Sara Jaramillo Klinkert, en 30 escenas caleidoscópicas, arma una novela testimonial en la que no solo asistimos al asesinato del padre (según la mirada de una niña de apenas 11 años), al desmoronamiento físico de una casa y a la pérdida de la alegría, sino también al intento de formular las preguntas que, casi treinta años después, todavía nadie ha podido responderle ni a ella ni a su madre ni a sus cuatro hermanos.
El tono del libro es al mismo tiempo seco, contenido y conmovedor. También es sincero, a veces gracioso por lo absurdo, nunca autocomplaciente y sin la mínima inclinación a inspirar lástima. La familia se hunde, pero no naufraga, y sale a flote pese a las desgracias.
Fragmento del capítulo “El desayuno de lo sinsonetes”
“Sumidos como andábamos en semejante algarabía, sentimos de pronto el seguro de la puerta del cuarto de la mamá descorriéndose; la chapa girando, la puerta abriéndose. Nos zambullimos en un silencio casi místico, como si el propio Dios se hubiera levantado a ayudarnos.
Sentimos sus pasos livianos bajando las escalas de madera, dentro de esa bata vaporosa del color de las nubes con la que la mamá siempre se levantaba. Sentimos el crujir de cada escalón debajo de sus sandalias de cuero. Sentimos su caminar etéreo y despreocupado hacia la cocina. Sentimos su mirada atravesándonos de la misma manera como los rayos del sol atravesaban los ventanales. Sentimos su silencio diciéndonos nada, pero diciéndonos tanto al mismo tiempo. Como si no supiéramos ya que Dios nunca lo ayuda a uno a nada, pero es que, en ese momento, aún no perdíamos las esperanzas de que la mamá nos echara una mano con el desayuno. Además, ya habría tiempo para algo tan mundano como perder las esperanzas.
Sacó un par de higos de la nevera y los partió en rodajas con gran meticulosidad, asegurándose de que cada tajada fuera igual a la anterior. Hizo lo propio con los bananos. Luego se acercó silbando a la jaula de los sinsontes para descorrer el manto que la protegía de las corrientes de aire frío del amanecer. Y silbando depositó las rodajas de higo y los pedazos de banano en el interior. Silbando, puso agua fresca a la cual le agregó vitaminas en gotas. Silbando llenó los recipientes con una variedad inmensa de semillas. Luego lavó las latas con agua y jabón y las forró en papel periódico.
Nosotros parecíamos cinco piedras observando la escena. Nadie hacía ni decía nada. Los sinsontes nos miraban por entre las rejas y no paraban de responder con su canto a los silbidos de la mamá. Cuando terminó de despachar el desayuno de los pájaros, dio media vuelta y subió por las escaleras de la misma forma pausada con la que había bajado. Cerró la puerta, puso el seguro y sentimos el crujir de su cama cuando se volvió a acostar en ella.” (67- 69) .