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Número 20 - Febrero de 2011   

 

LE CONSULTA PRECIO A MANIQUÍ

Medellín (A-Pin) Esta semana, el diseñador Héctor Mejía, de 31 años, abordó a un maniquí de hombre, de 1,80 metros de estatura y vestido con ropa informal, para preguntarle el precio de una gorra. El hecho se registró en un local del pasaje comercial Palacé, a donde Héctor había llegado buscando camisetas: “No vi ninguna que me gustara pero me entretuve mirando las cachuchas, y cuando vi una roja súper bacana me le arrimé al maniquí pensando que era el vendedor”, relató Mejía, quien aseguró que “todo el tiempo” creyó que se trataba de algún empleado pendiente de atenderlo. Jimmy Cárdenas, encargado del almacén, relató: “Apenas entró le dije que bien podía observar, pero él ni me miró y siguió derecho a tocar la calidad de una prenda”, dijo, y afirmó que vio cuando Héctor le habló a la figura y le señaló la gorra: “Me dio como risa verlo ahí todo bajito al lado de ‘Tato’, así es como le decimos a ese maniquí, pero ahí mismo le dije que costaba treinta mil pesos”. Según se conoció, Héctor se retiró del local sin efectuar compra alguna: “No me dio pena lo del maniquí, me pareció fue muy cara la gorra”, aclaró.

 

CONVIERTEN FILÓSOFO EN MAGO EXTRA

Más de tres años después de haber sido descartado de la versión definitiva de la obra Fernando González: Velada Metafísica, del Teatro Matacandelas, un títere que representaba al célebre filósofo de Envigado fue transformado en un personaje extra de la obra infantil Hechizerías. Según se estableció, el muñeco permaneció hasta hace poco en una repisa del baño del señor Cristóbal Peláez, director de la compañía, quien ordenó que lo convirtieran en uno de los miembros de Asomafrafru, Asociación de Magos Fracasados y Frustrados, que ayudan a combatir a la hechicera Mandarina. Tatiana López, actriz encargada del cambio extremo del Mago de Otraparte —como coincidencialmente se conoce también a González— explicó que la operación (en proceso en la foto) incluyó cabellera y manos nuevas, repintada de su piel con un rosado más vivo, cambio de su camisa de botones por un camisón azul, y reemplazo de su característica boina por un turbante verde y dorado. A-Pin fue testigo de que Fernandini, como extraoficialmente se le bautizó, no musitó palabra durante su primera función.

 

"VAYA NIÑA LLAME A UN POLICÍA"

Se sentó en la barra y pidió un aguardiente. El encargado salió de su modorra, le miró la mugre de la cara y percibió el aire viciado que traía. No le sirvió el licor en copa de vidrio como a todo el mundo sino en un pequeño vaso desechable, como a los miserables cuando van de paso, cargan billetes sucios y necesitan un trago urgente. El mediodía apenas comenzaba a derramarse sobre un lento principio de tarde. En la carrera 48, Pasaje La Bastilla, el domingo se arrullaba tibio, adormilado sobre un sillón de copas de aguardiente, apenas cobijado por el sonido de los dados y el zumbido de parlantes con distintas tradiciones musicales, todas ellas enviciadas al arte de amamantar ebrios. El hombre vació su copa y preguntó cuánto debía. Puso 2.000 sobre el mostrador, pidió otro trago. 600 de devuelta. “Yo tengo plata”, dijo, con voz de haber gastado mucha en el néctar que a esa hora reclamaba. Y volvió a pagar.

Al tercer aguardiente ya le estaban sirviendo en vidrio transparente, y exigió que le pusieran tangos. El hombre tras la barra le pidió entonces a la única mesera del lugar que llamara al vecino de al lado. Ni él ni ella tenían la menor idea de cómo acariciar un computador para hacer que dejara de embadurnar el ambiente con tristezas guascas y comenzara a pintarlo con dolor de bandoneón, y por eso dependían de la amabilidad del bar contiguo para obrar la magia. Minutos más tarde, el hombre, ya dueño de la barra, comenzaba a repetir al pie de la letra cada tango que brotaba, como quien sueña con su repertorio de nanas de la infancia. Reconoció a otro ser mugroso que pasaba por la calle y lo detuvo. Lo invitó a un trago. Repitió la operación con otro hombre. Pagó cada centavo. Los dejó seguir por su camino. Y llamó a la mesera. “Tómese un aguardiente conmigo”, le ordenó.

La mujer, en su primer día de trabajo después de nueve meses de embarazo y otros siete de lactancia, se sentó a su lado como se lo habían enseñado años de oficio. “Por colaborar con el bar”. Porque si el cliente toma y además invita, la plata que entra es doble. El tipo no le contó nada, sólo le cantó. Cada verso torturado que salió de los parlantes. “Esa mujer debe tener el estómago bien duro. Ese señor huele a todo menos a bueno”, comentó el hombre tras la barra, que anotaba en un papel el precio de una, dos, tres nuevas rondas.

¿Cuánto le debo?, preguntó después de un rato. 7.800, escuchó, pero no quiso aceptarlo. ¿Me va a robar o qué? Son 6 aguardientes, a 1.300, da 7.800 señor. A mí no me roba, yo sólo debo 5.000, y golpeó la barra. Me debe $7.800, señor. Tiró al piso un puñado de monedas. Le arrojó una al hombre tras la barra y luego otra, que logró esquivar también. “Vaya niña llame a un policía”. Y ella, sobre un par de tacones estrechos que no se calzaba hacía 16 meses, recorrió todo el camino hasta la esquina y regresó con un hombre alto, de piel negra, camisa verde pistacho, pantalón verde oliva, gorrita, bolillo y revólver. Dos zapatos de charol muy bien lustrados. El derecho con el cordón desamarrado. “Es que hace un rato me dio un calambre y me tocó dejarlo así”. Qué le pasa señor, le preguntó al hombre que redujo su ímpetu en el acto. Venga vamos, le dijo. ¿Pa’ su casa o qué? Yo a mi casa no voy a llevar ningún borracho, respondió, labios enormes, mirada de niño, un cordón desatado. El otro entregó un billete de 20.000 por encima de la barra, recibió 12.200. Y salió a la calle, se volvió sobre su eje, gritó algo que sólo él entendió, y gesticulando, como quien intenta librarse de un mar de telarañas, se fue hablando con el viento, con el ruido, exhalando de tanto en tanto las palabras dos mil pesos, respéteme y mi plata.

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