su suicidio. No hay testamento para los profetas de estos climas mundiales. El que ve más allá tiene a la larga que acudir al optómetra. Y poner sus visiones a paz y salvo con la ceguera del planeta.
Este Humberto Navarro, que hablando seis idiomas no consigue hacerse entender, no requiere de otra hermenéutica que el puro amor y la desprevenida conciencia. En El amor en grupo se dislocan las dimensiones, no es necesario que en un párrafo terminen conversando los mismos personajes que empezaron el diálogo, ni en la misma ciudad o lugar y han podido pasar los años. El hilo conductor es tal vez esa orquestación del espíritu enfermo por la palabra. Las anécdotas se suceden como si no pasara nada, como pasa en la realidad en el mundo del viento y de los sucesos. Nada tiene importancia, así sea un sacrilegio o el amor de un muchacho por los caballos. Y si a la cárcel vas a dar será sólo a cambiar de patio de criminales. Y si en el cementerio vas a hacer el amor más placer sentirán los que yacen tendidos contra su voluntad. Porque todo es indiferencia. Pesimismo pero del bueno.
Si no llega Carlos Lohlé con su misión mesiánica editorial rescatando para Latinoamérica la semilla de sus creadores, esta obra estaría perdida. Y con ella la novedad de un estilo narrativo macerado de poesía.
Hace bien Humberto Navarro en estar hoy en Envigado cultivando rosales para vivir y también el tedio. Demasiada ciudad encementa el alma. Con sus cinco autores: Faulkner, Proust, Rabelais, Marechal y Borges, su mujer y el niño y la niña, suficiente familia tiene para casa de campo y un sol sereno, bajo el cual trabajar en otra novela esta vez con diálogo triple: lo que piensa el personaje, lo que quiso decir y lo que al fin dijo, con el ánimo de inyectar “un poco de novedad dentro del género, aturdido –según él– por la falta de innovación y de experimento”.
Nota póstuma
CACHIFO
EDUARDO ESCOBAR
El domingo por fin se quedó quieto, en su casa de Cogua, cargado de años y de deudas, Humberto Navarro, Cachifo, un personaje singular e inolvidable en el núcleo de los poetas fundadores del Nadaísmo en Medellín. De cuyo bolsillo, porque era el único de la pandilla que se daba el lujo miserable de trabajar, salieron los cincuenta pesos, un platal entonces, que financiaron la publicación del Primer Manifiesto Nadaísta en la Tipografía Amistad, situada en uno de los barrios calientes de la Capital de la Eterna Primavera.
Cachifo atendía a todas las necesidades de los integrantes del grupo. En materia de cigarrillos, café, comida y aguardiente, y hasta los cines con las novias, como un verdadero padre. Era un hombre de una generosidad increíble, como si tuviera las manos rotas y el corazón de mantequilla. Y de una insolencia también a toda prueba, que lo convirtió más tarde, cuando con la literatura llegó la inopia, en un campeón incomparable de esgrima. Una vez vino a venderme su sable. Yo me negué a comprárselo. No puedes vender la herramienta de trabajo, Cachifo. Sería una irresponsabilidad. Le dije. Él sonrió.
Al principio del movimiento, Cachifo fue sobre todo, de tiempo completo, un mecenas espléndido. Y poeta y pintor de sábados. Como si vacilara entre el arte y la vida de los seres normales que no añaden problemas ni propósitos estéticos a las cosas por sí mismas problemáticas. “Cumbia”, uno de sus cuadros, pintado en el año sesenta, fue el que enviamos los nadaístas al poeta beat Noel Cassady, condenado en una corte gringa por porte de marihuana, con nuestra solidaridad y un porro que debió fumarse la guardia.
Solo después, en Bogotá, muertos sus viejos padres, Sofía y Delio, que eran el motivo que lo obligaba a la degradación del trabajo remunerado, se olvidó de todo y se entregó a golpear a puño de gladiador una máquina de escribir Olivetti con una pasión demencial que hacía retumbar el pequeño edificio en La Candelaria y saltar las teclas por los aires. De la gimnasia formidable, que yo debí aguantar desde que amanecía, porque fui su huésped un largo tiempo, surgieron las novelas Alguien muere al grito de la garza, primera que escribió y también la primera que publicó, y El amor en grupo, relación lírica de los primeros años del nadaísmo, en el sello argentino de Carlos Lohlé.
Libros densos, de hallazgos, experimentos y desgarramientos, abigarrados, oscuros, salidos del entusiasmo cachifrenético, de la iluminación, o la cachifrenia, que fue el nombre que sus amigos pusimos a su estrambótica manera de asumir este mundo y a su incapacidad para estarse quieto. Fui testigo de las rompezones, de las arduas peleas por sus primeras obras. Las últimas, en cambio, me parecieron en exceso desbarajustadas, como si hubiera tomado en serio la cachifrenia que le atribuíamos. O por algo peor.
Una vez alguien hablaba de las dificultades que impone la escritura mientras más la ejercitamos, y Cachifo dijo: Ya no corrijo. Escribo a las volandas ahora. No le respondí que se le estaba notando para no herir su susceptibilidad de monja. Era un alma muy vulnerable a pesar del corpachón y lo estentóreo que podía ser en ocasiones.
Cachifo era de un humor sombrío. Implacable. Solía decir: Algunos creen que para ser brillantes basta apretar el culo como las luciérnagas. Y también: Algunos tienen el cerebro tan estrecho que no les cabe ninguna duda.
Si el mundo lo enternecía hasta los tuétanos también sabía entresacarle sus aspectos cómicos y amargos. Una vez, en una crisis de nervios, después de la holgura las dificultades atenazaban y reventó, acabó en una clínica de reposo. Cuando nos volvimos a ver me contó su drama. El delirio de persecución. Y todo eso. Pero agregó, confiado: Ahora estoy mejorando. Ya me persiguen solo dos tipos. Antes eran cuatro. Nunca fue más que un niño grande, confuso, inquieto y bueno, refugiado en la literatura, con una divisa: el mundo es verde, y sin embargo no hay esperanza.
Bogotá, 8 de julio de 2003, 05:00 am
Periódico El Tiempo .
FRAGMENTO
Vi a Eduardito cuando saltaba de su casa hasta Guayaquil. Gutiérrez me dijo que le faltaba un resorte vital, un poco después de haber cazado la pulga en mi muslo derecho y beber un sorbo de café en “La Romana”.
Estiraba su brazo derecho y trataba de tomar una parte del mundo mal iluminado, escupía preguntas y soflamas y naufragaba finalmente en un elemento diluido en blanduras, en pasajes rosa. En esos momentos me había regalado su libro Del embrión a la embriaguez.
Se atragantó con el mundo: lo sé. Pájaro azorado, moscardón que agoniza. Estrechado por falsos fuegos busca por ahí. Oso abrupto enrazado en babosa, enclenque. Captó muy bien a sus antepasados en sus gestos. No hay para él luces ni guías ni disciplinas.
Cohete disparado contra un astro que meramente se imaginó. Figura de un cuadro del Bosco. Todavía cree en la perplejidad como si fuera un valor.
Un hálito recordado en el parque. Cierto tipo de certeza sulfurante; no cosificado, no una ficha más –pensaba–, en tanto que por sus muslos subían caracoles violetas.
Fíjense bien, aquí comienza el gran deterioro. El precario desintegrarse del espíritu enteco. Un grupo se aglutinará como un cometa chispeante, para no mejorar a los demás, tal vez para construir una ventana y hacer que miren por ahí mismo la belleza.
En el morro del Pandeazúcar oigo su carcajada; grito abreconsciencias ante el sistemático empequeñecimiento de lo rodeado. Circumbagaje apolillado descubre, o esfumino para disimular antiguas fórmulas.
Creo que, del lado sonriente, está su parte sumergida, porque no es un idiota ni una persona débil. Otra forma de agarrar el mundo. Lo miro y digo: Una motoneta con cuernos, una violeta de los Alpes que respira duro tierra en su maceta, se convierte luego en un animal solitario. Saluda y ni siquiera pide prestado para comprar zapatos. Tal vez pueda vender su virgen antigua y encontrarse con todos nosotros. Esto ya resulta obsoleto y uno se ve obligado a vivirlo. Apenas una mala saliva. Enredado en el velo de maya nada tienes, vida de mentiras para perros de peor perra vida. Todo tan engatusado en la retuesta de valores. Es cuando corre sudor frío por el pecho y oyes cómo te nombran: Apenas un cretino que respira. Pero seriamente sabes que no ha llegado tu minuto dilatado en años anteriores, ni el suyo.
Hoy no encontré la escalera que conduce a mi parte superior; Joaquín me dice que no ha podido dar con cierto matiz del violeta y me invita a que tomemos algo. Bendecimos los pasajes y tomamos un bus para una heladería de “La América”. Acuérdate de que esta noche tenemos plumero en “El Pedregal”.
A Eduardito lo tomaba de la mano Rodrigo, le regaló a Mabruka, su pipa, y le corrigió sus primeros poemas. Apenas tienes trece años. Café, en “La Bastilla”, cuando se congregaban por las primeras veces. Embutidos en la realización, en aprender un nuevo lenguaje para descubrir la belleza. En ese medio. En éste, cuando a las librerías, por lo general, no se iba más que para comprar misales o textos de estudio. Lo otro era para “gente de ideas raras”. Marcados, ¿te acuerdas? Cuando te publicaron por primera vez en Esquirla. De la mano de Rodrigo hiciste tus primeros pinitos literarios, y tu papá, viejo tripón, que iba a fregarte la vida a los cafés, a llevarte a la casa para que no te juntaras con malas compañías. También te tocó reformatorio. Conociste a Rimbaud en ediciones de “La Pleiade”, forrado en cuero verde y con olor a vetivert, con olor a una verdadera fraternidad, como éramos antes, acuérdate. Ahora no queda ni la sombra, apenas el aroma de vetivert.
Cuando comenzó la ley física, aquello de ½ de GT2, las uñas buscaron aferrarse por oscuras paredes de piedra lamosa y miró la luna: Naranja en conserva o melusinas en jengibre confitado, y cualquier burrada se le ocurría menos algo coherente. Delante de sus ojos atónitos pasaba una ultrarrápida cinta. Lo nunca hecho, el estúpido y sentimentaloide amor por Clara Victoria. Los Elfos magenta en la caída de agua, que se carcajeaban. Ácido, grito ácido de peñas y mujeres compuestas en la memoria como a lampos, arrullos póstumos. Ahora no sabía entender el amor. Mejor un símbolo que una sola palabra sola en el diccionario, que sus experiencias con ellas. Chisguetes de sangre y dientes rotos. Piedras en espera por su cuerpo arrecido; la cabeza sonaría con ruido poco elegante, con almohada no corriente, y los párpados; una, dos, tres veces, abiertos, cerrados. El corazón ¡plaff! Qué hartera y realmente estaba cansado de todo aquello. Vomitaba en pedazos amarillos y grises la humillación cotidiana; eso, no muy claro, de ser un puente hacia el hombre. ¿Acaso se trataba únicamente de amaestrar pesadas piernas que no querían responder a ningún estímulo? Tan malentendida su amistad con la única persona graciosa y profunda que había conocido, tan ocupados los vacíos “demases” en ella, y fluía ya música de musgo. Expulsado bruscamente cantaría el anhídrido carbónico cuando dijo: Vida roída por el no hacer nada, como atado, dilapidando el tiempo con personas que resultaron menos que él.
Lo poco que realicé parece una caricatura de mi propio logro.
Desde las hierbas subirían larvas hasta sus ojos.
Oía voces tan queridas como la usada por ella, unos años antes, cuando el frío tasajeaba la carne, ya como gelatina.
Cuatro días después del aguacero, llegó el mayordomo que usaba las botas altas.
Hueso simulando bagazo de caña en algún trapiche y ojo encima de un pájaro rojo que camina.
Después de todo, la luz había caído muchas veces, y a él nadie lo había aleccionado al respecto. Fragmento de incisivo incrustado en la córnea, al lado derecho y arriba de la pupila.
Impone silencio la restauración que pretendían, emprendida de manera tan ingenua. En general, tenían mucho que decir, sólo la forma para hacerlo dentro de sus mal puestas risotadas.
Julio César supo aquella noche cómo usaban sus no-vidas para soñar, en una ciudad donde recalaba el más burdo sentido del machismo. Era un grupo de muchachos que soñaba y a quienes nadie les había regalado una brújula; tal vez débiles, sin posición de dinero, y que, bonachonamente, habían empezado la feroz conquista de la belleza; de la de ellos, tal como la concebían, sin trabas ni tonterías. Ahí la encontraron mal llenada, con imprecisas imágenes. Había que imponerse al medio.
Recuerdo cómo el atardecer era color de uva mordida. Pluma harta de aires renegridos que cae. Torrentera que salta y que hiere la superficie, delicadamente pintada con dorado. Mecánicos reyes ciegos que pagan su media iniciación. Hidrantes que no hienden la sed. El atardecer y tus zapatos que contienen cosas tuyas, humo y neblina resquebrajados por truenos que navegan. Espigado cuerpo que trepa hacia los árboles de naranjas en “El Pedregal”. Roja mansedumbre que esperanza y trasnocha el hastío.
Para Eduardito vendrán los turbiones, pero no ella, no. Cae como pedrusco apretado de líquenes el día. La muerte anticipada, igual siempre a la insistente murmuración del vacío que aparece empapando lo cotidiano. No hemos sido capaces de ganar nuestro mundo. Cae sobre nosotros el látigo de mojigatos espantados.
Una difusa polvareda levanta el auto que la tragó. Pero tú, hasta dentro de unos años, no sabrás de todo aquello, boludo hipertierno, y los otros, mucho más fuertes, lo sabían.
En ellos un hijo conchabado para la nada, que atesoraba sangre enriquecida y delicadas mucosas para entretenerlo.
Ella no pero sí y tal vez y ahora.
Miras enloquecido la ciudad y no ves más que un filtro para toneladas de carne humana deshecha. Ella era hija de Diana Cazadora, o su protegida, y los abuelos fusionaron sus gustos y sus genes para regalarle desmañadamente alguna idiosincrasia. Creía que la vida podía ganarse a golpes de mucílago y moho, jugando al sexo o aceptando verdades consideradas como eternas, o con recortes de viejas tarjetas postales.
Mónica y Eduardito así y de otra manera. Al filo del amanecer romperían tablas contra el andén, contra las aves migratorias. ¿Fringílidos? No, paseriformes, de color rojo.
Todo esto recuerda el inexorable final de algo, y uno trota, uno se apresura, uno se vuelve miserable al comprobar que el tiempo es un tío agrio y enemigo que echa a perder los mejores juegos de la infancia.
Claro que no es tan bueno marchar acompañado por el odioso espejo; pero uno se mira y se persuade, las primeras golondrinas detrás de las moscas y el silencio.
Garra o zarpa, y él había sido fabricado a secas, contando de para atrás en el año décimo sexto, antes de que todos aquellos del grupo hubiesen estado juntos y quisieran formar nuevos rompecabezas con sus vidas.
Al salir del seminario gritos como foetazos, como piedras llenas de aristas. Impertinentes y enjuagados en virtudes provincianas. Caminaban como deslizándose cuando gritaban: ¡Cuidado con los nadaístas! Que sonó como lárgate a reunirte con ellos en “El Metropol” o algo de la misma laya, y él había escrito ya su primera novela de piratas.
Importa nunca, importa siempre y el azul cobalto como cierta cuestión muy amarga encima de la lengua.
El azufre y las materias fungosas, el azul cobalto cuando olvidaba su nombre. Manida manera de Mónica e inútil acecho.
Lagarto o búho, recetario tomado desde la penumbra. Dioses viejos y barbados roncando; entonces reían dentro del humo azul y el olor acre. Ella misma armó los cigarrillos y siempre el tiempo; siempre habrá un tic-tac de reloj barato que martilla contra el aire, contra los desposeídos salones de espera. Y el humo distorsionó las imágenes que resultaron entonces como el hijo. Su rostro ya no estaba y Eduardito gritaba de noche para comunicarse con las esquinas. Joaquín o Rodrigo para intentar el diálogo; para que no cayera duro el peso de la angustia depositado en la garganta.
Emulsión con sabores de ciruelas cogidas en la infancia, el bacará dentro de la casa de campo con pinos como agujas para las frágiles nalgas de la noche.
Tenía frente de mástil oscuro y esculcados bolsillos de galaxia. (Tienes, le había dicho ella). ¿Dónde estará? La parte que le correspondía de la desdicha universal, tan gritada, tan vulgarmente llevada. Retazos de besitos perdidos y conversaciones banales cuando querían decirse muy otras cosas. El auto movió los pistones al lado de los arbustos y él no supo de la roja cabeza del cigarro que olvidó entre los dedos.
Un café espeso para saludar y olvidarse de la pugna y la repugna. Línea oblicua sólo soñada, imaginada quizá. Obsoletos hilos conductores, no seguidos a pesar de su voluntad enfermiza. Gasas de una gruesa piedad para sus desgarrones meramente vegetales. Túnel donde mira un péndulo que modula un tirón, y el radio decía que se aplicara uno a tomar Coca-Cola o que usara inmediatamente cierto cepillo de dientes.
Le gritó a Joaquín por un pedazo de compañía, pero supo que no estaba disponible en el momento. Los miedos, los pavores y ni un maldito centavo en los bolsillos. Era cuando la aguja rascaba las estrías del disco. No sé nada de música pero me fascina. ¿Cómo podría distinguir el contrapunto, la fuga, la armonía, la melodía?
Creo que la buena murió en el siglo XVIII.
Fue cuando llegó la palabra “pedregal”, insólita como tierna hoja de lechuga, tambores de aceite o chivo expiatorio. Melusinas en jengibre confitado. El perfil de la boca de su amiguito, sorbiéndose la tarde a través de los naranjos en “El Pedregal”.
Baúles con recuerdillos y la frase: “Remember when” y los Platters un sonido vago que volvía pero no en el tornamesa. Tápate la cara porque me da asco.
Discurría cerca de árboles agónicos forrados en nylon, estaba por ahí, y también todo aquello era un suceso meramente pasado, agarrado de un estante donde tenía su número, cuando ellos ayudaron a llevarla en vilo hasta la casa de campo. Eduardito no pudo dormir ni concentrarse. Librium y vallium para mí no son sino idiotizadores como la TV.
Y le dijo, no te agarrés del suceso, es pasado, pero si tenías las manos en él, encima, es igual.
– ¿Cuándo fue?
Siempre los “fue” recabando su pedazo de sudario anticipado. A la sociedad le regalarían un ramillete de hipopótamos.
Conteste por favor. Firme aquí el desistimiento. Será igual si no lo hace. Mejor; así ya nos evitamos un problema.
Pero de cualquier manera “mejor” será siempre una sola y débil palabra. Quedará el escozor de todo aquello que nos arrebataron con furia.
Dibujaban en blue-jeans, los egipcios habían inventado el tabaco, pero no lo fumaban, descubrieron la planta para prepararlo en ensalada, y el hermano Henri Bonaventure. Aquel dinero del tiquete hasta Miami, si hasta podía regalarle una bicicleta al amigo, qué carajos, o irse con aquel otro, para decirle que todavía era inmaduro, que no le convenía salir con “los otros” del grupo, o perdería su equilibrio emocional. Dentro de la Biblia con cremallera la marihuana, encendió un trueno y se puso a dibujar una serie: El rapto de Ganimedes, un doncel que tenía la misma figura de Eduardito. Copero real, y soñó con las cervezas que se tomaría en el “Quick”. Un plato de róbalo, pargo frito, joder, y pensaba en aquello que idearía, sus mejores cuentos, nunca escritos, no como los pájaros embriagados con opio, sino como el jazz, encima de un parche percutido y que llevaba el ritmo, llevaba Saint Louis Blues y la nostalgia. La dejaba graduar mediante una válvula desconocida porque le hacía bien. Se lo había comentado a Cachifo. Niño crónico, estupidez sublime, sublunar. Otro mundo, otra parte, y pensó en el viejo, cuando sacaba el revólver porque llegaban a robarle las naranjas de su finca. Una de sus infinitas presencias, su cita del Bahagavad Gita. Song of God y aquella tarde se miró y estaba con los nietos de él y un frasco de pececitos. La lente, cachifiana, como aquella foto del estadio. ÉL SOLO, abrió un cajón del escritorio y la sacó. Tomó un lápiz verde y comenzó a iluminar sus propios ojos.
EL NADASTERIO DE LA PALOMA BERMEJA
Estamos aquí, pero no es un lugar en el tiempo ni en el espacio; no, tal vez se trate de una búsqueda del espíritu. Intuición. Por eso algunas veces uno mira y ya los otros no están o reaparecen caprichosamente, es una longitud de onda compartida, un vibrar al unísono. Aquí estamos en el Nadasterio de la Paloma Bermeja, sin odios, sin críticas para los demás. Los hay de ideologías muy distintas. Sigfrid y Sixto, quien desapareció con su máquina de fotografía y su caballofilia, con su boca permanentemente húmeda. Jaime Jaramillo y Eduardito, un poco más alta su vibración. Ya como embistiendo con su cabeza de poeta el nirvana mismo y con sus pies florecidos de para abajo. Aquí en el Nadasterio de la Paloma Bermeja andamos en un sonido que no es propiamente la música. Estamos fuera del necesitar. Imbuidos en matices de gran suavidad y también en una dura disciplina y como conversando con inflorescencias de viejos ideales y descansando de ser hombres, de tener tubo digestivo y pasiones y órganos sexuales, esa chatarra biológica que no deja que seamos como ángeles, como vaporosos y puros espíritus. Con sueños que no puedo ni transcribir pero algunos se largan y parece como si los hubiéramos olvidado. Un lugar que no está en el mundo y que uno puede habitar y que puede deshabitar desde solamente la hondura de su espíritu. Un lugar donde uno puede permanecer. Pero a veces cambian las vibraciones y, ¡plaff!, cae uno a la Séptima o a la carrera Junín. Oye entonces el discurso de un político o va al baño o visita al dentista. Aparece uno comprando raíces y yerbas y añora el NADASTERIO DE LA PALOMA BERMEJA.
– ¿Cómo dice usted?
– ¿Qué Nadasterio es ése?
–Ocurre sencillamente que usted es un pobre alucinado. Un pobre loco que anda diciendo güevonadas por ahí. Yo a usted le puedo asegurar que ese lugar no existe. No hay ningún Nadasterio de la Paloma Bermeja.
Reaparecemos allí como llenos de gozo y podemos mirar las bibliotecas ocultas del mundo. Entendíamos pequeños misterios entre tanto que palomas bermejas volaban por ahí, que formaban una sinfonía –recuerdo– las palomas bermejas en su vuelo. Giros y vueltas y uno comenzaba a entender cosas que se había preguntado desde niño, sin que persona jamás pudiera contestarlas bien. Multitud de palomas con puntos amarillos en los ojos. De Eduardo colgaban los pies como de un Cristo, florecidos, y de los ojos de X-504 salían multitud de pájaros azules y dorados, por miles, que luego se convertían en letras y se ordenaban sobre los muros, y Teofrasto Bombast aparecía guiñándonos los ojos y en su mano derecha tenía un pañuelo amarillo de Nápoles, ribeteado con encajes de Venecia, y se veía muy gracioso su sombrero de terciopelo, como una señal de que nos entendíamos, y caminábamos a ratos a su lado y queríamos que nos llevara de la mano. Todo vestido de bermellón y con un ankh cinético que revoloteaba encima de sus hombros. También aparecieron Alberto y el negro Billy vestido con papeles llenos de letras de spirituals, aun cuando habitualmente anda metido en la cárcel porque no lo podían ver tranquilo, fumándose su sicodelia sinebrujulata, sin que a nadie le diera la última parte de la palabra, y yo estaba sin mi luxuria magnífica y sin mi volturnia rotulata en una jaula donde aullaba otra criatura que yo había sido, cultivada como una flor de invernadero. Oíamos un canto de resurrección y su coro, como de laringes incorpóreas, acompañadas por la música de un gigantesco órgano de agua.
El Nadasterio de la Paloma Bermeja no tiene dirección ni está en ninguna parte y se localiza mediante un mapa hecho por Ptolomeo, mediante un sabio pantógrafo de lapislázuli que algún día le conoció Joaquín. Pero puede encontrarse, al menos, durante fugaces instantes. Inténtelo ustedes.
La noche sobre “El Pedregal” estaba cubierta por ángeles rojos y trompetas de azúcar que inquietarían el vómito colectivo en la madrugada sin aliento.
Repartirían azumbres de risa, antes de darle al encendido de los motores, y atropellarían cualquier cosa parecida a una virtud adocenada.
Carl Orff y espermas iluminaron las cuatro de la mañana. Réquiem de Fauré desparramado por pisos desiguales. Barritas de menta porque reirían. Estaban marcados por el mismo signo y no les fue difícil reconocerse.