Los golpes para acabar con el cartel todavía no llegan hasta la carrera 54 con Avenida de Greiff. Allí, en un minúsculo taller en claroscuro, que parece un grabado de Rembrandt, encontramos a todos los tipos reunidos. Son de madera fina y están dispuestos por familias de la A a la Z. El jefe de todos ellos es un artífice a la sombra, que los ordena para sacar a la luz pública toda suerte de anuncios. Ramiro Gómez, también conocido como El Horchero, mueve él solo toda la maquinaria desde hace más de cuarenta años.
Mientras los carteles de Cali y de Bogotá son más vistosos, dice Ramiro, el de Medellín es más barato y efectivo. Se pueden hacer cien por setenta y cinco mil pesos; se entregan en ocho horas y en poco tiempo están pegados por toda la ciudad.
La historia de este cartel empieza en 1926, cuando Mariano Casas, oriundo de Horche, España, viajó a Medellín en busca de fortuna, porque le hablaron de esta ciudad como La Tacita de Plata. Entonces trajo consigo una máquina que ni siquiera los gitanos conocían. El artefacto venía a su vez de Wurzburg, Alemania, de la casa Koenig and Bauer. De la misma estirpe que la imprenta de Johannes Gutenberg, en la que se imprimió la famosa biblia de 45 letras, ésta prometía ser lo último en guaracha. A diferencia de Johannes, un inventor que terminó arruinado por los prestamistas, Casas salió adelante y su cartel produjo la mejor impresión desde entonces.
En los setenta, los movimientos sociales y políticos le dieron mucho trabajo al taller. Ramiro, por esos tiempos recién contratado, recuerda que el cartel era el medio favorito para convocar a las asambleas estudiantiles y de sindicatos. "Era tanto el trabajo que nos apareció la competencia de Carteles Impacto y de la Editorial ABC".
Diestro en prensa y chibaletes, Ramiro es capaz de armar palabras y componer la diagramación, sin regletas, a puro ojo, en el componedor. Da la impresión de que con los ojos vendados podría encontrar rápidamente una jota o una tilde. Aún así, no faltan los errores ortográficos: "El más berriondo fue una vez que escribimos Manizales con zeta las dos. Ya habíamos impreso 1.500 carteles". Y como la ortografía corre por cuenta del tipógrafo, desde ese momento se armó de un Pequeño Larousse editado en el cincuenta. "Ahora, en cambio, se ha vuelto moda escribir con errores para llamar la atención".
En contra del proverbio que señala que una imagen vale más que mil palabras, el cartel Horche parece decir sólo que la letra con tinta entra. Con la mera tipografía ha difundido mil eventos: desde corridas de toros hasta bazares de parroquia. O desde asambleas sindicales hasta encuentros pentecostales. Algunas empresas, ya vacas sagradas, como El Águila Descalza, en su época de vacas flacas tuvieron que acudir a la ayuda del cartel (Horche) para anunciar sus espectáculos.
Ramiro recuerda aquellos días en los que imprimía anuncios de los partidos del Medellín y del Nacional. Ambos le pedían que fuera a cobrar sus letreros en el intermedio de los cotejos, y le pagaban según como les hubiera ido en la taquilla. El entuerto empezaba antes, a la hora de pegar el aviso en la calle, cuando un hincha se lanzaba contra el cartelero y le decía, en tono poco amistoso: "!Hey, llave, no tapés el de mi equipo!".
Adrian Carvajal, cartelero de oficio, ha vivido desde chiquito la guerra de carteles. "Aquí gana el que más pegue, dice, y cada vez es más difícil. Quitaron los sitios donde podíamos pegar y enseguida nos regañan".
A veces cuando un cartelero se encuentra con otro, en la pugna por un pedazo de muro, se escucha una frase como: "No me rompa el mío, más bien péguemelo encima". En ocasiones Adrián ha visto los carteles que acaba de pegar con tachones e injurias. "Una vez en la plazuela de San Ignacio puse un cartel del senador Robledo, del Polo Democrático, y luego lo encontré todo rayado con una frase: Farsante de las Farc".
El cartel artesanal, como se sabe, fue el soporte de los libelos políticos y de las proclamas de independencia en el Nuevo Reino de Granada. Dos siglos después, por estos lares, en épocas reeleccionistas, don Ramiro se sorprendió de ver entrar a un tropel de periodistas de televisión que venían a interrogarlo por un aviso Horche que decía: "No más Uribe Vélez, no a la reelección". ¿Quién había sido el osado que pretendía ir en contra del rebaño? Los reporteros querían saberlo de inmediato, nombres y teléfonos. Pero don Ramiro, hombre de letras, se quedó más mudo que una hache.
El Horchero, por fortuna, no ha recibido mayores agravios. Extraña sí, aquellas décadas en las que todavía le daban propina por el cumplimiento y podía tirarse alguna canita al aire. "Al cartel le han dado muy duro, comenta. Antes había muchos bailes en los barrios que hacían propaganda con él. Había bingos también; pero todo eso se ha ido acabando. La gente tiene miedo y si dejan bailar reguetón, es sólo de seis a nueve. ¿A quién se le ocurre?".
Por eso, el taller se ha vuelto un sitio más silencioso, donde se va a jugar ajedrez, a conversar y a recordar las viejas épocas del propietario español, don Mariano Casas, que se pavoneaba por su empresa comiendo pan negro con cerveza.
Mientras se le reducen espacios al cartel, hay otros que ya lo declaran anacrónico, dicen que éste, al lado de internet, ya huele a gladiolo. Ver a alguien en una esquina, con un montón de avisos por pegar, un tarrito de engrudo y la moto prendida por si acaso llega Espacio Público, puede que sea ya una estampa pastoril, digna de Melitón Rodriguez. Y aún así, el cartel de Medellín es tal vez, como los discos de acetato y el dequeismo, un bien preciado que no quiere morir.
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