Cuando estaba en octavo grado, la rispidez del álgebra hizo que deseara fugarme del colegio, así fuera para aprender algún oficio analfabeto; cualquier cosa, con tal de escurrirle el bulto a la espinosa academia. En esas jornadas de angustia, nada me parecía tan lejano como ser, algún día, bachiller del Instituto San Carlos: sobre la nube gris que formaban las cabezotas de algunos politiqueros de provincia, asomaba, entre nimbos dorados, la efigie inalcanzable del único egresado de feliz recordación: el escritor Darío Ruiz Gómez. Yo quería ser como él, así no me tocara la suerte de escribir algo como Hojas en el patio: me bastaba con saberme exalumno.
Sin embargo, me salvó mi masoquismo —me flagelé una noche entera con la miscelánea de ejercicios de factorización del Álgebra de Baldor—, y al cabo de tres años y medio ya tenía el diploma en la mano. Me vi, pues, en la nube desde la que me saludaba el escritor. Lo que entonces no podía saber era que tal encumbramiento no iba a librarme de dos padecimientos crónicos: soñar sistemáticamente, durante décadas, que aún debo presentar exámenes sobre logaritmos; y deshacerme en una demente nostalgia por los días en que era colegial, olvidado de los tortuosos sentimientos que entonces experimenté. Cuando este segundo pesar se hizo insoportable —el otro, a fin de cuentas, por irremediable ya tiene remedio— marché a contemplar lo que había sido de mi claustro lasallista.
Volví veinte años después de haberme ido, y sentí lo que, supongo, sentiría cualquier muerto si pudiera violar la tumba y reconquistar la superficie: un profundo despecho al ver cómo los demás se paseaban, como Pedro por su casa, por los corredores y patios que antes me habían pertenecido. Niños, profesores y secretarias iban de aquí para allá, seguros de sus pasos y por completo ajenos a mis pucheros. Una coordinadora se me ofreció como guía, y de un modo tan velado como expedito me dio a entender que no le interesaban mis evocaciones proustianas: cada vez que yo trataba de ofrecer llorosas añoranzas sobre la puerta o muro que, años atrás, habían estado sembrados en tal o cual lugar, ella me cortaba con explicaciones que no venían a cuento y que su voz grave hacía incontestables: me hablaba de la certificación de calidad o de los métodos usados por los jardineros. No tuve más remedio que callarme la boca.
El corazón se me arrugó cuando descubrí que de la gigantesca ceiba que se alzaba sobre el patio central apenas quedaba un pequeño túmulo cubierto de grama. Pero tuve una sensación extraña que iba más allá del descubrimiento de que no habían sido embustes las lecciones aprendidas sobre los ciclos de la naturaleza —y que incluían el dibujo de las bacterias nitrificantes royendo un tronco caído—: una atmósfera extraña rodeaba la tumba de la ceiba. Creí dar con la explicación cuando, al toparme con una vieja estatua de la Virgen, me pareció desamparada y muerta de frío, sin el cobijo que años atrás le prestaba la fronda.
Mi salón de primero elemental estaba irreconocible: los muros habían sido revocados y pintados de un color oficinesco; un televisor coronaba el ángulo en que estaba el escritorio de la maestra, y esta —una joven que no guardaba ningún parecido con mi gatuna profesora Rocío— se paseaba entre los niños ataviada con una bata científica; además, el recinto ya no olía, como treinta años atrás, a tajaduras de lápiz embutidas en tarros de lata. Mientras constataba todo eso en cauteloso silencio, la coordinadora me contaba no sé qué cosa del núcleo educativo.
Salvo el árbol muerto y la vetustez de la baranda del bloque de bachillerato, el colegio lucía moderno y pulcro. Los baños ofrecían acabados dignos de un club de golfistas; nuevos sistemas de escaleras se desenvolvían con agilidad de módulos interplanetarios; dos cafeterías nuevas rivalizaban con las casas de banquetes del barrio; la biblioteca había duplicado su tamaño y refinado su decoración —ya no parecía un comedor de beneficencia—; la sala de profesores era tan lujosa que podía albergar una cumbre de ministros; la capilla parecía tocada por una luz de revelación, y bajo su piso, como salido de la nada, abría sus puertas un auditorio magnífico; la cancha estaba rodeada de una pista atlética, y en uno de sus costados se alzaba un ágora griega en que tenían lugar, durante los recreos, sesudas reuniones estudiantiles. La coordinadora, muy pagada de sí, me enseñaba las mejoras y aderezaba la conversación con datos técnicos y precisa jerga arquitectónica.
Era inútil que yo buscara los viejos contenedores de basura, cerrados como buzones, en que habíamos grabado nuestros nombres, o que intentara pillar trazas de hedor amoniacal en los baños de los más grandes. En el apolíneo colegio que tenía ante mis ojos no se conocían esos desafueros: allí los niños se desplazaban en filas militares, los pasamanos de aluminio brillaban en su virginidad, no alborotaban las abejas golosas que en otro tiempo se criaban en la trastienda, ni rodaban por el suelo servilletas ni hojas… ¡Hojas! ¡Eso era! Casi al término de mi visita, dominando el patio central desde el alto corredor en que otrora se alzaban las habitaciones de los hermanos cristianos, comprendí lo que había experimentado ante los despojos de la ceiba: mi extrañeza nacía del hecho de que ya no llovían hojas desde lo alto y, por lo mismo, tampoco se escuchaban los crujidos de su arrastrarse impenitente por el piso de cemento. El colegio, quieto y callado, ya no tenía hojas en el patio.
Volví a la casa no sé si más triste o más tranquilo. El lugar en que había mudado la piel de la niñez ya no existía, pero eso mismo hacía innecesario practicar nuevos ritos de reivindicación territorial. También eso, por irremediable, estaba remediado, y me quedaba el consuelo de volver a mi auténtico colegio cuando, alguna noche, soñara otra vez con el maldito examen de logaritmos.
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