Señor Doctor Alfonso Castro.
Son tan graves y poderosos los motivos que me obligan a dirigirme a usted en esta forma, que a impedírmelo no son bastantes ni mi condición de mujer soltera y desvalida, ni mi natural timidez, ni el temor a la publicidad, ni la probabilidad de herir hondamente a una amiga a quien amo, ni, en fin, el asunto tan escabroso y candente en que voy a ocuparme. El móvil que me impulsa es el deber, el deber según mi conciencia y según el dictamen de quienes me la dirigen. Al cumplirlo en esta vez, mi espíritu se turba y mi corazón desfallece, porque este deber es muy extraño e inusitado en una mujer y muy doloroso para cualquiera que tenga de llenarlo.
Soy una calumniada que viene a decirle a un público que ya ha fallado: "Revisad el juicio, revocad la sentencia, porque la condenada es inocente". Tal es mi situación. La mido y la peso y vuelvo a medirla y a pesarla y el desaliento me domina y el temor me asalta, porque presiento lo ineficaz y estéril de mi sacrificio. No puedo detenerme sin embargo. Usted, Doctor Castro, publicó, hace ya algunos meses, una novela con el mote de Hija espiritual. En ella, como reproducción fiel de una faz actual de la vía Medellinense, como documento recogido en esta ciudad, exhibe usted una maestra monstruosa e impura; una falsa beata execrable y disociadora que, por envidia de solterona y por manía conventual, sugestiona y transtorna, con sólo un discurso realista e inconcebible, a una de sus discípulas más aventajadas, hasta el punto de hacerla arrepentir de su matrimonio la víspera de las bodas y de convertirla luego, de discreta e interesante que era, en una loca lastimosa y risible que arrulla una astilla de leña como al hijo de sus entrañas. Tal es el argumento de su novela, que tiene pasajes dignos de un aquelarre, como, por ejemplo, la unción con saliva de la maestra a las discípulas y la disección psicológica que usted hace de aquella desgraciada. Pues bien: para el lector que ignore los sucesos sensacionales de la vida Medellinense, no sérá esta novela sino una ficción más o menos humana, una obra de arte, más o menos bella. Pero he aquí que el público de esta ciudad –para el cual parece escrita más especialmente– no podía ver en ella la copia de acontecimientos y de caracteres imaginarios o generales o anónimos de una novela cualquiera, sino la reconstrucción fiel y circunstanciada de un hecho real muy reciente y ruidoso, escrita por quien debía de estar muy enterado del caso. Y esta vez fue de las pocas en que el público no tuvo el trabajo de señalar en los personajes novelescos a originales de carne y hueso, como es uso y costumbre en tales publicaciones, pues de hecho estaban más que señalados por el autor mismo: por usted, Doctor Castro.
Y ya que le evitó a las gentes el trabajo de buscar la clave de tal obra, ya que hizo del sigilo de su arte un asunto al alcance de todos, no tengo yo, a mi turno, qué lanzar nuevos nombres a la pública maledicencia: son las mismas personas que usted lanza. Ni tengo tampoco porque sér más discreta que usted, en este particular. Enumero, pues, como en distribución de comedia:
Nombres novelescos: |
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Nombres verdaderos: |
Sofía del Río, la novia arrepentida y enloquecida. |
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Señorita Eva Castro, hermana del autor. |
Ramiro Blanco, el novio burlado. |
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Rafael Pérez Arbeláez, hoy esposo de la anterior. |
Señorita Adela, la desbaratadora del matrimonio. |
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Laura Montoya, maestra de la misma e infrascrita. |
Sobre estos hermanos suyos y sobre esta maestra, a quien no juzgó como prójimo siquiera, enredó usted la urdimbre de su epopeya, en conexión, por supuesto, con sus padres y su familia de usted. Dígame, Doctor, si miento o desfiguro.
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La defensa que emprendo es ineluctable por cuanto hay intereses más sagrados, todavía más, mucho más que los de mi propia reputación por usted comprometida. Si esta sola fuera la afectada, yo, a imitación de héroes de santidad, quizá debería sacrificarla, siquiera fuera en holocausto a la paz de un hogar, para el cual, por muchos títulos, pido al cielo dicha humana y eterna. Quiera Dios inspirar a los interesados sentimientos de justicia y criterio recto y desapasionado para ver las cosas por su verdadera faz, para atríbuir al organismo humano, sin intervención malsana del espíritu, lo que es de su resorte exclusivo y para excusar, por consiguiente, en Eva, lo que sólo debió de sér manifestación nerviosa y en manera alguna fruto de tendencias morales desarregladas, pues de su alteza de ideas y nobleza de corazón soy yo la primera en salir garante.
Pero el ataque alevoso y sañudo que en Hija espiritual hace usted a la enseñanza religiosa y al gremio de institutores que en ella sigue las prescripciones de la Santa Iglesia Católica, no puede, de ningún modo, pasar inadvertido; ni habría justicia tampoco en tolerar que los enemigos de esta enseñanza continuaran vanagloriándose de haber quedado como dueños del campo. No; la verdad prima sobre cualesquiera otros intereses o prejuicios, y ella me obliga –a pesar de que se dirá que quiero arrojar la cizaña en el hogar de Eva, pensamiento que está muy lejos de mí, como bien lo sabe Dios– a afrontar las censuras que los apasionados no dejarán de hacerme.
Hablo, por tanto, para impedir el escándalo que, por el silencio que he guardado hasta ahora, pueden recibir mis discípulas y los padres que me las confiaron; hablo en defensa de las prácticas piadosas y de las maestras católicas que usted ha atacado en mí; por la honra de un colegio que fue objeto de la aprobación y de los favores de la autoridad eclesiástica en esta Arquidiócesis; hablo para defensa de mi fama que necesito bien cimentada para realizar la vocación a la vida del claustro que desde niña he tenido, y porque de esa reputación depende el pan para una madre anciana y achacosa y para una hermana enferma; hablo, en fin, por el buen nombre de mi discípula a quien usted hace pasar como calumniadora o como traidora a las sagradas leyes de la amistad y de la gratitud.
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Ahora bien, señor: si usted se hubiera contentado con narrar los sucesos como acontecieron en efecto, si hubiera pintado los caracteres como son en realidad, su obra no pasaría de sér la divulgación indecorosa de asuntos de familia. Pero esto fue lo de menos, Doctor Castro.
Enardecido, no sé si por espíritu de secta, por fanatismo político, por susceptibilidad de familia por sed de venganza, no le bastó a usted recoger aquí y allá las murmuraciones callejeras a propósito del caso, ni prohijar incondicionalmente la explicación interesada, inopinada y errónea de los hechos que en su casa se dieron en los primeros momentos de ofuscación; sino que, desfigurando y adulterando sucesos y caracteres hasta lo inconcebible en hombre sério, inteligente y de conciencia artística, como usted, hizo de lo que pudo sér obra de estética y de obsérvación, un libelo infamante, a la vez que descabellado y pueril, con pretenciones de sátira o tesis contra las tendencias monásticas.
En el vértigo se le entenebreció a usted su cerebro de pensador y se le hinchó de veneno su corazón de poeta. ¿Sérá posible, Doctor, como creen algunos, que los hechos más trascendentales de la vida actúa el hombre como sér inconsciente? Pienso que esto no sea, acaso, tan absurdo como parece, cuando considero que usted se olvidó de todo al escribir su obra.
En efecto: se le olvidó de que en escritos como ése, la inteligencia está sobre la imaginación, la crítica sobre el apasionamiento y el pensador sobre el sentidor. Se olvidó de que el arte es un campo especulativo donde, si cabe la sátira impersonal o colectiva en abstracto, no cabrán nunca la difamación a individuos determinados ni los desahogos particulares. Se olvidó de que daba a la juventud intelectual, que ve en usted una autoridad, ejemplo muy pernicioso; de que presentaba usted mismo un pésimo precedente en su carrera literaria, toda vez que, al haber profanado el sagrado de su propio hogar paterno, nadie podrá suponerle mayor respeto para el hogar ajeno; toda vez que, al haber faltado a la verdad y a la lógica en el concepto ideológico y dramático de su obra, quedaba usted desautorizado en su carácter de psicólogo y de sociólogo, en su atributo de novelista que, merced a la crítica inductiva y a la observación concienzuda, crea el documento humano y escribe la historia en forma indeterminada y sintética.
Esto en lo que se refiere a la moral del arte.
En cuanto a la ética, propiamente tal, se le olvidaron a usted, Doctor Castro, las nociones más elementales. Nos recordó que, en la moral y la jurisprudencia universales, todo prójimo tiene derecho a la buena fama mientras no la pierda con faltas reales y comprobadas; que nadie puede ser condenado sin ser oído ni vencido en juicio; que al nombre de una mujer cualquiera, por ser ella indefensa e inofensiva, se le conceden mayores fueros que al del hombre más esclarecido. No recordó que el huracán de la calumnia lo desata el moverse de una hoja; que a pesar de ser éste el más bajo y miserable de los delitos, es una letra a la vista que sólo protestan espíritus excepcionales; y que fue siempre de la condición humana el negar virtudes patentes y explicables y creer en maldades improbadas e inverosímiles. En fin, Doctor Castro, que usted ha presentado al público un documento humano muy importante, no en su novela, sino en la realidad: en su proceder, en los elementos que ha explotado y en su propio carácter. ¿Qué mote le podríamos poner a este documento suyo?
Pero hay más, señor: si usted hubiera elaborado su poema a raíz de los sucesos que se lo inspiraron, en el lugar donde acontecieron y en circunstancias personales muy adversas, podría creerse que, según el caso, obraba usted bajo las impresiones del momento o influido por el medio o por el pesimismo de la mala suerte. Pero todo fue al contrario, cabalmente: usted meditó su obra a mucha distancia del lugar y del tiempo de los acontecimientos, en la plenitud de su dicha: cuando había coronado su brillante carrera y obtenido triunfos en la ciencia y en el arte; cuando acaba de abrir su hogar y la mujer amada que le inspiro sentidas páginas, le sonreía a su lado infundiéndole esa poesía y esa hermosura moral que sólo el amor en sus múltiples manifestaciones sabe transmitir; cuando en sus lares paternos habían logrado desbaratar la negra trama del fanatismo religioso y confundir a la beata peligrosa; y cuando la noble víctima que en la novela arrulla a un hijo de leña, arrullaba en la realidad a su primogénito de carne y hueso.
Estas circunstancias, Doctor Castro, así como la conducta de su familia en este asunto, dan mucho en qué pensar. Tanta difamación y contumelia contra una pobre mujer, por un cargo imaginario, disparatado ante el criterio de sentido común, y por personas sensatas, cultas y cristianas, como las de su casa, no alcanzo a explicármelas. No alcanzo, porque, aunque el conflicto era para no buscar cosa alguna con acierto y reflexión, concurrían con respecto a mi persona circunstancias especialísimas que me abandonan de antemano. Yo era madrina en las bodas fracasadas como lo había sido en la ceremonia de las argollas, y no se honra con tales distinciones a quien se oponga al matrimonio que las ocasiona, y mal puede intentar desbaratarlo quien se encuentra en este caso y haya hecho, como hice yo, erogaciones para honrar el cargo y a los desposados; fuera de que es absurdo enorme el suponer que alguien, por maldad o por antojo, pretenda deshacer una boda a la víspera de verificarse. Así y todo, en su casa de usted me juzgaron luégo al punto la autora responsable de la determinación tan imprevista como extraña de su hermana, la señorita Eva. ¿Sería que necesitaban una víctima para salvar a ésta de los cargos que aparentemente merecía? Y ese juicio lo echaron a volar a la calle, como hecho evidente y comprobado. Y mi nombre, envuelto en el escándalo, corrió de boca en boca, como el de un personaje de leyenda, como el de un sér vitando y tenebroso.
Resuelto el conflicto tan pronto y tan favorablemente como se resolvió; cuando el noviazgo, deshecho por corto tiempo, era ya un matrimonio dichoso; cuando tan fausto desenlace daba lugar a la serenidad y a la reflexión, a nadie, en su casa de usted, se le ocurrió rectificar el juicio lanzado contra mí, a nadie le entraron dudas sobre su exactitud y fundamento, a nadie se le supuso que podía perjudicarme. Sabían, sin embargo, que por la realización de las bodas suspensas, el público al considerarme burlada en mis maquinaciones, me agregaba a la negra fama las notas del sarcasmo y la rechifla; y ustedes, los Castros, fomentaron tan graves murmuraciones, unos de palabras, otros merced a un silencio más funesto para mí que la acusación formulada, porque se tomó a prudencia y a generosidad. Ustedes siguieron de víctimas, y el buen nombre de una mujer tenida por señora, el nombre de una maestra, cuyo pan dependía de su reputación, tuvo para ustedes tanto valor y significación como puede tenerlo la fama de una culebra o de un perro rabioso. Ni más ni menos. Por el hecho de haberme juzgado capaz de atentar contra la religión, contra la sociedad y contra los fueros y los proyectos de la familia de ustedes, me juzgaron también –acaso más por lo último que por todo– merecedora de la excomunión social. Tal fue el proceder de su familia y tal es la apreciación lógica y consecuencial que de este proceder puede hacerse. Apelo al mismo público ante quien me acusaron.
Y usted, Doctor Castro; usted, el prohombre de la familia, el que representa en ella el criterio ilustrado y filosófico; usted, el escritor que aprecia e interpreta la vida, que anota la verdad de las cosas y de los hombres en ruidosas creaciones de arte, se descuelga a las mil y quinientas con el cuento especioso y disparatado de su casa, exornado con fealdades que provocan bascas y elevado a la categoría de libelo infamante. Claro que en su casa no habían de desmentirlo. Su señor padre y sus señores hermanos–según me aseguran personas verídicas que les oyeron–declararon a una que la novela de usted, en cuanto se refiere a mi persona, era en un todo la verdad, la verdad fiel y exacta, sin añadir ni quitar. ¡Incógnita harto extraña la de algunos destinos humanos! Predestinada estaba la pobre de mí para obrar prodigios con la familia de los Castros: hago primero arrepentir a la novia casi en la puerta de la iglesia y, en seguida, me les vuelvo a todos los de la casa en un sér transparente donde, uno a uno, ven y observan mis pensamientos, mis intenciones y mis proyectos, haciendo el proceso de mi individualidad moral. Oh poder sobrehumano!
¿No es cierto, Doctor Castro, que todo esto es muy raro, muy peregrino? ¿No es cierto que parece increíble? Tánto, que a veces ni lo culpo de haberse metido usted mismo –y de pretender metérsela al lector extraño a la clave– la mentira tan gorda y garrafal de su novela en cuestión. Quien, como usted, ha actuado en calidad de parte, en realidad tan inverosímiles y tan especiales, bien puede tener evidencias las estupendas proezas que me atribuye
¿Pretendió usted con su Hija espiritual volver por los fueros de su familia, que consideraba ultrajados?¿Pretendió vengar la afrenta imaginaria, haciendo a los suyos un acto de desagravio? Así es de suponerse y así los suponen muchos. Pues si tales fueron sus intenciones, tendré de decirle, señor Doctor –aunque mi opinión parezca muy parcial, muy desautorizada y muy presuntuosa– que anda usted en extremo desacertado. Aunque la ofensa irrogada fuera real y efectiva, con venganzas como la suya no se desagravia a nadie, ni menos se honra y se enaltece a una familia; al contrario: quien arroja lodo, tiene de mancharse y si lo arroja en nombre de otros, tendrá de mancharlos también. Eso es muy claro. De tanto fango como usted me lanza bien puede caer algún chisguete en el blasón mismo de su familia. Al dar usted a la publicidad asuntos espinosos de su propia casa, asuntos de suyo discutibles, que presentan muchas fases y admiten diversas interpretaciones, ha puesto usted, de hecho, en tela de juicio no sólo a la acusada sino también a los acusadores: a la gente suya. Y como quiera que el ridículo y la calumnia son, por otra parte, armas de doble punta, acontece con frecuencia que salga más herido el atacador que el atacado mismo.
De la índole y aparato de su escrito se deduce, desde luego, que es ello –como lo he apuntado antes– obra de tesis filosófica contra el fanatismo religioso y, en especialidad, contra las escuelas de propaganda mística. Por esta faz ha sido ella muy acogida y celebrada por algunos de sus copartidarios, como se ha visto en ciertos periódicos sectarios, aun de Bogotá; y no han faltado quiénes la tengan por tan batalladora y certera que la consideran como un triunfo de la causa.
Perdone mi atrevimiento, Doctor Castro; pero tengo para mí que los que tal opinan están un poco desprovistos de razón. Este sérvicio que usted le ha prestado su causa, es peor todavía que el que le hizo su familia. Esta y usted son los únicos solidarios: lo que gane o pierda con el servicio referido, son asuntos particulares de la casa. No así en su partido político o filosófico: en este hay mucha gente y muchos intereses comprometidos; tiene él trascendencia y significado ideológico y lo representan hombres serios y pensadores. ¿Tendrán éstos por muy plausible su campaña? seguramente no. Bien podría su partido llamarlo usted a cuentas, cual se hace en la milicia cuando algún jefe comete un disparate; bien podría –dado su proceder de usted, el enemigo que eligió y las armas de que se ha valido– negarle la competencia que se ha atribuído por sí y ante sí, acusarle como usurpador de representación o mandato y hacerle el cargo de que ha buscado, en el campo sagrado y austero de la idea, un pretexto para desahogos mezquinos y personales. Esto sí que es claro. Causa que se sostenga con mentiras y calumnias o es muy mala o la malea y envilece quien para servirla apele a tales armas. La verdad y la razón se defienden con lo mismo. Sólo el error y la insensatez, que nada tienen qué perder, pueden usar el armamento que se les antoje. Causa que elige para el ataque un enemigo tan pequeño y un flanco tan descubierto, no se tiene por muy pujante. Si triunfa, como usted, el triunfo será irrisorio: será la victoria del león contra la rata, sobre una rata de sacristía. Pero no es éste el caso, precisamente: es que el triunfo suyo es enteramente fantástico, por la sencilla razón de que no hay enemigo, no hay siquiera ni molinos de viento. Las escuelas de propaganda conventual no existen en el país, que yo sepa. Las de propaganda católica, que son todas, mal podrían convertirse en noviciados de órdenes religiosas. Si son estas escuelas las que usted quiere combatir, dio el golpe en falso. Debió irse, si no sobre entidades ecuménicas, al menos contra cualquier institución docente, oficialmente religiosa, como las de San Ignacio de Loyola, Los Hermanos Cristianos, las madres de La Presentación, las de La Enseñanza, o cualquiera otra de las que por acá propagan. Enemigos de esta clase le honrarían a usted y a su causa y el triunfo hubiera sido efectivo y trascendente. Pero hacer armas por miras filosóficas y arremeter contra una escuela particular de niñas, contra una infeliz maestra sin nombre, sin categoría alguna, por suposiciones temerarias, por hablillas de costureros y por los aspavientos del politiqueo…, francamente, Doctor, que me parece más propio de las falsas beatas que usted pone en solfa que de la alteza masculina y de la gravedad del sabio.
Afortunadamente para su causa, ninguna persona sensata e imparcial puede tomar a lo serio la tesis y la campaña política de usted. En realidad de verdad que la intransigencia infundada, la estrechez de espíritu y el personalismo que se desprenden de su sátira, no pueden encarnar ninguna escuela filosófica, ni mucho menos "la religión de libre pensamiento", que llaman ustedes. Suponer eso sería un contrasentido.
Hay en todos los partidos, no sé si por natural tendencia o por espíritu de secta, centros palpitantes de individuos más o menos determinados que, por genialidad, por sistema o por ignorancia, tienen qué ver tanto con el credo a que están afiliados, como los acólitos con la teología, como los porteras con la diplomacia: Naturalmente que, a falta o a rechazo de ideas, piensan con los sentimientos; naturalmente que la intolerancia, el exclusivismo y el odio a quien no sienta como ellos, son su criterio para todo juicio y toda apreciación; natural que los copartidarios, que en algo difieran, son declarados cismáticos y acreedores, por ende, a la misma sanción que los contrarios, cuando no a otra más severa todavía. Desde luego, que en estos centros se cultiva y se aprende y se perfecciona –a pretexto de afianzarse en el partido– la antipatía y el aborrecimiento al prójimo, con la facilidad que dan las inclinaciones; y desde luego que la saña del fanatismo malea y envenena los corazones más sanos y levantados. En esos antros de irritación y suspicacia, de fiscalizaciones y de pesquisas, hay siempre un lente para aumentar las faltas ajenas y un microscopio para descubrirlas. De ellas salen los chismes, las murmuraciones y las calumnias: contra los incrédulos, si el antro se tiene por católico; contra los católicos, si se tiene por incrédulo. Los que forman en tales círculos se han llamado, en todo tiempo y lugar, fariseos, puros fariseos, fariseos en el catolicismo, fariseos en el racionalismo, fariseos en todo, porque esta especie lo mismo abunda en las filas de Cristo que en las de Voltaire, lo mismo en Samaria que en Judea.
¿Por qué habían de faltar en Medellín? Ciertamente que, ya en un campo, ya en otro, hay fariseos de toda cuenta. Eso lo sabe usted, Doctor Castro, mucho mejor que yo; pero lo que sí puede ignorar, acaso, es que el farisaísmo de su partido, en su ansia de escandalizarse, es el que más bombo le ha dado a su creación.
Usted verá si el aplauso le satisface; usted verá si se hace solidario con los fariseos de su causa; usted verá si es a ellos a quienes representa.
Si tal fuere, no tengo por qué negarles la beligerancia, o como se diga, a mis beatas sonsacadoras y urdemales. Así se puede casar la pelea.
Aquí abro un paréntesis por vía de aclaración. Tal vez creerá usted que estas consideraciones sobre política, lo mismo que las que se refieren al carácter literario de su obra y al desagravio a su familia, son inconducentes; tal vez creerá que se las hago por armarle polémica, o por el farisaísmo de que he hablado, o por bachillería de pedagoga, o por zaherirlo a mi turno. Pues no, señor Doctor: todo ello viene muy al caso. Verá usted: yo pretendo mover al público en mi favor, convenciéndolo de mi inocencia y provocando su conmiseración por la injusticia que se me ha hecho. Para probarle esa inocencia y mi justicia tengo qué demostrarle la malicia y la iniquidad de mis enemigos, o sean las de usted. No encuentro otro medio de defensa, ni creo que lo haya. Pues bien: usted con su obra se ha granjeado en el público medellinense tres gratitudes que yo debo tener en cuenta. La primera entre los intelectuales y los literatos, porque muchos de éstos ven en la novela de usted una gloria para las letras patrias; la segunda en una porción de sus copartidarios, por el golpe que usted ha dado a los contrarios; y la tercera, que es la más significativa, en la sociedad propiamente tal. Esta última gratitud debo precisarla un tanto. Según se me ha informado y yo he deducido, es opinión muy socorrida entre mucha gente, la de que usted, al volver por los fueros de su casa, ha abogado por el hogar antioqueño en general, dando una gallarda protesta contra todo lo que pueda dañarlo o atacarlo y un castigo ejemplar a los culpados. Así es, Doctor, y aunque no todos le hayan concedido mucha hidalguía en el modo como ha administrado justicia, ni mayor eficacia en el resultado personal, no por eso han dejado de agradecerle las intenciones, o acaso por lo mismo se las hayan agradecido más aún. Esto es muy natural; la idea de que "a los tuyos con razón o sin ella" es para despertar simpatías y para justificar muchas acciones; y es también muy lógico que, así como se ha generalizado el tiro a la beatería entera, se generalice el servicio a todas las familias. Es ésta la consecuencia indefectible y la intención que informan obras como la suya, a saber: encarnar colectividades en individuos determinados. De ahí que el productor de tales obras contraiga de hecho, enorme, trascendental compromiso ante la verdad, ante la imparcialidad y ante la crítica.
Ya comprenderá usted que estas tres gratitudes, que le justifican ante muchísimas personas, son, desde luego, muy perjudiciales a mi defensa. Por eso he pretendido demostrar, con razones de sentido común, que, no siendo muy grande ninguno de los tres servicios, no tienen por qué serlo las tres gratitudes que ellos ocasionan; que al no asistirle a usted razón ni justicia en el campo literario, ni en el político, ni en el social, ni en el personal, su obra no tiene el valor y la importancia que muchos le conceden. Esto es todo, Doctor; éste es todo el aparato de mi defensa. Al destaparlo con tanta franqueza, bien habrá de comprenderse que no me valgo de artimañas y de sugestiones de baja ley.
Y como usted, Doctor Castro, me ha obligado en esta vez a ser atrevida y solemne, aspiro por el presente escrito, no sólo a defenderme a mí misma, sino también, y antes que todo, a abogar por mis prácticas devotas y mis creencias religiosas que usted ataca indirectamente y que yo estimo más que a mi propia fama. Pretendo también volver la cara por mi gremio de beatas y de maestras, a quienes usted ha puesto en la picota.
Debo declararle además, y lo declaro con toda sinceridad, que al hacerle a usted y a su familia, como les he hecho y les haré, varios cargos no muy leves ciertamente, no me mueve ningún sentimiento innoble; que lo hago en fuerza de la necesidad; que no pretendo, ni lo podría amenguar a usted y a los suyos en ningún sentido. No, Doctor: demasiado comprendo lo que ustedes son y lo que valen; demasiado sé, y lo sabe todo el mundo, que nadie es impecable ni infalible y que un error y una acción indebida puede cometerlos la persona más bondadosa y más discreta. Declárole, por último ¬–¬y no lo tome como artimaña de beata hipócrita–que, por los disgustos y mortificaciones que con esta publicación pueda ocasionar a usted y a los suyos, pido perdón de antemano.
Y cierro el paréntesis.
¿La propaganda conventual es realmente tan nociva a la sociedad, que para contrarrestarla se pueda esgrimir toda clase de armas? ¿Hasta la calumnia? ¿El celo político, el deber por la idea obligan a un autor hasta ese extremo? Usted lo sabrá, Doctor Castro. Pero en el presente caso, las alarmas tienen más de aspavientos que de razón. El mal que una pobre maestra escuela pueda causarle la humanidad conquistándole discípulas para el claustro, está sólo en la mente asustadiza y prevenida de algunos falsos corifeos del libre pensamiento, no en la realidad de las cosas. En efecto: muy pocos podrán creer, como usted –si es que cree– que una preceptora de niñas, con sólo untarle saliva a una discípula y predicarle que el matrimonio es una desvergüenza y un pecado, puede hacerla arrepentir de sus esponsales al aproximarse la boda; y mucho menos, si esa discípula es como la que usted retrata, esto es, de clara y brillante inteligencia y de carácter levantado e independiente. Mucha fe se ha menester para creer un hecho casi milagroso. Alguna novia enamorada no la hace desistir de su programa potestad ninguna de la tierra. Dígalo si no la diaria experiencia. Para ello se necesitaría que sobre la enamorada obrase un poder sobrenatural, divino o diabólico, nada menos. Pero esto no hay para qué suponerlo, porque en su poema no consta nada semejante: a la beata heroína no la asiste más poder que el natural de la sugestión. Usted, probablemente, no creerá en lo sobrenatural, pues, de creerlo, la habría pintado posesa del demonio. Así tendría su enredo alguna verosimilitud.
Más, dando por cierto y efectivo el milagro en referencia, dando por cierto que yo, o alguna de mi caterva, le robase a la sociedad, del acervo de mujeres, algunas cuantas esposas de Cristo, o para nada, tampoco era para alarmarse demasiado. ¿Qué mal se le haría con ello a la humanidad? Bien sabe usted, Doctor, que a vosotros los hombres os sobra con quién casaros; que, con respecto a los varones, hay en todos los países un excelente abrumador de mujeres. Pues parte de este sobrante, que ningún papel desempeñan en el matrimonio, es la que se hace a un lado, la que se aparta, la que se retira para no estorbar.
Sé muy bien que los conventos les son antipáticos a muchos pensadores y que contra aquéllos se han escrito no pocos libros. Pero, por más que así sea, no dejará de ser todo es una injusticia y un error de apreciación, engendrados por el espíritu de secta
La clausura, sea por verdad o por mentira, sea por el servicio a Dios o por la comodidad personal, no quebranta ninguna ley social ni natural.
El amor en el sentido humano, y el matrimonio, son derechos, obligaciones, y menos lo serían en las mujeres que no tenemos la iniciativa en puntos tan capitales. El derecho de encerrarse lo tiene quien tenga el de salir y andar por donde le acomode, puesto que lo una implica lo otro; más ahora tenerlo la mujer que es casera por naturaleza. Se dice que en los monasterios se amortizan ingentes capitales y que con ello se perjudica a la sociedad. Será o no será; pero no todos los problemas de la vida se resuelven por el principio económico y pocas veces priman los intereses generales sobre los particulares, quizá por aquello que es ya canon en su partido de usted, aunque poco practicado, de que " todo conflicto social y económico se resuelve por la libertad ". Lo que pasa con las capitales de las monjas pasa con las de muchas compañías, familias o personas, sin que nadie les haga por ello el menor cargo; porque esto de gastar o ahorrar es otro derecho natural que le asiste a todo el mundo. Sostienen muchos que los conventos son centros de pereza y de ociosidad. Seguramente que lo dirán porque las monjas o los monjes no hacen negocios para conseguir riquezas; pues lo que es trabajo, de toda clase se prescribe y se ejecutan las reglas más contemplativas. ¿Quién lo ignora? Algunos tienen los conventos como restos ominosos de épocas bárbaras y aseguran que, merced al progreso, seguirán acabando hasta el extirparse por completo. ¿Se cumplirán tales pronósticos? Soy tan beata, señor, que se me figura que no; que siempre habrá conventos, cualesquiera que sean las condiciones y circunstancias del progreso. Si es impasible y neutral, nada le va ni le viene con ellos; si es religioso e idealista, tendrá de fomentarlos; si racionalista el impío, habrá de permitirlos, porque la impiedad y el racionalismo proclaman la libertad de conciencia y de profesión. Todo progreso tiene qué aceptar y reconocer la humanidad tal cual es en esencia; podrá regirla a su modo; podrá modificarla en el transcurso de los siglos; podrá educarla ya en unas ya en otras escuelas; podrá encauzarla por nuevos y distintos rumbos; pero nunca podrá sustituírla por otra humanidad diversa. Por lo mismo no podrá extinguir en el hombre el instinto de religión, de lo sobrenatural, ni el ansia por un bien y una verdad ultraterrestre. Siempre habrá monjes y contemplativos, como habrá también poetas y soñadores.
La fórmula convencional de la beata exige que ésta sea solterona, histérica, envidiosa despechada, urdemales y no muy limpia de pensamientos e intenciones. Pero las convenciones, Doctor Castro, son prejuicios y éstos, errores las más de las veces. No niego que exista esta clase de beatas –las de la mala acepción del vocablo– porque en la humanidad todo cabe; más, por lo mismo, niego que sea ella el tipo que las comprenda a todas. Este, el más múltiple y heterogéneo de los gremios, que, como el de los literatos, abarca las infinitas fases de la mente y del sentimiento, no es para encarnarlo en determinado ejemplar. "De todo hay en la viña del señor".
Desde luego que en Antioquia, por infinidad de circunstancias –que no hay para qué señalar, por ser muy conocidas– no es éste el tipo de la beata. Las hay necias y mojigatas, histéricas y aburridas, y no faltan fariseas que de una hormiga levantan un camello. Acaso haya algunas con malas intenciones contra el prójimo, o que sean juguete de sus pasiones; pero todas estas máculas no es concebible que se junten el mismo sujeto. Tal dechado de maldades se sale de lo ordinario. Así y todo, una beata en tales condiciones sería una santa al lado de su heroína.
Su creación, Doctor Castro, está fuera del supuesto, del enunciado y del concepto de su novela. La que, atentando contra la sociedad, contra la naturaleza y contra Dios, siembra odio a los hombres en el corazón de niñas inocentes; la que, pervertida por el rencor, por la envidia y por un fanatismo feroz y antihumano, corrompe y enloquece a una joven hasta hacerla desistir de altos compromisos y de proyectos santos y legítimos, no es ya una beata, ni de mediana ni de baja clase, ni de aquí ni de ninguna parte; no es una histérica ni una desequilibrada; no es una mujer moralmente, ni siquiera un sér libre y racional: es una anomalía, una de esas monstruosidades humanas que vosotros los antropólogos estudiantes con tanto interés. Colocar entre las beatas y hacerlo aparecer como tal a un personaje de esta índole, es un disparate incalificable. Es tanto como poner entre los sabios y pensadores a un infeliz idiota de las plazas públicas; como presentar en calidad de cantante a un sordomudo de nacimiento.
Muy humanas y verdadera será, probablemente, las miserias y maldades que usted muestra al disecar el alma que supone; pero se equivocó deplorablemente al meter esa alma dentro de una persona en las condiciones de su heroína, y, al equivocar el envase, echó a perder la mixtura y anuló la fórmula. Un buen boticario hubiera buscado el frasco en un manicomio, en un establecimiento de castigo o si quiera en el hospital. El escarnio que usted quiere hacer a las maestras beatas, endosándoles su engendro, no es a ellas, si bien se mira: es a la sociedad que lo conciente. Cómo no! Perversidades y degeneraciones como las de su protagonista tienen que anunciarse necesariamente, de algún modo, desde edad temprana, como se anuncian las locuras o el idiotismo; como se anuncian las particularidades de un carácter cualquiera. Seres semejantes no pueden pasar inadvertidos, ni rebelarse inopinadamente en edad avanzada, porque en su deformidad tiene que haber algo que ingenito: todo no puede sér adquirido. Quien les conozca, de trato únicamente, tendrá de notarles alguna rareza, por más disimulo e hipocresía que gasten. Luego la sociedad que se deje engañar por una impostora tan deforme, hasta el punto de confiar la educación de sus hijas, es una sociedad muy ciega, muy indolente y muy estúpida; luego el insulto suyo es a ella. Sí, señor Doctor: dadas sus premisas, esta consecuencia es lógica, completamente lógica.
Las beatas tenemos la misma arcilla de toda hija de Eva; pero sea por necesidad o por vocación, sea por resignación inevitable o por amor a Dios, no nos cumple especular con ella ni explotarla en ningún sentido; ni ello podría caber en nuestro programa. De hecho nos acogemos al espíritu; y de tal modo, que la vida del beatario bien entendido se llama por antonomasia "vida espiritual". Las beatas somos –según la frase consagrada por vosotros los poetas– "alma sedienta de infinito". ¿Seremos tan ridículas y farsantes que nos sacamos la comedia nosotras mismas? ¿Séremos todos tan nulas, tan infelices que, aspirando a desligarnos del barro de la tierra y poniendo en ello nuestro mayor empeño, no lo consigamos en lo más mínimo? ¿Ni aún para tener alguna limpieza de corazón? ¿De nada nos valen las oraciones? ¿De nada los sacramentos? ¿De nada el alma y sangre y la carne humanas de Cristo y su divinidad, ingeridas cuotidianamente en nuestro espíritu y en nuestro cuerpo todos? ¿Todas las beatas tendremos de ser sacrílegas perpetuas?
Sólo así, sólo por sacrilegio habitual, cabrian en mujer de tal escuela las abominaciones que usted le atribuye a su personaje. Bien es cierto que usted no creerá en gracias sobrenaturales. Pero si no cree en ellas, cree demasiado en la sugestión, toda vez que en eso pretende basar la verdad de su novela en referencia. Pues bien, Doctor, ha de saber usted, por si lo ignorare, que la sugestión suprema, la sugestión por excelencia, o como usted quiera llamarla, es la sugestión sacramental. Puede corroborarlo quien haya recibido algún sacramento con espíritu de fe. Según esto, no me podrá negar que hay organismos, que hay barros idealizados por sugestión; que la magia, la brujería, el hipnotismo, o como usted, repito, quiera llamar a eso que algunos tenemos por acción de la divinidad, mantiene poseídos o embobados –¡Bendita bobería!– A muchísimos "temperamentos", como dicen los materialistas.
Usted sostiene –y con usted todos los de su escuela– que para que una mujer sea señora, para que sea limpia por dentro y por fuera, le bastan las sugestiones puramente humanas, sin necesidad de sér beata y sacramenta. ¿Por qué, entonces, negarnos tal título a las que, además de a tales elementos, ocurrimos a los medios que estimamos siempre eficaces, a las fuentes que apagan toda sed?
Muchos que pretenden estar en la verdad y en la relación de todas las cosas, se supone que las beatas solteronas somos unos seres que no nos aguantamos a nosotras mismas; que, por el hecho de no sér esposas ni madres, nos desequilibramos física y moralmente; que la envidia a las que obtuvieron estos galardones nos pudre y nos envenena.
Que este sea el criterio del mundo, enemigo del alma, es muy natural; que sea el de los materialistas, es muy razonable; que sea el del vulgo necio, es muy lógico; pero que a ese criterio se acoja el Doctor Alfonso Castro que, en muchas de sus obras, ha ensalzado y cantado al espíritu humano, es casi incomprensible. ¿Les niega este autor el alma a la solterona? ¿Les hace una casilla aparte en la clasificación del reino humanal? Si es así, tiene algo de razón, pero a la vez debería admirar nuestra actitud, más bien que afearla. Si no somos más que animales; si somos seres inútiles; si no servimos ni para ornato ni para recreo; sino tenemos objetivo ni significado en la vida, ¿no es cierto que representamos nuestro papel de bestias chasqueadas e inútiles con demasiada mansedumbre? ¿Qué nos importa entonces a nosotros la existencia propia ni la ajena ¿Qué nos importa la marcha de la humanidad? ¿Qué la cadena de las generaciones?
Doctor: es juzgar a la mujer como animal solamente, sin pensar que ella tiene un alma como el hombre, y que también tiene que responder por ella. Ya ve usted si esto será criterio. Ninguna mujer, por desnaturalizada que sea, desconoce la grandeza de la esposa y de la madre; ninguna ignora lo que ellas son implican en la humanidad; pero una cristiana o espiritualista no puede cifrar en estos solos atributos la excelencia de la mujer: sobre estos atributos accidentales está el atributo esencial; está el espíritu: sobre la esposa y la madre está el alma. A una mujer que se sienta con un alma redimida no puede pesarle su soledad.
El instinto de la maternidad –que usted ha explotado en su novela con tanto esmero–recide, por su misma magnitud y trascendencia, en la parte animal y espiritual de la mujer; y el espíritu es, seguramente, quien le imprime y le presta mayor grandeza y eficacia. Por lo mismo, no se necesita ser madre materialmente para satisfacer ese instinto: por eso la que no tiene hijos por la carne, los busca por el espíritu y por el corazón, ya en parientes próximos, ya en hospicios y orfelinatos, ya en hospitales y colegios, ya en el seno mismo de comunidades religiosas. Creo que no se puede hacer de este instinto una aplicación más humanitaria, ni una consagración más hermosa. Así es que el tedio y el despecho que se nos atribuye a las beatas no tiene porque existir. El mismo título de su obra prueba que usted cree en la maternidad por el espíritu. Juzgar a las solteronas ridículas e inútiles porque humanamente no somos amantes y amadas, es muy curioso. Según eso, debería tenerse a Bolívar por muy poca cosa porque no tuvo hijos, y a Newton y Godofredo por nada, porque sobretodo amaron la pureza. Si al hombre, progenitor, se le juzga grande o pequeño por el corazón y por la inteligencia y no por los hijos que haya dado o no dado, ¿Se ha de juzgar solamente por lo último a la mujer?
Ciertamente que hay solteronas envenenadas, pero rara vez las envenena su condición de tales: las envenena la hiele que el mundo destila contra ellas, el sarcasmo continuo de que son blanco, aún en el seno de sus familias. Esta hostilidad es la cruz del solterismo femenino. Una solterona ha menester mucha grandeza de alma y no poco de disernimiento crítico para afrontar con serenidad la situación en la que la social la coloca. He aquí porque buscan idelas sublimes que las amparen, que las escuchen contra los tiros del mundo; he aquí porque se acogen a una doctrina y una filosofía que les explica y les define la vida, que las alienta en el cumplimiento del deber. ¿No es esto muy natural? El mundo es enemigo del alma y muchas vocaciones místicas las determina este enemigo con sus mismas injusticias.
Vosotros los sociólogos racionalistas deberíais ver en esta medida de las solteronas el cumplimiento de un principio evolutivo, toda vez que ella tiende a la defensa y a la conservación de la vida. Nosotros los católicos vemos en esto vías de la Providencia. En este caso, como en varios, convergen las dos escuelas a un mismo punto, llegan a idéntico resultado. Por lo tanto, no deberíais vosotros tomar a mal aparte un fenómeno tan explicable en vuestra propia doctrina. El derecho de existir siempre tal sobrante de mujeres, con respecto a los varones, bastaría por sí solo para que los hombres serios y pensadores, como usted, viesen en este eterno sobrante alguna ley o plan de Dios de la naturaleza; no a un gremio odioso y ridículo.
Respecto a ese otro gremio de maestros y pedagógas, la prevención en contra de ella es, entre nosotros, y acaso en todas partes, harto clara y manifiesta. Para estas pobres no hay lado ni antecedentes que las favorezcan: siempre quedan de blanco del uno o del otro partido, como si una escuela de niñas tuviese una gran importancia política. Si la maestra forma en el beatismo militante, es para los más una mojigata que tuerce el corazón de las niñas con prácticas y principios estúpidos y antisociales. Si la maestra no forman en la beatería, es para los otros una despreocupada, una libre pensadora, que forma discípulas impías. Para unos y otros son las maestras, sobre todo las de segunda enseñanza como unas pedantes insufribles, unas bachilleras y marisabidillas que quieren imponerse y entrometerse en todo. Esta es la opinión general que aquí se tiene sobre este gremio, siendo muy pocas las personas imparciales que lo miren con benevolencia o con simpatía. El poco aprecio y el mucho desdén con que aquí se miran las escuelas de señoritas, de cualquier clase y condición, puede comprenderlo quien asista a un acto público de alguna de ellas. La maestra y las discípulas son objeto de burla en la mayoría del público, especialmente el masculino. Tanto, que estos actos ha habido que limitarlos únicamente a los interesados.
No sé si este desdén será natural y merecido; pero la actitud de algunos de vosotros los hombres, con respecto a la escuela de señoritas, no la encuentro ni muy consecuente ni muy justificable. Aspiráis para vuestros hogares a mujeres piadosas y abnegadas; las quereís con las luces suficientes para alternar con vosotros en asuntos espirituales y aún científicos; os quejáis con frecuencia de que se cultive tan poco la inteligencia de nuestras jóvenes; pero os enfadan y mortifican las maestras que tratan de educarlas o de ilustrarnos. Queréis el buen vino; pero aborreceís a los viñadores.
A muchos os ofusca que se les forme según el padre astete. ¿Será posible, que entre nosotros, otra filosofía para las señoritas? No lo sé, como no sé tampoco si la fórmula actual de nuestras escuelas corresponde a la condición de la antioqueña y al estado actual de nuestra cultura; sólo sé por amarga experiencia, que el pan de las maestras es en Medellín un pan con levadura de lágrimas y sólo la lucha por él, la ley avasalladora de la necesidad, o el deseo del sacrificio puede obligar a una pobre mujer a una profesión toda espinas e ingratitud. Y no lo digo yo por queja: mal puede quejarse la necesitada a quien sólo este pan le fue dado conseguir.
En esa solteronas, en esas beatas, pedagógas o no, en eso seres que el mundo desprecia y ridiculiza –¿Por qué no decirlo?– Hay almas blancas, luminosas, forjadas al fuego de un amor que, por más que intente negarlo algunos espíritus, existe la vida como cualesquiera realidades. Ah, Doctor! Si usted penetrase con su escalpelo en una de esas almas donde habita Dios; si usted las analizase, borraría, tal vez hasta con lágrimas, lo que escribió con odio y apasionamiento. ¿Qué mal le hacen esas almas a la sociedad? ¿En qué se oponen al ideal? ¿En qué estorban a la marcha del progreso? ¿A los poetas, a los sabios, a los espíritus libres y soberanos solo y él y escarnio les merecen esas almas? ¿Sólo eso, la aspiración al bien? ¿Sólo eso, el ansia de poseer a Dios? Ah! Doctor Castro!... Entendía lo contrario; entendía que a vosotros, voceros y reveladores de la humanidad, os correspondía de hecho el dar aliento a toda lucha por el bien, a toda aspiración elevada, a todo sueño poético, a cuanto tienda a sacudir el barro de la vida. Entendía que, en vuestra amplitud y sabiduría, nada habría de sorprenderos; que, en vuestra facultad de explicaros todas las fases y relaciones de humanidad, las causas y los efectos de todas las cosas, miraríais con angustia impasibilidad, lo mismo los errores que las evidencias, lo mismo las virtudes que los vicios, lo mismo las miserias que las excelsitudes; que si eraís filósofos bajo alguna moral, tendríais para quien la conculcase la indulgencia el sabio; que si eraís filósofos escépticos, no tendrías porque aplicar ninguna ética a las acciones del hombre. Dejo así cumplidos mis propósitos y voy a mi defensa personal.
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Con su novela Hija espiritual sucedió lo que lógicamente tenía que suceder: la sociedad hizo caso omiso de la ficción, en cuanto tiende a idealizar las víctimas; pero tomó al pie de la letra cuanto en ella mancha y escarnece a la victimaria, máxime con la confirmación verbal de sus deudos. Los suyos se quedaron como eran antes; yo fui definitivamente, de ahí en adelante, "escándalo y baldón de la comarca".
Desde antes, con motivo de las murmuraciones que corrieron contra mi a propósito de los acontecimientos de la familia de usted, me habían retirado varias niñas del establecimiento. Sufrí desde entonces no pocas mortificaciones y desaires y hasta insultos en la calle y en mi propia casa, donde se me vejaba, durante las clases, por cuadrillas de emboladores que no tenían porque estar al tanto de lo que ocurría. Aunque enterada de todo, guardaba silencio porque, cómo usted a verlo ahora, yo no debía, sin faltar a la discreción y a la delicadeza, explicar lo sucedido. Pero como no todas las familias que me confiaron sus hijas creyeron los cargos y las murmuraciones en referencia, si yo mi colegio con algún personal: pude sostenerlo, con bastantes pérdidas, por supuesto; pero con la esperanza –muy fundada al parecer– de que, merced al tiempo y la reflexión, todo se calmaría. Creo que así habría sucedido, y lo creen conmigo las personas que me han alentado en mi tribulación. Pero no contábamos –y mal podíamos preverlo– con el rayo que usted forjaba contra mí desde su gabinete de escritor. Éste fue el golpe de gracia. La calumnia que todavía flotaba vaga e indecisa, resonó ya, documentada y reforzada por los vientos de la publicidad, en forma artística y bajo firma autorizada y competente. ¿Quién podría dudar ya? De mí se aseguraron infamias tales, que una mujer, por depravada que sea, no es ni capaz de concebirlas. No es poca la ciencia del mundo y de la vida que, con motivo de su obra, he adquirido desde entonces. Le deberé al menos, Doctor Castro, estas revelaciones de la experiencia de usted. Lo que pasó por mí, sólo podrá comprenderlo quien creyendo pisar senda segura, vea de pronto abierto a sus pies un abismo sin fondo. No exagero. Usted, Doctor, no podrá concebir, acaso, las torturas de un alma femenina y timorata, al entender las podredumbres de la vida. Se me dio por muerta en esos días. ¡Ojalá! Se me dio por loca declarada: y ya ve Doctor: la poca cordura que Dios quiso concederme la tengo tan arraigada, que usted mismo no me ha hecho enloquecer todavía. Mi colegio se fue a pique por completo. Los padres de mis discípulas creyeron, con razón, que no era prudente tenerlas más tiempo bajo la dirección de una mujer que, si bien podía sér inocente de las recriminaciones que se le imputaban, llevaba consigo los estigmas de la mala fama y del ridículo. Y a la fecha lucho abrazo abierto, en campo profesional que no es el mío, contrató los vientos de la adversidad. Entre tanto la prensa de Medellín y de Bogotá, felicita a usted por su triunfo.
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Voy, pues, Doctor Castro, a hacerle, a mi vez, y ante el mismo público que usted ha escandalizado y lanzado contra mí, el retrato de mi propia personalidad y la narración fiel y exacta de los acontecimientos, en lo concerniente al asunto, por lo menos en cuanto a lo principal. Pongo a Dios por testigo de mi verdad y buena fe.
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Mi familia ha sido pobre y humilde; pero limpia y cristiana. En mi hogar hallé ambiente de trabajo, de recogimiento y de piedad. Desde niña he sido inclinada al misticismo y a la enseñanza. Soy huérfana de padre y, desde que pude trabajar, he ayudado a mi madre y a mi hermana enfermas, y luego las he sostenido del todo, como que soy la única en la familia que puede velar por ellas. Fuera de las relaciones consiguientes al misticismo y a mis obligaciones pedagógicas, no he tenido ninguna otra conexión con el mundo, ni en el sentido de noviazgo ni pretendientes, ni el de diversiones ni esparcimientos, ni siquiera en el de galas y adornos. Mi vida y mis costumbres han sido sumamente simples, sencillas y modestas.
Por nombramiento oficial he desempeñado las escuelas de Amalfi, Fredonia y Santodomingo; y, ya por el precepto, ya por el ejemplo, he seguido mi carrera de maestra la pedagogía que se me ha enseñado y que yo tengo por verdadera; a saber: inculcar, antes que las ciencias, ideas y sentimientos cristianos; formar el corazón antes que la cabeza. Por complacer a algunas amigas, y con permiso del párroco respectivo, di en Santodomingo, fuera de la escuela, algunas conferencias, o cosa así, sobre rudimentos de vida espiritual, con la simplicidad, la buena fe y el apostolado que cumplen una cristiana cualquiera.
No se instruía en ningún sentido: apenas sé lo que necesita una maestra común y lo que no debe ignorar ninguna católica. No me considero estúpida; pero carezco de talento y mucho más de penetración, pues, en verdad, Doctor, –¡y tarde lo he comprendido!– Que me falta mucha malicia y que no he procurado conseguirla. La vida en el sentido mundanal, o sus maldades, he tratado de conocerla lo menos posible. No he tenido más lecturas que las devotas y las relacionadas con mi profesión. He aspirado desde la edad de la razón a la vida religiosa y contemplativa. En mi anhelo por alcanzarla, he trabajado para ver de adquirir el dote y dejarles asegurado mi madre a mi hermana un modesto pasar. En la carrera de mi vida he encontrado almas que, como la mía, aspiran a poseer a Dios: naturalmente que les he hablado con entusiasmo de este único ideal; mas nunca he sido yo quien se los haya indicado o sugerido como vocación. El propio sistema, más rigoroso todavía, he observado con la infinidad de discípulas que he dirigido. Bien se me ha alcanzado, en mi misma ignorancia, que ese asunto corresponde a quien tenga la autoridad, el derecho, el saber y el prestigio que él requiere; no a una triste maestra de escuela. De celo indiscreto y de apostolado indebido, no me acusa mi conciencia. Si los hubo, será por mi falta de conocimientos o por mi poco tino, no por intención deliberada. No me considero, tampoco, beata predicadora, ni arregladora de conciencias ajenas. Siendo beata, como lo soy, no puede importarme el mundo demasiado; pero, por la misma beatería, no puedo ni debo odiar al prójimo en lo mínimo. Tanto no le odio, que a usted mismo, que tan grandes males me ha hecho, no le odio ni le deseo mal ni aun de pensamiento: pido por usted por lo mismo que es mi enemigo, acaso el instrumento de que se ha servido la Providencia para ponerme a prueba. Siendo católica sincera y convencida, como lo soy en efecto, no puedo ver en el matrimonio sino una institución muy santa y muy sabia, puesto que mi Santa Madre la Iglesia lo ha consagrado como sacramento. Por lo mismo, es un contrasentido el que se me juzgue como enemiga de tal estado hasta el punto de desbaratar casamientos. Ignoro si seré histérica y desequilibrada; yo al menos no me siento tál; y en tal caso, a usted, señor Doctor, le tocaba el probarlo, pero no con ficciones de novelas. Creo, más bien, que domino mis nervios mejor que el común de las mujeres; y me lo prueba el haber arrostrado esta crisis de mi vida con alguna serenidad.
Todos estos datos tan interesantes sobre un personaje a quien usted ha dado tal celebridad, puedo abandonarlos con el testimonio de muchas personas honorables y de criterio que me conocen de cerca.
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De la confesión a mis discípulas, de las unciones con saliva… ¿deberé defenderme? No, Doctor: siga creyendo en ellas; pero abra su cerebro a todas las luces, porque, sino, acabará usted también por creer en milagros de viejas y de brujas y acabará hasta en beato degenerado. Sólo respecto de lo primero habré de decirle: que penetrada de la importancia que la Iglesia Católica atribuye a las buenas disposiciones con que ha de recibirse el sacramento de la penitencia, me esmeraba, hasta donde podía, en preparar para él a mis discípulas, especialmente las que habíab de tener la primera confesión. Recordaba que el Illmo. señor Doctor Pardo Vergara, de grata memoria, me había dicho: "Tranquilo me siento a confesar a los soldados de un ejército; pero cuando se trata de una niña en la primera confesión, tiemblo y me amedrento. Por tanto, tenga usted sumo cuidado en enseñar a sus discípulas lo que la Iglesia exige sobre el modo de expresarse con el confesor, al fin de evitar que algunos, no muy discretos, hagan más mal que bien en esas almitas tan inocentes. Mande sus niñas a los sacerdotes que le he indicado, en cuyo juicio y sabiduría se puede confiar ciegamente".
Siguiendo tan experimentado consejo, dedicaba yo largas horas a cumplir con ese deber. ¿Será esto recibir la confesión de las discípulas? Y, por otra parte, ¿qué graves faltas podría haber en esas tiernas almas, que no pudieran ser conocidas de sus padres y maestras? Esto es demasiado frívolo, señor Doctor, para formarme por ello tan tremendo capítulo de acusación.
Siendo yo una beata reconociera, era muy natural que mi Colegio de la Inmaculada, con programa, nombre y carácter tan católicos, tuviese alguna acogida entre la gente rezandera y conservadora que por acá abunda. Así sucedió en efecto; pero no fue esto sólo: muchas familias de reconocido liberalismo me honraron también confiándome sus hijas. Entre éstas la honorable familia de don Ricardo Castro, su señor padre de usted.
El Colegio de la Inmaculada, fundado desde 1896 –que yo dirigía exclusivamente de 1901– entraban el séptimo año de sus tareas, cuando ingresaron como alumnas de él sus hermanas las señoritas Eva, Mercedes y Ana Castro. Pocos días bastaron para que la primera sentara reputación bien sólida de inteligente, estudiosa, amante de sus profesores y condiscípulas, celosa por el buen nombre del establecimiento y decidida por las enseñanzas dadas en él. Con algunas de las anteriores alumnas formó Eva en una especie de grupo de honor, al rededor del cual se desarrollaban las tareas y el crédito del plantel.
Desde luégo observé en su hermana de usted espíritu de piedad sin exageraciones –seguramente por el ejemplo de su cristiana madre– y carácter firme y decidido combinado con cierto modo extremo en sus actos volutivos, pues nada sabía hacer con indiferencia y frialdad.
Ligadas por los lazos comunes de la idea y por el consecuencial afecto que ellos crearon, recibí siempre de Eva y sus hermanitas manifestaciones tales de cariño que recordaré siempre mientras viva con indecible gratitud. Como resultado de eso, entré relaciones de amistad con su familia, cuya casa concurrí varias veces por repetidas instancias de sus hermanas, y por donde se me dieron prueba de estimación que –desde entonces– creí no merecer y que, sin embargo, esperaba, en mi candidez, que serían muy duraderas. ¡Quién hubiera pensado entonces que había de llegar un día en que sería yo para aquella familia el cabrón escogido para llevar sobre los lomos los pecados de Israel!
Las señoritas Castros dejaron de ser mis discípulas al fin del año de 1902; pero, como amante del Instituto y amigas fieles, continuaron, en los dos años siguientes, visitándome con frecuencia y fomentando en todo sentido nuestra buena relaciones. Así, tomaban parte, quizá la principal, en las fiestas religiosas que se celebraban en el colegio en honor de la Santísima Virgen María y hasta en los obsequios cariñosos que las alumnas me hacían en el día de mi cumpleaños. Recuerdo con tierno reconocimiento que en 1904, sus hermanas Mercedes y Ana desempañaron importantes y lucidos papeles en la representación dramática con que me honraron mis discípulas, y que su hermano don Enrique, por determinación espontánea, contribuyó, como músico de gran mérito, a solemnizar el acto por complacerlas a ellas. Hago estas gratas reminiscencias, señor Doctor, para que conste que yo era amiga predilecta de su familia y que, a menos de ser un aborto monstruoso de la naturaleza, estaba sobremanera obligada hacia los suyos.
Si bien eran, como tengo dicho, muy notables la piedad y el fervor religioso de Eva, nunca llegué a pensar que tuviese vocación para la vida del claustro, puesto que yo sabía que, a su corta edad, sin desengaños y dolores morales ningunos –que suelen a veces transformar las primeras inclinaciones– ella había mostrado antes tendencias al matrimonio, tendencias concretas que supo vencer por acatar la voluntad del señor padre, a quien no le era simpático el objeto de la inclinación de Eva. Como prueba de respeto y amor para con la familia y de obediencia a sus superiores, citaré este rasgo particular: por convicción, o por prudencia propia de una alumna aprovechada del Colegio de la Inmaculada, Eva manifestaba aversión por los bailes, y con entera libertad se expresaba contra ellos ante su señor padre, cuando éste quería que concurriera a alguno. Y sin embargo, en virtud de mis exhortaciones para que complaciese a don Ricardo –cuya voluntad debía acatar en todo cuanto no contraviniese a las prescripciones del Decálogo de la Iglesia–, se prestaba a asistir a tales reuniones, sólo por deber y aun contra su gusto.
A fines de 1903 o principios de 1904, pues no recuerdo la época precisa, supe por mi discípula Concepción Pérez que su hermano don Rafael distinguía a Eva con sus atenciones y andaba solícito en obtener su correspondencia. Como me dijese Concepción que estaba muy disgustada por eso, y que aprovecharía la primera oportunidad que se le presentase para enrostarle a su hermano que hacía mal en querer turbar con sus pretensiones la vocación religiosa, que según ella, había en Eva, le contesté que no se mezclara en ese asunto, porque si Eva tenía tal vocación, el asedio de don Rafael la pondría a prueba, y que si no la tenía, ninguno más digno que él de ser su esposo. Pocos días hace que la señorita Concepción misma me recuerdó este incidente, llamándome la atención sobre la injusticia para conmigo, pues ni ella ni la señora madre de don Rafael comulgan en este asunto con usted y los suyos, Doctor Castro.
Cuando Eva me participó confidencialmente que amaba al señor Pérez, explícitamente le aprobé la elección que había hecho, encomiándole con entusiasmo las cualidades de don Rafael y prescribiéndole solamente que, antes de decidirse, consultara la opinión y voluntad de sus padres.
Posteriormente, en un paseo a la fracción de Robledo, don Rafaela precisó a Eva sus aspiraciones, y ella le contestó que durante la semana le haría saber, por conducto mío, su resolución. Efectivamente me hizo este encargo: "Señorita, si Rafael viene a pedirle una respuesta mía, dígale que sí". Me parece que fue el domingo siguiente cuando el señor Pérez se presentó en el colegio a saber el resultado de su proposición; yo le transmití la respuesta de Eva en los mismos términos que ella la dio, y agregué que lo felicitaba muy cordialmente por el logro de sus deseos. Después se me participó el convenio de matrimonio tanto por don Rafael, personalmente, como por el mismo don Ricardo quien, por estar enfermo, envió a mi casa con tal fin a su hijo don Enrique.
Por enfermedad aguda que me aquejó en esos días, se aplazó, según me dijo Eva, el cambio de argollas, pues deseaban que yo fuera madrina en esa ceremonia. Señalado el día para ella, y por hallarme aún en convalecencia, me excusé de asistir al acto por medio de una carta muy agradecida. No fue admitida mis excusa y por instancias de su familia hube de aceptar un coche que se me envió, en el cual me trasladé a la casa de los señores Castros en compañía de Concha y de Pedro, hermanos del novio. Allí fui objeto de las atenciones de todos porque se me consideraba, y con razón, como decidida partidaria del matrimonio, hasta tal punto que don Rafael me llamaba su suegra ya verbalmente, ya en la correspondencia escrita que tuvimos con motivo de ser su hermana Concepción alumna de mi colegio.
Para reponerme de mi enfermedad y en busca de mejor clima, a fines de 1904 fui a La Ceja en compañía de los míos. Allí recibí carta de Eva en que me daba cuenta de que habían convenido en que yo sería la primera madrina de su matrimonio y me pedía que señalar aquel día en que éste se había celebrado. Contestéle que me sería muy grato asistir como madrina y que podían contar conmigo; pero que la fijación del día les correspondía a ellos. En consecuencia se señaló el 29 de enero siguiente, cumpleaños de Eva, y así se me hizo saber.
Aunque yo había fijado el 2 de febrero para regresar con mi familia a esta ciudad, me vine sola desde el 25 de enero, por satisfacer mi deseo de asistir al matrimonio y de contribuir con por mi parte a lo que estimaba que iba a constituír la felicidad de Eva. Aquí recibí el dos o tres días varias visitas de ésta, y en la primera, la terrible sorpresa de oírla decirme, más o menos, que toda su alegría anterior era un puro engaño en que se hallaba; que a la sazón se sentía incapaz de casarse; que se creía con vocación de la vida religiosa; que había resuelto retirar su palabra y que antes de consumar su sacrificio –así llamaba su enlace– creía tener el valor suficiente para ver muertos a todos aquellos a quienes amamos.
Sabedora como era yo, de la absoluta independencia y libertad con que había aceptado a don Rafael, de la tranquilidad de ánimo y santa alegría con que esperaba la realización de lo pactado, y del explícito y franco consentimiento dado por todos los que amabamos a ella y estimábamos a su novio, fue extraordinaria la sorpresa que me sobrecogió al oírla; pero esa sorpresa no alcanzó a turbarme la razón, y desde entonces pensé que tal resolución era hija de estado morboso y pasajero de Eva, consecuencia, a su vez, de debilidad o irritación nerviosa de su organismo, de suyo muy sensible y extremado. Traté, pues, de sobreponerme, y, en broma le contesté que a la altura a que habían llegado las cosas, era imposible dejar ese matrimonio, tanto más cuanto yo había hecho ya grandes gastos para ponerme de toda percha en esa día. "Déjes de chanzas, señorita", me contestó ella, y de un modo muy serio se ratificó su resolución, agregando que ya la había hecho saber verbalmente a don Rafael desde algunos días antes; pero que éste aplazaba siempre la ruptura y le pedía, y en cada visita, que pensara mejor para el día siguiente lo que había de resolver. Esto me obligó a considerar muy seriamente el asunto; a hacerle ver la gravedad del paso que daba, la sinrazón de su proceder –dados los antecedentes suyos y de su novio– las consecuencias desagradables para ambas familias, su falta de vocación religiosa y el estado de nervios en que se hallaba. A todas mis observaciones resistió con obstinación, tratando de hacerme comprender –¡a mí!– la excelencia de la vida contemplativa sobre las matrimonio, y su incapacidad para hacer la felicidad de don Rafael.
En una segunda visita que me hizo el mismo día procuré, por todos los medios a mi alcance, el hacer precisamente todo lo contrario de lo que usted, Doctor, me atribuye en su libelo; esto es, hacerla volver al cumplimiento de su compromiso, pues, aunque con ella estaba enteramente de acuerdo sobre la diferencia de los merecimientos que se alcanzan con la vida religiosa y con las del matrimonio, yo tenía y tengo convicción de que Eva andaba equivocada creyéndose –en la crisis de que hablo– con inclinación al claustro. Viendo, finalmente, que nada conseguía de ella, le aconsejé que no obrara con ligereza; que solicitara de su prometido un plazo para reflexionar más y con calma sobre tan importante paso, atendida su exaltación actual, la cual era probable que desapareciese teniendo delante de sí algunos días de tranquilidad. Se separó de mí ofreciéndome que escribiría a don Rafael. Eva me mostró al día siguiente la contestación escrita que le dio el señor Pérez, en la cual le decía, más o menos, que no se prestaba a estar preguntándole todos los días si, al fin, tenía o no una vocación religiosa; que, por consiguiente, no otorgaba el plazo que le pedía y que, por su parte, daba todo por terminado. Como se ve, esa contestación demuestra que la carta de Eva se invocaba como razón para la concesión del término de espera, la circunstancia de poder estudiarse así misma a fin de saber si tenía una vocación religiosa; cosa está que no le aconsejé yo, pues bien se me alcanzaba que, en asunto tan grave y para con un hombre a quien se le ha dado todo el derecho de considerarse amado, era esa una razón inadecuada. No recuerdo, por más esfuerzos de memoria que hago, que Eva hubiera escrito esa carta en mi presencia, ni que yo se la hubiera dictado al escribirla, aunque bien se comprende que, si así hubiera sido, ello no podría aparejarme ningún cargo, ni de deslealtad a la amistad siquiera, toda vez que mi consejo y mi intervención no tenían otro objeto que suspender, por lo menos, una ruptura que ya parecía inevitable; tanto más cuanto yo no obraba oficiosamente, sino compulsada por las justas y obligantes confindencuas de mi discípula y por la precisión de darle el consejo que me pedía.
Terminado el compromiso de matrimonio, merced a la carta del señor Pérez, Eva en otra visita me dijo que su familia quería que fuese a ver a la señora doña Benigna Arbeláez, madre de don Rafael, que quizá acto de desagravio a tan digna señora; y agregó que no iría porque era probable que en la visita se viese con el señor Pérez y trataran de reanudar el contrato anterior, contra el cual estaba enteramente decidida; que pensaba escribirle a la señora para lo cual debía yo indicarle cómo debía hacerlo. Le pregunté entonces que qué quería decirle, y me contestó: "Le escribiré que no he tenido en mira el ofenderla con el paso que di, y que mi resolución es irrevocable". Le demostré que esa carta, en vez de ser paliativo para doña Benigna, iría a irritar más la llaga, porque la señora podría suponer que el desistimiento había tenido por causa algunos cargos, más o menos graves, se Ev hacía contra la reputación, las costumbres o la vida anterior de don Rafael; que era necesario, ya que quería escribirle, en vez de visitarla –como se lo exigía y yo creía acertado– hacerlo en otros términos. Accedió; pedimos papel a otra discípula mía, y amiga muy querida de Eva, en cuya casa estaba yo alojada, y después de convenir los términos ella escribió la carta que, por lo que recuerdo, contenía estas ideas: "Si Eva había aceptado la proposición de matrimonio de don Rafael, lo había hecho con toda sinceridad, creyendo que lo amaba suficientemente para hacerlo dichoso. No pasó, pues, por su mente el pensamiento de burlarse de él ni de su familia, ni de causarles después la natural mortificación que en la actualidad padecían. Puede la señora estar cierta de que don Rafael se ha mostrado siempre digno; de que sólo su buena fama ha llegado a noticia de Eva, y de que ninguna mujer podrá tener el derecho de rechazarlo con razón. Eva ha desistido porque se cree con inclinaciones espirituales de un orden distinto. Si ha hecho sufrir a la señora es muy a su pesar, creyendo cumplir un deber y sólo por la felicidad misma Rafael. Le piden perdón, etc."… Como ha pasado ya bastante tiempo de esto, es muy posible, que mis recuerdos me engañen en cuanto al desarrollo de esas ideas; pero le aseguro a usted que ellas fueron las que aconsejé a Eva que escribiera en mi presencia.
Tengo usted en cuenta que, cuando esto sucedía, todo estaba terminado, muy a mi pesar; que si tomé parte en la redacción de esta carta –que justamente con la otra constituyen los graves cargos que me hace su cuñado– me movieron solamente mi cariño a Eva, a quien veía en tribulación, y el deseo de que la epístola fuera consuelo para doña Benigna en vez de cáustico puesto sobre la reciente herida.
Hecho esto, siguieron cayendo sobre mí los frutos de la calumnia esparcida, no por Eva, sino por algunos de su familia y por unos cuantos amigos y amigas que, ya por cariño personal hacia los de su casa, ya por espíritu sectario, estaban interesados en la ruina moral y material de la causante del mal y de la beata educadora de monjas.
Por su hermana Ana y por otras personas conocí yo la maraña y supe que en casa de usted se había apelado al recurso de atribuirme toda la responsabilidad de lo acontecido; por lo cual creí de mi deber pasar a explicarles a sus señores padres la verdad las cosas. La primera que salió a recibirme fue la misma Eva, quien se acercó a mi y me dijo por lo bajo, más o menos, esto: "Señorita, que bárbara es usted! ¿Cómo viene a esta casa?" "Tengo derecho para venir, le contesté, pues soy amiga de la familia". Dejóse ella caer en una silla con el rostro entre las manos, porque en ese momento entró doña Carlota, su madre de usted; pero su señor padre se negó a entrar al salón a oírme, a pesar de que la misma señora le hizo saber mi deseo. Doña Carlota me oyó como quien oye llover, y a todo cuanto le decía sólo contestaba: " Yo no sé, Laura; lo único que puedo decirle es que Eva estaba tranquila hasta que usted vino de La Ceja". Bien pude replicarle: "Y la resolución tomada durante mi ausencia? ¿Y la comunicación que de ella se había hecho a don Rafael desde una semana antes?" pero nada contestá a eso, y, viendo el mal resultado, hube de retirarme resignada a lo que Dios quisiese enviar sobre mí.
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Pocos días después, hallándome en casa de don José María Agudelo, entro Emilia, hija de éste, hasta una alcoba interior donde me hallaba, a decirme que Eva preguntaba por mí por una de las ventanas de la casa, y que, como sabía que yo no quería recibirla en virtud de la prohibición ya conocida de continuar en relaciones conmigo, le había contestado que yo dormía. Encargué a Emilia le hiciese saber que estaba muy enferma y que no podía verla. No obstante tal contestación, Eva, sin el consentimiento necesario, entró por la puerta de atrás y arrojándose sobre mí con los brazos abiertos, en sollozos me dijo: "Señorita, me caso mañana. Ay! Si pudiera contarle a usted todo!.… Yo no puedo perdonar!… No le perdona al Doctor X…" y repetía siempre lo mismo inundada en lágrimas. Manifestó, además, que iba furtivamente a verme, porque no la dejaban acercarse a mí. "Cómo es eso, Eva? Le conteste: una alumna del Colegio de la Inmaculada dice que no puedo perdonar? Es lo primero que ha de hacer usted, y si lo que no puede perdonar son las calumnias propagadas contra mí, sepa que yo los perdono y que, tarde o temprano, se me hará justicia". A esto repuso ella: "Eso es lo que no puedo tolerar: que usted se pase de humilde". Creo que, con pocas diferencias, esas fueron las primeras palabras que se cruzaron entre nosotras. Pero traté de alentarla diciéndole que, como otras veces se lo había manifestado, su exaltación era puramente nerviosa; que hacía bien en casarse porque yo estaba segura de que sería muy feliz, particularmente si trataba de dominar el corazón de su esposo por el amor; que mirara a don Rafael como a su Providencia; que hiciera siempre su voluntad; que suspendiera sus relaciones con amigos si así se lo exigían, y que yo sería siempre la misma para con ella aunque se acabase toda comunicación entre las dos. Dicho esto, me retiré a la casa vecina y no hemos vuelto a vernos.
Después de la tempestad arreció todavía más y, como era natural, las calumnias se multiplicaban a medida que el pueblo las comentaba y añadía circunstancias imaginarias y aún especies nuevas. Llegaron las cosas hasta hacerme objeto de horror y del ridículo popular, justificados, hasta cierto punto, por el silencio que yo debí guardar por temor de turbar la paz de un hogar, si bien nada contra el honor y la moral podía ni quería yo atribuírle, como se ve de esta carta, a aquella discípula y fiel amiga que supo siempre honrarme con su estimación y su cariño. ¿Iría yo demasiado lejos si ahijase ese procedimiento de Eva, anormal y extraño –no generador de responsabilidad– a genialidades especiales de familia?
Vino luego su libelo, Doctor Castro, y la obra del mal quedó consumada.
Para repararla, en cuanto se pueda, viene esta larga epístola, a la cual agregó los siguientes documentos:
Medellín, 9 de marzo de 1906
Señora doña Eva Castro de Pérez.–pte.
Querida Eva:
Ante todo recibe en ésta mi cariñoso saludo.
Como supongo que esta carta te parecerá extraña, te anticipo que ella sólo se encamina a suplicarte muy encarecidamente que, con tu acostumbraba firmeza y con toda la libertad de ideas que te caracterizan, me contestes al pie de estas líneas las siguientes preguntas:
1ª ¿Es cierto que jamás, mientras fuiste mi discípula, ni durante el tiempo en que visitaste mi colegio y mi familia, traté de inclinarte al estado religioso?
2ª ¿Es cierto que jamás visité tu casa si no después de reiteradas instancia no solamente tuya sino también de los tuyos?
3ª ¿Es cierto que nunca traté de cultivar relaciones contigo contra la voluntad de tus padres?
4ª ¿Es cierto que cuando Rafael comenzó pretenderte te manifesté agrado por ello y que te recomendé muy especialmente dicho señor?
5ª ¿Es cierto que yo misma informé a Rafael de que no tenías vocación religiosa?
6ª ¿Es cierto que de mis labios recibió Rafael el sí que tú me recomendaste le diera?
7ª ¿Es cierto que fui nombrada madrina de argollas y que asistí a la ceremonia en calidad de tal, por la repetidas instancias de los de tu casa, después de haberme excusado por el mal estado de salud en que me encontraba entonces?
8ª ¿Es cierto que tu misma me escribiste a La Ceja, donde me encontraba en aquella época, nombrándome madrina del matrimonio y que accedí gustosa, para lo cual anticipé mi venida algunos días al fijado para traer mi familia?
9ª ¿Es cierto que cuando me manifestaste que estabas resuelta a retirar la palabra dada Rafael, porque te considerabas incapaz de casarte, yo te aconsejé que pensaras mejor el paso que ibas a dar, puesto que yo creía tu resolución consecuencia del estado de excitación nerviosa en que te encontrabas, y que te hice reflexiones recalcando sobre todo acerca de la tranquilidad que habías disfrutado durante el tiempo del noviazgo?
10ª ¿Es cierto que cuando me comunicaste dicha resolución ya se la habías manifestado secretamente Rafael?
11ª ¿Es cierto que te suplique que ya que insistías en tu propósito, no dieras un paso definitivo sino que pidieras un plazo con el fin dar tiempo que pasara la excitación en a que te encontrabas si pudieras ver las cosas con más serenidad?
Soy, como siempre, tu amiga y sérvidora,
Laura Montoya
Ver artículo: Protagonista de novela. Pascual Gaviria