El profesor Valencia espera que sus alumnos, con alocado bullicio, se acomoden en las bancas. Lanza una mirada marcial a un lado y a otro del salón de ciencias naturales. No oculta su orgullo de haber convertido el aula en la mejor dotada del colegio. A punta de rifas y empanadas, ahora los estudiantes pueden sentarse ante mesones de baldosín, sobre los que podemos ver una larga serie de frascos con fetos de conejos, boas en formol y una colección de pipetas, tubos de ensayo y otras formas de vidrio que parecen tubos digestivos.
Mientras empieza a correr lista contemplamos su perfil aguileño, su alta y reflexiva frente que remata en una gran mota, bien domada por la loción capilar. Luego vemos revolotear su bata de científico mientras recorre cada rincón del enorme salón. Va a la trastienda y trae una cartelera en la que señala un mapa del cerebro; lo hace con una varita que antes fue la antena de un radio transistor. La fuerza emotiva de sus palabras nos hace pensar que todo lo que dice es descubrimiento suyo.
Para tomar la lección ha inventado una especie de lotería del saber con fichas de cartón. Lo hace desde cualquier lugar del aula. Uno siente resonar en la espalda la voz estentórea: “Paniagua, dígame: ¿Cuál es la función de la mitocondria?”. Y, entonces, si Paniagua acierta, el profesor se precipita hacia el atril del frente. Lápiz en ristre, muy afilado, pone un punto en la casilla de la hoja de calificaciones. Casi podemos oír la perforación en el papel de una libreta que parece la agenda de un ciego.
Además de estas pruebas relámpago, el profesor Valencia suele poner unas tareas que exigen la participación de toda la familia. Una de ellas, ¡cómo me acuerdo!, consiste en traer armado el esqueleto de un animal, en un pedestal, con su respectiva ficha de clasificación científica. A duras penas tenemos las vacaciones para terminar este proyecto. Con los compañeros de equipo hemos ido a buscar al único animal salvaje, fuera del hombre, que tenemos a mano: un sapo. Armados de linternas y costales logramos atrapar a tres de ellos. Con éter los hemos dormido para arrojarlos a hervir en un potaje digno de las brujas de Macbeth. La sopa de sapos se pasa del punto y, como no encontramos ningún hueso, concluimos que los batracios son invertebrados.
De regreso al colegio, Valencia nos amonestó públicamente por llegar sin el deber. Ese trimestre la materia nos quedó con un saldo en rojo. Para ensañarse en nosotros, el profesor puso de ejemplo al muchacho que había traído el esqueleto de un pollo. Narró cómo la familia del alumno se había sentado a la mesa a comer, con la pericia de no estropear ninguna vértebra. El profesor levantó la escultura de huesos barnizados: ¡un cinco reluciente! Desde ese momento el alumno que trajo el pollo fue considerado para siempre un sapo.
Vivíamos para los seres vivos, de modo que apenas si teníamos tiempo de ir a jugar fútbol o a tumbar mangos en las mangas. A la hora de la entrada, una multitud de niños se arracimaba junto al portón del colegio. Exhibían, entre incómodos y orgullosos, la maqueta de una célula hecha con una ahuyama, un átomo de icopor o algún cerebro de plastilina.
Mientras tanto debíamos estar escribiendo una “monografía” sobre los arácnidos. El padre de un compañero le reclamó al profesor que cómo se le ocurría poner una tarea de universidad en secundaria. No recuerdo la defensa del profesor, pero intuyo que debió ser muy elocuente. Tuvimos que avanzar, resignados, a copiar páginas y más páginas sobre arácnidos, con la invaluable ayuda de la Enciclopedia Salvat. Y antes de entregar ese trabajo, Gerardo Valencia llegó con su mejor ocurrencia didáctica; una que según él nos reportaría dividendos para dotar al colegio de microscopios: todos sus estudiantes debían donar frutas y, en lo posible, racimos de uvas. La consigna era almacenar una provisión suficiente en un rincón del aula. Más temprano que tarde, los alumnos que iban perdiendo la asignatura llegaron con bolsas repletas con una generosidad sospechosa.
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Fue así como del salón de los seres vivos empezó a emanar un aroma colorido de plaza de mercado que atenuó el olor del formol y de los huesos rancios. El día de la entrega, Gerardo lucía más colorado que de costumbre, parecía sudar más de la cuenta; su cuello lucía a punto de ahogarse con el nudo de su corbata untada de tiza. Entonces comenzó a explicar, emocionado, el diseño de un alambique que uniría todos los tubos de cristal del aula, los matraces y las probetas, en una red de vasos comunicantes que al final permitiría obtener un exquisito vino de frutas con la marca del colegio. Por alguna razón, el experimento fracasó. Las frutas se malograron en sus cajas y su olor permaneció encerrado allí durante meses.
Antes de la Navidad, un benefactor anónimo envió al colegio 12 microscopios. Cuando pudimos mirar a través del lente una gota de agua de una charca, entendimos que lo esencial sí es invisible a los ojos, como dice el Principito. La gota albergaba unos seres translúcidos que se movían agitando diminutos pelitos. Valencia nos explicó que eran paramecios y que, cuando uno de ellos perdía energía, se adhería a otro que sí tenía para intercambiarla; así los organismos podían sobrevivir indefinidamente. Tal vez, si los estudiábamos a fondo, podríamos encontrar la fuente de la inmortalidad, nos dijo.
Sin la tarea del esqueleto y un escrito que, según Valencia, no era una monografía, el promedio de mi equipo y el mío se fueron a pique. Pero el profesor había olvidado algo. Unos meses antes le había llevado, como donación al salón de los seres vivos, un toche disecado por mi abuela, ya que ella tenía la costumbre de embalsamar cada pájaro que se le moría. El profesor se excusó por no haber recordado tan valioso aporte, y así logramos mis amigos y yo salvarnos de la extinción.
Años después de haber terminado el colegio, al pasar por una casona que tenía las ventanas abiertas, escuché una voz operática que provenía de un zaguán. Me acerqué a curiosear. Era una especie de aria interpretada por un Caruso criollo. A través de los barrotes pude ver su perfil inconfundible: la misma nariz aquilina, la mota engominada y esa expresión de soberanía en el rostro que ahora proyectaba la voz, en un patio interior, a un grupo de amigos. Pese a que él nos había enseñado a desconfiar de las apariencias, no tuve dudas: era el mismísimo profesor Valencia.
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