Un inmigrante blanco y fugitivo, Bernhardt, judío errante, se refugia en Colombia con su familia. Desconfía de todos, pero confía en sí mismo y domina la técnica. Un descendiente de esclavos, el Boga, un pescador negro que se ha afincado en una tierra de nadie, ha aprendido el dominio de los elementos. El azar los reúne en un mismo territorio de palmeras y manglares en donde el agua dulce desemboca en el mar. Ambos, por leyes distintas, se consideran dueños del sitio. Las dos aguas, las dos experiencias diferentes del mundo, no saben si están hechas para combatir o para confundirse. Esteban Duperly, con talento e instinto de gran narrador, cuenta en esta novela el encuentro y el desencuentro de dos formas de entender el mundo.
Un zancudo rozó su oreja y se perdió en lo oscuro. Quieto, envuelto en la hamaca, el Boga escuchó los movimientos de la noche: las hojas de las palmas agitarse con la brisa, las olas deshacerse en la orilla, un coco caer sobre la tierra, una babilla entrar al agua en el manglar. Una chicharra tras la puerta. El silbido alto de un murciélago. Eran los ruidos de siempre en la madrugada del Golfo. Permaneció así, alerta a la vibración distinta que lo había sacado del sueño. Hasta que, de nuevo, un sonido ajeno viajó en el viento: desde el mar vino una expulsión de aire, una gran respiración.
Puso ambos pies en el suelo, las plantas anchas sobre el piso de tierra, y se sentó a horcajadas en la hamaca guindada a la viga de madera. Vio el tejido aprisionado entre su ingle que al liberarse se expandía como la cola de un pargo.
En la otra hamaca, junto a la suya, Flora.
El Boga se levantó y fue al fogón. La concha de un coco se quemaba sobre el rescoldo y ardía con los golpes del viento. Un hilo de humo se elevaba en un tirabuzón blanco. Se acercó, sopló y el aire apartó la ceniza hasta descubrir la candela viva. Tres hebras del capacho aún intactas se retorcieron encendidas y emergió una voluta que abanicó hacia su cuerpo. Llevó humo a las axilas. Llevó humo al pelo apretado. Sopló de nuevo y se formó una nube densa que comenzó a ascender y a deshacerse con lentitud. Se bañó el torso completo en ella y salió, protegido contra los zancudos.
Tomó la linterna, aunque no la necesitaba esa noche. La luna estaba arriba, completa, gris, como una bola de cemento. Una luz ceniza lo bañaba todo. Las hojas de las palmas agitadas por el viento proyectaban contra la arena una trama móvil de sombras. El suelo era un sistema de dunas diminutas, talladas por el soplo del viento durante todo el día, rotas tan solo por el trazo en forma de letra ese que dejó al pasar una serpiente cazadora.
El Boga caminó entre las palmeras, entre los troncos altos y anillados. A lo lejos oyó otro coco golpear la arena y emitir un sonido seco, bajo, sordo. Un cangrejo regresó a su hoyo. Dos murciélagos volaron sobre su cabeza hacia una rama de icaco y, desde la arena, un enjambre de jején saltó a sus tobillos, donde el humo nunca llegó. Entonces volvió a escuchar entre chicharras, silbidos, chapotear de agua y zumbidos de alas, la gran exhalación. Y al mismo tiempo pudo ver un lomo pecoso de moluscos flotando en el surco ancho y plateado del reflejo de la luna sobre el mar. Pensó que era un tronco a la deriva, arrojado por el río, que terminaría varado en la playa, pero vio que desde allí llegaba aquella expulsión de aire; un suspiro acompañado de un surtidor de agua expelido de un cuerpo más grande que cualquier cosa viva. De un cuerpo tan grande como su canoa.
El Boga descendió por la rampa de arena compacta hasta el borde del agua, atravesando un cerco de varas de matarratón y mangle. Frente a sus ojos, unas cincuenta brazadas adentro, a la altura de la boya a la que ataba algunas trampas, un leño descomunal flotaba y respiraba. El Boga entró en el mar, hasta que las olas sin potencia de la madrugada lo salpicaron más arriba de las pantorrillas. Y ahí, frente a sus ojos, el árbol se sumergió como un pez, y al final emergió una cola ancha que desapareció en el mar oscuro, dejando tras de sí un remolino de plancton.
Salió del agua con tres zancadas y corrió por la playa en la dirección de la corriente, en la que nadaría el animal. La cinta gris de la costa se extendía, curvándose de manera imperceptible pero constante, hasta configurar un golfo. Lejos, hacia la punta sur, pulsaban las luces del pueblo bajo un domo de resplandor durazno.
Su carrera la detuvo un caño. Con la lluvia de la última semana el manglar se había derramado y una boca, por la que salía agua hacia el mar, cortaba la playa. Podría atravesarla a pie, pero temió puyarse con alguno de los peces que nadaban pegados a la arena. Y de cualquier forma, había perdido al animal, invisible bajo el agua negra.
Dio media vuelta y vio su lado del Golfo, oscuro y deshabitado salvo su rancho en aquella coquera extensa, cercana a la punta norte donde comenzaba otra vez el litoral. Allí, en una elevación natural, como una meseta enana, decenas de palmeras se levantaban en un terreno de arena suelta y tierra amarilla y porosa, manchada aquí y allá por enredaderas rastreras de verdolaga y matorrales de icaco. Un uvo crecía a un costado, inclinado hacia el agua, con las raíces exhibidas en la tierra erosionada por el continuo golpe del mar.