IMPRESOS LOCALES

Comuna 13 Medellín
El drama del Conflicto Armado
 
 
Comuna 13 Medellín

 

 

Está basado en el drama humano de las miles de personas en las que el conflicto armado de la Comuna 13 de la ciudad de Medellín dejó una huella imborrable.

Es un testimonio revelador de una de las mayores confrontaciones armadas que se ha presentado en la segunda ciudad más importante del país, que tuvo como contendientes a todas las agrupaciones militares legales e ilegales, y cuya principal víctima fue la población civil.

Este libro es un homenaje a las personas que quedaron allí, en medio de los grupos armados y fueron víctimas de diversos hechos violentos. Personas que han sufrido mucho y que directa o indirectamente estuvieron expuestas a la difícil situación allí vivida. También a quienes inocentemente sucumbieron por las balas de un conflicto armado que extinguió la vida de cientos de personas.

La Operación Orión, polémica y cuestionada por algunos sectores, se registra en la memoria de los habitantes de la Comuna 13 como una redención.


Vivencias de las mujeres
en el conflicto armado

Durante este conflicto, muchas mujeres fueron objeto de múltiples agresiones, incluso de violaciones y asesinatos. “La lucha entre los grupos armados (bandas, guerrilla y auto- defensas) las ha dejado en medio del fuego y no importa si son o no combatientes para ser perseguidas”.1

Algunas mujeres viudas o abandonadas por sus compañeros sentimentales, ocasionalmente debían esforzarse por conseguir el sustento diario para sus hogares y, aparte de esto, afrontar el asedio de los grupos en conflicto. La presidenta de una acción comunal dice “...entender el temor que acosa a las viudas, sobre todo porque, al quedar solas, son presa fácil de los violentos; anota que muchas temen ser expulsadas del barrio. Son jóvenes, y así sus esposos hagan parte de los grupos, ellas, muchas veces, ni lo saben”.2

Según un estudio adelantado en el año 2002 por la fundación “Entre Todos”, en los barrios Las Independencias, Nuevos Conquistadores y El Salado, “de cada 100 familias, en 38 de ellas la mujer es jefa de hogar, lo que indica que son las que trabajan y llevan la carga de la supervivencia a cuestas”.3

Muchas mujeres de la zona evitaron, en cuanto les fue posible, relacionarse con integrantes de los grupos armados. Otras debieron acceder a las pretensiones de tales personas para evitar ser objeto de agresiones. Pero otras entablaron relaciones simplemente porque sentían atracción o se sentían protegidas por ellos.

Las mujeres en los grupos armados

Algunas mujeres hacían parte de los grupos en conflicto, participaban en la confrontación armada y ocasionalmente en actividades criminales: “Ya no son sólo las mamás, las novias o las hermanas del integrante de una banda o un grupo armado, sino que también hacen parte de la guerra”.4

Karen* es una joven que habitaba en el barrio Las Independencias, y durante un periodo de dos años perteneció a las milicias de los CAP y del ELN:

“Me gustaba mucho rumbear, pero siempre que iba a salir había un problema con mis padres, pues a ellos no les gustaba que yo saliera. En ese tiempo predominaban en el barrio los milicianos del frente Carlos Alirio Buittrago del ELN, pero se hacían llamar Los Regionales. Mi hermana se hizo novia de uno de ellos y empezamos a salir los tres juntos. Como mi mamá les tenía tanto miedo, ya no me decía tantas cosas. En una de esas salidas, conocí a uno de los jefes de los CAP y comenzamos a salir. Él me convenció para que entrara a la organización. Yo tenía 17 años, y allí me sentía protegida y respetada. En mi casa ya no me decían nada. Iba una o dos veces a la semana por ropa, y luego regresaba al sector Tres. Las peladas me respetaban y me tenían miedo.

Empecé como carrito, o sea, campanera. Les informaba quién robaba o hablaba mal de ellos. La verdad es que en ese tiempo me divertía con lo que hacía. Una vez llegó un comandante del ELN, del área rural del municipio de Campamento, y le dijo a mi novio que yo tenía que probar finura y debía irme para el monte. Así que me fui con el plan de quedarme un año, pero a los tres meses me regresé, porque no aguanté estar allá. Resulta que lo que el comandante quería era acostarse conmigo, y otras mujeres de la organización me decían que si yo lo aceptaba, podía hacer lo que quisiera allí, y por eso accedí. Pero no fue así: me tocaba prestar guardia igual. Por el contrario, era peor, porque ese señor llegaba a la madrugada y me mandaban un relevo, pero era para que yo estuviera con él. Y luego no podía dormir porque teníamos que levantarnos a las cuatro de la mañana a estudiar política, practicar tiro al blanco y cargar leña, entre otras obligaciones. Yo sufrí mucho, pues en el monte trabajaba día y noche. Cuando bajamos al pueblo tuve la oportunidad de hablar con mi mamá y le dije que conversara con mi novio para que me mandara a pedir de nuevo, que yo podía probar finura en la ciudad. No tuve problema, pues el comandante ya había obtenido lo que quería y me devolvió para Medellín. Cuando llegué a la ciudad en febrero de 2001, en la Comuna 13 se intensificaron las ‘limpiezas’5 contra indigentes, viciosos y ladrones.

Me tocó ver matar a más de un amigo con los que me crié. Siempre nos llevaban a varias mujeres para que les guardáramos las armas cuando iban para abajo, al Veinte de Julio o al cementerio.

En el barrio me gané el desprecio de mis vecinos y amigos, y llegó un tiempo en el que nadie me hablaba, o si lo hacían era por miedo a que yo tomara alguna represalia contra ellos. Mis temores eran que los paracos se entraran al barrio, que me mataran o parar en una cárcel.

Me retiré del ELN en noviembre de 2001, cuando mataron a un comandante que nos ayudaba mucho. No tenía para dónde irme y tuve que quedarme en casa de mis padres, afrontando las consecuencias de mis actos; de hecho, estuve en la cárcel El Buen Pastor durante seis meses. Después de la Operación Orión vivía con un miedo terrible, pues aunque hacía ya más de un año que me había retirado, aún cargaba con amenazas contra mí. En una ocasión me tocó permanecer en la calle durante ocho días, y en otras ocasiones tuve que esconderme en el cajón de la ropa sucia. Viví así hasta que mataron a John Chiqui, un paraco que había sido miliciano y era el que me buscaba para asesinarme.

A los jóvenes que se encuentran en una situación similar a la que yo viví, les digo que recapaciten, que se salgan de eso. Que no pierdan la oportunidad de volver a vivir, de reivindicarse con la sociedad y con la familia, que es la única que está con uno en las buenas y en las malas. Yo me metí en los grupos armados, en parte porque en mi casa me regañaban y aconsejaban. Espero que los jóvenes se den cuenta de que allá en las milicias no solamente te regañan sino que te golpean y hasta te matan o ajustician, si no obedeces alguna orden.

A los que piensan meterse a un grupo armado les digo que no se dejen engañar, que es mentira todo lo que te dicen. Allí estás peor que en una cárcel. Nunca haces lo que quieres, sino lo que ellos te dicen. Nunca recibes un incentivo de dinero para ayudar a tu familia, porque todo se lo acaparan los comandantes. Si eres mujer, corres con un poco más de suerte, pero sólo si les caes en gracia a los comandantes. Porque con una sí vale la frase ‘del pueblo y para el pueblo’: pasas de comandante en comandante. Y después, estás como todos, o quizás peor, en las jornadas de trabajo: aguantas hambre porque no siempre tienes a la mano para comer, y más si el Ejército está encima.

Como combatiente, expones tu vida a cada momento por los comandantes; y ellos, ¿qué hacen? Se van. En una situación de riesgo los sacan a ellos primero, y que mueran los bobos. Si tú estás allá y tu familia interviene mucho, te toca entregarlos para que los maten porque están en su ley. El que la hace, la paga, sólo por el hecho de decirte que te salgas.

Si caes a una cárcel, a veces ni siquiera te dan con qué pagar un abogado. Y si corres con suerte, te mandan para el jabón, 60.000 pesos mensuales para las cosas personales. Pero los ‘duros’ (comandantes), ojalá visitaras a uno de ellos en una cárcel, tienen todas las garantías. Es más, nunca se quedan siquiera en el patio de los llamados presos políticos.

Mientras estuve en las milicias, muchos jóvenes ingresaron para sentirse protegidos por un arma, pero no por un ideal o dinero, porque eso no existe allí. El que tiene el mando es el que se la lleva toda. A uno no le toca sino el trabajo, los enemigos, y perder la familia, los amigos y hasta la vida”.

Después de salir de la cárcel, Karen regresó al barrio Las Independencias. Tiempo después, un grupo armado intentó asesinarla. Como no lograron su objetivo, asesinaron a su padre y posteriormente a su esposo. Por ese motivo abandonó la zona con su pequeño hijo.

Muchas mujeres sirvieron a los grupos armados en actividades de inteligencia, de vigilancia, o para transportar armas de fuego desde o hacia la Comuna 13, debido a que por ser mujeres levantaban menos sospechas. Alejandra*, joven que habitaba en el barrio Veinte de Julio y perteneció a las milicias urbanas de los CAP, cuenta:

“Antes de iniciar en el grupo tenía un novio que era de la organización. Él no me decía que me metiera a eso porque era muy discreto en sus cosas. Era un mando del grupo y dirigía parte del barrio El Salado.

Empecé a relacionarme con más jóvenes de los CAP y me hice su amiga. Me mantenía con ellos para arriba y para abajo, algunos me decían que eso era muy bueno; otros que esa vida era muy maluca, por el trasnocho y porque se corría mucho peligro.

Por curiosa, y haciendo caso al refrán popular que dice ‘en la vida hay que probar de todo un poquito’, empecé a recibir formación política por parte de ellos, al escondido de mi novio. Cuando él se enteró me preguntó que yo porqué estaba ahí, y me dijo que no debía hacerlo porque yo tenía dos niños. Sin embargo, yo no hice caso, dizque por sentirme protegida, ya que en una ocasión el hermano de una señora donde yo vivía quiso abusar sexualmente de mí. Él se abstuvo de hacerlo porque lo amenacé con acusarlo ante la milicia. Además, yo quería ganar respeto, porque en el barrio muchas mujeres me tenían bronca. Yo pensaba que estando en las milicias esas muchachas ya no se meterían conmigo. No miré las consecuencias que eso me podría traer. Pensaba que a la guerrilla nunca la iban a sacar del barrio, que eso no podía pasar.

Con respecto a las armas, las guardaba, mas no portaba una permanentemente, ni llegué a usarlas en contra de alguien. En lo que más me utilizaban era en llevarles cosas, como medicamentos, y en el cuidado de los enfermos de la organización.

En una ocasión, fui con mi novio a un rancho de madera, cuando en las afueras estaban el Ejército y la Fiscalía, y se escuchaba una balacera impresionante. No había salida por ninguna parte. Yo temblaba de miedo. No me imaginaba que llegaría a una cárcel sino que me podía morir. ‘Hoy fue el día’, pensaba, y lloraba; mi novio me decía: ‘tranquila, cálmese que aquí no nos van a coger’. Yo le respondí: ‘Mire la casa llena de armas, no hay más por dónde salir. De aquí no se va a escapar nadie’. Sin embargo, a esa casa no lograron entrar, aunque pasaron cerca, y al día siguiente ya todo se había calmado.

Lo más difícil de estar en la organización era que ya no podía dedicarle mucho tiempo a mis hijos. No los veía todos los días ni podía habitar mucho tiempo en una casa.

Durante la Operación Orión, pensaba que yo no le había hecho daño a nadie y que entonces no tenía por qué huir. No intenté irme del barrio, aunque ya muchos de los milicianos se habían ido. En esos días fui a trabajar al barrio Antonio Nariño. Estando allí, tocaron a la puerta; cuando abrí, vi que eran varios policías, pero no pasó por mi mente que vinieran por mí. ‘¿Qué necesitan?’, les pregunté. Me dijeron que los acompañara. ‘¿A dónde?’, pregunté con miedo y risa a la vez. Mi jefe salió y les preguntó qué pasaba. Los policías le dijeron que yo los debía acompañar, que yo no era una delincuente, sino que sabía muchas cosas en las que podía colaborarles. Les dije a los policías que esperaran a que yo me arreglara. Fui y me organicé, y le dejé mi número de teléfono a una señora. Le dije que llamara a la abuelita de los niños, y que le avisara a la amiga con la que yo vivía en ese entonces; pero resulta que cuando llegué a la Sijín mi amiga ya se encontraba allá: se la habían llevado primero.

Mi familia me pagó un abogado. Después de ocho días en el calabozo, me trasladaron para la cárcel de mujeres, acusada del delito de rebelión, y salí a los siete meses. Posteriormente, me alejé de la Comuna 13 y de las amistades”.

Líderes comunitarias

A pesar de todas las adversidades, “las mujeres han demostrado una capacidad de liderazgo y apropiación invaluable, han dispuesto todo su saber popular al servicio de sus comunidades, el cual se mantiene pese a que se han convertido en las víctimas del conflicto, en viudas, madres que lloran la muerte de sus hijos, etc”.6

Durante el conflicto, las mujeres desempeñaron un rol socio-económico de gran importancia en esta comuna. Un ejemplo por resaltar es AMI (Asociación de Mujeres de Las Independencias), organización que nació en 1996 y que se materializó en la casa AMIGA, una sede propia obtenida gracias al esfuerzo de las mujeres que la conforman, quienes mediante diversos proyectos han contribuido a generar un espacio de aprendizaje, desarrollo y tertulia para las mujeres de los barrios Veinte de Julio, Las Independencias, El Salado y Nuevos Conquistadores.

Durante la confrontación, muchas de las mujeres de la asociación se vieron directamente afectadas por acciones de los grupos armados en conflicto. Hoy en día, muchas de ellas agradecen a una mujer que, en una lucha ardua y esmerada, además de un trabajo silencioso pero no por ello menos meritorio, evitó algo que muchos observaban como inminente: la desaparición permanente de AMI. Esa mujer, una de las fundadoras de esta ONG y socia de la misma, se llama Inés Jiménez, y vive en el barrio Veinte de Julio desde 1983. Ella afirma: “A pesar de todo el sudor, todo el dolor y toda la sangre derramada, había que luchar para no morir en el intento, y al final pudimos lograrlo”.

Foto: Fredy Amariles. Periódico El Mundo
Foto: Fredy Amariles. Periódico El Mundo

Algunas mujeres sobresalieron durante el conflicto por su trabajo en búsqueda del mejoramiento de la calidad de vida de los pobladores de la zona. Otras se destacaron por arriesgar incluso sus vidas, al interceder ante los grupos armados para evitar que éstos asesinaran a personas que habían sido sentenciadas a muerte.

Una de estas mujeres fue Carla*, habitante del barrio Las Independencias, quien contribuyó a salvar vidas en la zona. Ocasionalmente, cuando los grupos armados bajaban con personas para asesinarlas, ella abogó ante ellos para que se abstuvieran de hacerles daño, logrando en algunos casos que les perdonaran la vida. En otras ocasiones, a pesar de sus ruegos, ellos no prestaron atención y asesinaron a sus víctimas. Con frecuencia, integrantes de grupos en conflicto la incriminaban de inmiscuirse en asuntos que, según ellos, no eran de su incumbencia, y pese a que su vida estuvo en peligro, esto no fue razón para que se amedrentara ni para que renunciara a la idea de ayudar a salvar vidas:

“En una ocasión, mientras dormía en casa, me desperté. Eran las tres de la mañana y escuché que alguien alegaba; me levanté y me asomé al balcón. Vi a cuatro hombres que tenían a un niño junto a la puerta de mi casa y éste los insultaba.

Yo nunca había visto que alguien se les enfrentara así; él no se les quedó callado, los insultó y amenazó. Ellos tenían rabia de ver que un niño les estaba diciendo las cosas y no les demostraba temor, lo empujaban y le decían: ‘callate gonorrea, callate que te vamos a matar, vos no sabés con quién estás hablando’. Él les dijo: ‘Sí, yo sí sé con quién estoy hablando: ustedes son la guerrilla, y yo soy un paraco’. Él en ese momento no estaba asustado, lo que tenía era mucha rabia, en ningún momento les dijo que no le hicieran nada, sino que cuanto más le decían ellos que lo iban a matar, él más se les alborotaba y los insultaba.

Bajé corriendo, me hice en medio de ellos y les dije que no le hicieran nada; luego le pregunté a uno de ellos: ‘¡Ey!, negro, ¿qué está pasando?, ¿porqué ese niño les está diciendo eso?’. Él me dijo: ‘¡Ah!, este hijueputa que nos encontramos nos está desafiando, está todo trabado y él sabe que acá no pueden tirar vicio, ni mucho menos estar así en las calles, y además de eso le llamamos la atención y nos está tratando mal’.

Entonces le dije: ‘Tomen las cosas con más calma, miren que es un niño, está trabado en este momento y no sabe qué les está diciendo’. Me respondió: ‘Esa gonorrea sí sabe qué nos está diciendo, porque si nos está tratando así es por algo’. Le dije que me dejara hablar con él, y me respondió: ‘¡Ah!, encárguese pues de él, pero este hijueputa no se puede quedar acá, mañana tenemos que saber de dónde es’.

Entré con él a mi casa y allí permanecimos hasta las seis de la mañana, porque me preocupaba que de pronto fuera a buscarlos. Le dije que se calmara, y le pregunté por qué decía eso. Me contó que ellos le habían matado el papá dos años atrás, y que él no les iba a perdonar eso; que además les habían quitado la casa y los habían hecho ir del barrio.

Le pregunté su edad y me dijo que tenía trece años. Me contó que, estando toda la familia en casa, en el sector La Independencia I, llegaron ellos, sacaron al papá y lo mataron en frente de todos, supuestamente porque era vicioso.

Él me decía que no se justificaba que lo hubiesen matado, que el papá sí tiraba su vicio, pero trabajaba y no le robaba a nadie; no tenían por qué haberlo matado por eso. Entonces él creía que podía hacer algo en contra de ellos.

Me dijo que se habían ido a vivir al barrio El Bosque, pero por allá tuvo problemas con unos pillos, y entonces la mamá lo volvió a mandar para donde su tía en el barrio Las Independencias.

A las seis de la mañana le dije que fuéramos donde sus fa- miliares. Hablé con su tía y ella me dijo que desde la muerte de su padre él empezó a consumir drogas y a estar en las calles. También me dijo que a él ya le tocaba responder económicamente por la mamá y un hermano menor, vendiendo dulces en los buses.

Ya por la tarde, los milicianos volvieron y yo les dije: ‘Tienen que entender que han matado personas, y por eso aquí hay quienes guardan resentimientos’.

Ellos se comunicaron con la tía del niño y le dijeron que mejor se lo llevara del barrio para evitar que lo mataran, porque, según ellos, aunque era un niño, él era un enemigo debido a su manera de pensar. Entonces la señora se lo volvió a llevar”.

 


1 Ospina Zapata, Gustavo. “Jovencitas, bajo encierro y con los derechos perdidos”, En: El Colombiano, Sección Paz y Derechos Humanos, Medellín, mayo 18 de 2002.

2 Ospina Zapata, Gustavo. “Viudas y huérfanos cargan las secuelas del conflicto urbano”, En: El Colombiano, Sección Paz y Derechos Humanos, Medellín, mayo 3 de 2002.

3 Ospina Zapata, Gustavo. “Comuna 13: olvido y muerte”, En: El Colombiano, Sección Paz y Derechos Humanos, Medellín, octubre 10 de 2002.

4 Pérez González, Paula. “Mujeres víctimas del conflicto y la delincuencia”. En: El Colombiano, octubre 16 de 2003, p. 11A.

5 Asesinatos discriminatorios.

6 Informe Diagnóstico Socioeconómico y del conflicto en la Comuna 13. Alcaldía de Medellín, octubre de 2002, p. 14.

* Nombre cambiado para proteger su identidad.