Fundaciones, plazas, centros
En las plazas no solo zumban las moscas de que hablaba el tan mentado Zarathustra;
no solo se vende y se compra, y se trasiegan procesiones y rogativas,
sino que en ellas pasa también gran parte de la historia de cada tierra o nación
Tomás Carrasquilla
Las ciudades van encontrando las plazas apropiadas para airear sus desgracias y sus galas. El encumbrado en el busto principal casi nunca logra imponer el orden que señalan las placas y los decretos. Las plazas obedecen sobre todo a los pasos y las necesidades de los citadinos. Desde sus orillas ilustres el pueblo con ínfulas de ciudad va soltando sus mareas hacia los arrabales. Nuestras plazas fueron la primera página de los diarios que no había, el patíbulo y el cuartel, el prostíbulo y la catedral, el puerto y el bar de bienvenida, el despacho de los comerciantes y la cueva de los especuladores. Hubo un tiempo en que más allá de las plazas solo rondaban los serenos y las brujas.
La plazuela que enmarcó La Veracruz sirvió para el anuncio de las alcabalas y "los exorcismos a plagas y epidemias". Ahora es tierra de piratas. En la Plaza de la Candelaria, más tarde Parque Berrío, filó José María Córdova a sus trescientos soldados antes de la batalla del Santuario. Para el Parque Bolívar, que no era más que una mangada con guayabales, higuerillos y borracheros, imaginó un inglés una "Nueva Londres", y donó sus lotes sin imaginar que el diseño del rectángulo terminaría siendo francés. La retreta, el quiosco y el alumbrado eléctrico sirvieron para las primeras fiestas nocturnas. Las casas de los ilustres se fueron levantando alrededor de la verja de hierro traída de Europa. Donde vivía Pastor Restrepo, otro de los pioneros de la fotografía, hoy se puede almorzar por tres mil novecientos. Ha cambiado el menú.
El Parque Berrío fue plaza mayor y plaza de mercado. Allí se plantaron los toldos de los pulperos durante muchos años, primero los viernes y luego los domingos, según el genio de los comerciantes y la debilidad de los gobernadores, de modo que servía como salón de galas y galpón de ventas. Cuando el mercado se fue para los pantanos de Guayaquil, el Parque Berrío ya era un altillo para la ostentación y la recreación pública, además de "sitio propicio para realizar negocios de bolsa y especulación, pero sin que los objetos intercambiados se encontraran a la vista". Los bancos se convirtieron en un nuevo púlpito, y los graciosos de la época decían que "el oro no estaba en las minas sino en el Parque Berrío". Entonces apareció Fernando González para burlarse de los negociantes gordos de Medellín. Y León de Greiff para cantarle a la "gente necia, local y chata y roma", y a su panza y sus menjurjes bursátiles. Las luchas han cambiado, hoy Berrío se lo disputan los guitarreros de la guasca, la papayera sucreña, un trío contra las cuerdas y solistas con parlante.
Pero nada entregó tantas novedades, tantos personajes y tantos mitos como la Plaza de la Estación. La plaza se convirtió en el escenario de las batallas políticas de la primera mitad del siglo XX. Político que no llenaba la Plaza de Cisneros durante sus manifestaciones no podía llegar al Palacio de Nariño. Olaya Herrera lo sabía, por eso salió feliz luego de llenarla hasta los tejados en los primeros meses de 1930. Guayaquil fue siempre una plaza sin iglesia, eso marcó su música y sus algarabías, sus culpas y sus penas. Mientras tanto, dos fotógrafos se encargaban de registrar las novedades. Benjamín de la Calle y Melitón Rodríguez aparecen en el primer directorio de la ciudad en 1906; de ahí en adelante estarían en todos los libros sobre la historia de Medellín. Fueron reporteros gráficos e historiadores sin saberlo.