I
Cuando nos acercábamos al campamento, el Ejército –a lado y lado de la vía polvorienta– nos observaba a lo lejos. Pedro, el guerrillero que conducía la camioneta, no tuvo que esperar señales para detenerse. El motor ronroneaba mientras junto a su ventana apareció, en primer plano, el rostro del sargento que coordinaba unos seis muchachos con fusiles que avistaban todo a orillas de este camino que ondean en las entrañas de La Guajira.
–Buenas –se dijeron mutuamente mirándose a los ojos. Luego, estiraron el brazo y se apretaron la mano.
–Más tarde vamos a arreglar esa llanta que va atrás –le explicó Pedro al sargento.
–Bueno, hágale, mucha suerte.
Estábamos a un paso de la Ye de las Marimondas, donde se dieron los últimos enfrentamientos antes del cese al fuego entre la Fuerza Pública y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). Llegar al sitio de árboles gigantes y brisa que refresca junto a pequeñas montañas no era ya una hazaña. Ejército y Naciones Unidas cuidaban a la guerrilla y, civiles como yo, por primera vez en estas tierras, no llegábamos con miedo.
Otros periodistas visitaron a lo largo de diciembre a Conejo, que para mí fue como un cofrecito de donde, al destaparse, brotaban –generosos– sonidos, palabras e imágenes de una Colombia que está naciendo: policías que aconsejaban a los locutores de la emisora guerrillera qué artistas sonar en épocas decembrinas, exguerrilleras ahora convertidas en madres, llamadas telefónicas a seres amados para desear felices fiestas, entre extraños acentos uruguayos y españoles de los funcionarios de Naciones Unidas que colmaron de aplausos la sede de Monitoreo cuando se aprobaron el Fast Track y la Ley de Amnistía. En sus camionetas viajaban las guerrilleras embarazadas. ¡Tres barriguitas destellaron preciosamente cuando sol y agua se mezclaban sobre ellas a la hora del baño colectivo y al descubierto!
Vida y futuro fueron las palabras que pararon en mi libreta de notas al catalogar, tercamente como enseñaron en la universidad, las situaciones que ocurrían ante mi mirada de reportera urbana. No tenía el afán de contar noticias pero sí la intención de conocer –entre los protagonistas de carne y hueso y no apenas con las voces del poder– cómo estaba evolucionando nuestra paz al final de este año tan sufrido.
Al llegar a Conejo, mi espalda se quejaba al fin de los tres años de vuelos, viajes en carro, lancha y a pie persiguiendo las voces de esta larga historia, yendo y viniendo decenas de veces de La Habana a las montañas y llanuras de Colombia. Pero, con tan solo la primera noche a la luz de la luna y una cama bajo las estrellas, el dolor se alivió hasta que no lo recordé más. “Uy, ¿cómo sería –me preguntaba– dormir en una caleta de estas contra la voluntad de uno por años?”.
Y recordaba al General Mendieta dándome consejos en una terraza de Bogotá antes de partir a la Décima Conferencia de las Farc:
–Lleve botas, y lleve comida, la comida que más le guste.
Con el sonido de los bichos de fondo, y rodeada de plásticos comprendí porque Mendieta me insistía en las instrucciones cuando lo llamé a pedirle unas fotos desde los Llanos orientales. Deduje, tal vez me equivoque, que me hablaba como si él hubiera tenido la oportunidad de elegir qué llevarse a sus años de cautiverio. “Uy, si quiera se acabó eso, gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios –repetí para empatar con una oración antes de quedarme dormida en mi nuevo cambuche dotado de colchoneta, sábana, toldillo y agua”.
Ese mantra de gratitud por el fin del fuego lo repetiría en mi cabeza cuando Ovidio –26 años en la guerra– nos contó que su primera mujer murió en enfrentamientos y la segunda bajo un árbol gigantesco que la aplastó a media noche mientras dormía a su lado. También cuando un comandante nos explicaba que tomó su nombre de guerra de un compañero asesinado. “Siquiera se está acabando esta guerra, siquiera se está acabando esta guerra”, repetí.
A las tres de la mañana sonó la alarma del celular y me revolcó de una para lograr apagarlo. Pensé que de inmediato o al otro día me podrían regañar, pero cuando noté que nadie se quejó de nada entendí que, efectivamente, la guerra había terminado al menos entre gobierno y Farc. Desde que me paré de la cama hasta que salí del campamento, la gente que conocí y las escenas que presencié fueron todas al cuaderno con la categoría Paz. En las flechitas que detallaron los sub temas decía: Pintura, celulares, alimentación, decoración, y baile.
Salí de Conejo con el corazón hinchado de la emoción por los relatos que encontramos. Para mi cuello y yo, que solíamos salir llenos de nudos después de reportear por las zonas rurales del país, fue sanador conocer testimonios de amor y confianza. Nos hablaron las mujeres, nos dieron entrevistas los comandantes, le sacamos declaraciones a la ONU y, por supuesto, bailamos después de trabajar.
La última noche nos mezclamos entre la guerrillerada como en los Llanos del Yarí y fuimos un solo país al son de salsa, bachata, reguetón y vallenato. Al día siguiente, antes de partir, solo lamenté que no pude despedirme de algunos y pensé: “Tan bueno pa Juan que se queda”. Andaba con un colega fotógrafo que, como los muchos periodistas que estaban llegando a la Y de las Marimondas, quería registrar cómo se está viviendo la paz. Los de EFE lo encontraron de inmediato: al paso del baile en fin de año.
Pero otros, unieron baile con imparcialidad, baile con irresponsabilidad, baile con amargura, y con palabras que se oyeron como tiros de fusil iniciaron esa absurda campaña que resultó por dejar el Mecanismo de Monitoreo de Conejo hoy sin funcionarios de la ONU y con mil miedos más en un país donde empezar a acabar la guerra ha sido tan duro. Cuando abrí las redes sociales tras unos días de sol y desconexión en este inicio de año y vi un par de titulares, me dolió el pecho y apagué el compu.
“¡Este país! ¡Cómo puede preferir que la gente se eche bala a que se echen una bailada!”, pensé con una rabia parecida a la del día que ganó el NO en el plebiscito, y llamé a mi compañero para confirmar si las resonadas fotos eran de nuestras visitas. Sabía que suyas o no, cualquiera que hubiera publicado eso no lo hizo camuflado o “filtrándolas”. Las malas intenciones no pueden existir entre quienes –a diferencia del país de curules, haciendas y centros comerciales– se cuelan en las entrañas de la Colombia olvidada con cámaras y lápices.
Conversé con Juan un ratico y me quedé pensativa todo el día. En la noche decidí que era el momento de romper el estilo de periodista de tribuna en tercera persona. Me decidí a empezar a contar relatos desde mi corazón y el primero es este, una incómoda primera persona donde solo así, creo, podré comunicar que no solo el baile, sino nuestros gestos humanos y culturales son el botín de esta paz y hay que cuidarlos y defenderlos como los papeles firmados en La Habana o Bogotá.
Es que, gente: que policías, ONU, soldados y periodistas podamos bailar, pintar, comer y conversar con la guerrilla en vez estar huyéndonos los unos de los otros –o disparándonos– es la ganancia más grande de los que hemos puesto pecho y espalda para narrar y defender este Proceso de Paz. ¡Convivir no es una amenaza! Es un logro. Es nuestro premio. Y no podemos entregarlo así no más. Bailaron soldados, campesinos y guerrilleras en Pueblo Nuevo, Briceño, el 23 de septiembre cuando se firmó la paz en Cartagena, en una marranada hasta que salió el sol. Y fue así, y solo así, cómo los habitantes que aún eran escépticos terminaron por confiar al fin en que la Fuerza Pública los cuidará tan bien como la guerrilla de los paramilitares durante décadas, en que el gobierno cumplirá ahora sí con los cultivos que sustituyan la hoja de coca, y en que las Farc –aún después de entregar el fusil– podrá defender al pueblo con palabras y luchar por el poder.
Eso me lo contó –gracias al internet que llegó con la paz– una campesina dulce que vive en esa tierra fértil y perdió a una hermana por una mina antipersonal, y a decenas –sí, decenas– de familiares en años de confrontación. Y fue, según me dijo, el mejor baile de su vida. Avergonzados por andar exhibiendo sus fusiles ante niños y adolescentes, mientras la guerrilla no portaba ningún arma, decidieron guardarlo y disfrutar la paz.
–Eso era como un sueño. Era como increíble. Uno ver a todo el mundo tan unido. Sobre todo los soldados dizque bailando con las guerrilleras. No, no, no, mija, de verdad, ¡era como estar soñando! ¡Hubiera venido!
Estas anécdotas están en otra libreta llena también de categorías y flechas entre las veintitantas que he llenado con el título de Paz y que, quizá, algún día sea un libro. Pasando pues de reportera aséptica a colombiana que investiga y relata esta paz como algo propio empiezo por compartirles las impresiones de mi visita al Campamento por la Paz en Conejo, en el municipio de Fonseca, donde, como en Briceño, en mi mente y en mis pies está quedando claro que bailando venceremos.
Eran los primeros días de diciembre y los integrantes del Bloque Martín Caballero concentrados en este Punto de Pre Agrupamiento Temporal vivían, por primera vez, una navidad sin plomo. Como niños, los guerrilleros ayudaron a adornar el árbol de navidad con instalaciones sonoras y rimbombantes. Ya no había que esconderse del enemigo, las luces podían resplandecer cuanto quisieran y las horas se ocupaban en pintar junto a niños y niñas un pesebre artesanal y las paredes de Conejo, y organizar un festival por la reconciliación.
Cada tarde los muchachos del equipo de fútbol local subían al campamento y practicaban con los guerrilleros y un par de rudas combatientes que, lejos del fusil, pateaban el balón a carcajadas. También las horas se iban a la espera de las noticias sobre los trámites en el Congreso para la implementación del Nuevo Acuerdo de Paz. Y, además de las actividades diarias de supervivencia, cada mañana, aún de noche, un comandante daba un charla sobre algún tema de actualidad.
-¿Cuántos niños han muerto de hambre en La Guajira y cuántos combatientes soldados y guerrilleros han muerto este año? -preguntaba Fabio a los muchachos quienes, aún sin luz todavía, tomaban nota de la respuesta.
La crudeza de la guerra y la ternura del campesinado se mezclaban en cuerpos cicatrizados por heridas de armas de fuego y en el asombro ante nuevos modelos de smartphones que llegan al campamento. La fuerza del trabajo en equipo deslumbraba desde las 4:45 a.m. cuando unos setenta hombres y mujeres que habitan este campamento salían de sus cambuches a cumplir las tareas del día: ranchar (cocinar), surtir el agua, alimentar los cerdos, surcar los cultivos de yuca, fabricar cometas para los niños guajiros, o repartir tinto a las visitas.