Cuando dijo “nos ganamos el premio gordo” me pareció ver una baba blancuzca en la comisura de su boca. La corbata y el traje impecables, la cara sin brillo, me recordaron que tal cosa debía de ser imposible en un tipo que negocia con la educación de las niñas más privilegiadas de la ciudad. El colegio se había ganado un reconocimiento cuyo nombre no viene a cuento, y yo, con mis tenis rotos y mis incontrolables ganas de fumar, estaba ahí ese día en representación de la institucionalidad; en un colegio de más de mil niñas y adolescentes, con “vocación gerencial”, “confesional católico”, para ver qué tan bonito y organizado era todo y escribir una historia untada de corrección política.
Quienes fundaron el colegio, me contó el de la baba, pertenecían a una comunidad religiosa que después del Concilio Vaticano II se fue a poner en práctica el voto de pobreza y lo dejó en manos de gente lo suficientemente inteligente como para saber que la religión y la educación son negocio gordo; gente que, no obstante, “conservó su espiritualidad”. La oferta del colegio era absurda: taekwondo, bisutería, arquitectura, portugués, cocina, jornadas pedagógicas y una cantidad inimaginable de programas para invertir el tiempo libre, y muy específicos procesos de formación para padres, profesores y empleados de servicios generales. Me aburrió tanta cosa para tan pocos. Mientras divagaba, me puse en pensar en la mediocridad de la educación pública a la que deben resignarse la mayoría de habitantes de la ciudad; en toda la comida que se bota.
La señora que me sirvió de guía me llevó luego hasta las niñas más pequeñas, que como manifestación de su autonomía –principio del colegio–, una vez a la semana deciden el orden del día entre un colorido abanico de actividades. A eso le dicen también “educación personalizada”. Pero eso no me dio tanta risa como ver que entre las opciones —para niñas de cinco y seis años— estaban batir chocolate, planchar, barrer, trapiar, colgar ropa, embetunar zapatos: lo que allá llaman “competencias”. Luego me contó la personera que, como parte del proceso de “formación”, una vez la llevaron al Guanábano. Usó palabras como “mercadito” y “monedita” para hablar de “la vocación a la solidaridad” de la institución, y dijo muy orgullosa que sería concejal. Se le nota en la cara lo diligente que ha sido desde chiquita: casi puedo verla ocupando su lugar en el Salón del Concejo, tomando decisiones en el nombre de los más necesitados.
Después me encholé en séptimo, entre adolescentes, porque me fijé en las niñas de décimo y once y en sus ojos vi un aire de desconfiada superioridad. Bien podía ser complejo mío, pero vislumbré cierta inocencia antes del octavo grado y hacia allá me dirigí. Vanidosas pero inquietas, preguntaban por todo atropelladamente, y cuando se aburrían recorrían con un lapicero las venas transparentadas sobre la piel de la mano y el brazo. Mostraban, además, un respeto por la autoridad de los profesores que a mí se me hizo sumamente extraño: sin chistar ante los regaños, transgredían la norma a hurtadillas. Me encariñé un poco con ellas, intuyendo que no habían perdido todavía esa inocencia por la que los niños te llenan de preguntas sin otra intención que la de conocer.
Una niña de 13 años, dispersa, me preguntó si yo había “pichado” alguna vez. Ella sí, aunque a duras penas sabía qué era un orgasmo y dudaba de haber tenido uno. Le pregunté qué sentido tenía para ella pichar y me dijo que no sabía. Luego otra me contó que iba a ser médica porque sus papás se lo habían dicho desde muy niña, una y otra vez, hasta en los disfraces. En ese momento pensé que las únicas niñas que vería ese día habían sido las de segundo grado, en esa clase de filosofía en que buscaron un tesoro. La clase, con el profesor disfrazado y a la cabeza de un barco imaginario, se me hizo hermosa hasta que una de las estudiantes me desinfló la ilusión al comentar, mientras se limpiaba el pantano de los zapatos: “Siempre la misma cosa, el mismo tesoro”. Me sentí representando un papel incómodo, y pensé en las historias del lugar que nunca podría conocer.
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En ese lugar la jornada es larguísima, sin timbre, con pocas horas perdidas, porque cuando no va un profesor otro lo reemplaza. No pueden pintarse el pelo ni las uñas, ni tener cortes indiscretos, ni rayarse las manos, ni mascar chicle, ni montar los pies en las sillas, ni tener la falda corta ni el buzo distinto, ni hablar por celular, ni vender relojes ni dulces, ni cuestionar normas escritas en piedra. Pero en el acto cívico las vi escondiendo uñas pintadas y tenis distintos, mientras yo, mascando chicle para pasar la abstinencia, los pies en la silla en posición de loto —de otra manera me canso de inmediato—, les enseñaba palabrotas jugando “ahorcadito”. “Por favor no me las distraigas”, me dijo una profesora delgada y arrugada, con un vestido de flores dos palmos por debajo de la rodilla.
Estaba verdaderamente harta de escuchar al empresario dar su conferencia “de pan comer”, como dijo cuando apenas empezaba su discurso ganador. Había contado, entre otras cosas, que en el rancho de una tal Marcela las paredes eran de lata y las sillas llantas de bus, y que allá en su barrio había 17 ratas por persona. “Guácala, gas”, corearon todas. Dijo luego, a manera de moraleja, que “si vas a hablar con un pobre no te sientas más que él, trátalo como un igual”. Para despedirse sentenció con expresión exitosa que “en la vida no triunfa la soñadora, sino la visionaria”. Me fui antes de que terminara, y después de despedirme apresuradamente de las niñas y los anfitriones. Me fumé dos cigarros de prisa, boté el chicle ya sin sabor y me monté al bus a rumiar la indignación.
Luego pasé dolores escribiendo esa historia por encargo, después de haber pasado por un par de colegios públicos como estudiante, por algunos barrios de invasión como “profesional”, por la vida de niños cuyo camino no está marcado desde la infancia hacia el “triunfo” del poder adquisitivo; un camino por el que estarían rodeados de lo más bonito y limpio, la “mayor calidad”, aunque bajo el tapete se oculte la misma porquería. Omití en varios miles de palabras todo lo que tenía ganas de decir, me censuraron poco gracias a mi “profesional” esfuerzo y me pagaron bien y a tiempo. Pero yo no podía quedarme con la espinita, ¿verdad?
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