Por allá en 1996 tuve ocasión de entrevistar a dos integrantes de un grupo de investigaciones sicoanalíticas de la Universidad de Antioquia, que habían realizado un "acercamiento" al fenómeno de las bandas delincuenciales que operaban en los barrios de Medellín, cuyos miembros desde mucho antes y hasta el sol de hoy siguen siendo los mandamases, las vacas que más cagan en las comunas populares.
La conclusión era aterradora: por su alta jerarquización, por sus leyes estúpidas y los severos castigos que se le aplican al infractor (no cortarse el pelo, fumarse un bareto, llevar minifalda, cruzar una esquina pueden significar la muerte) y por esa costumbre de trazar territorios exclusivos y excluyentes (todo lo extraño, todo lo exterior es enemigo), decían los sicoanalistas que dichas bandas y pandillas estaban constituidas y organizadas como la horda primitiva.
Era la misma devoción-temor al macho padre jefe reinante, acaparador de mujeres y con poder omnímodo sobre vida y bienes que describe Freud en Tótem y Tabú.
Consignaban además como interesante una serie de rituales que los pandilleros cumplían religiosamente, para evitar las balas o hacerse invisibles.
Los muy prudentes profesores, sin embargo, soslayaban la cientificidad de los resultados de su trabajo. Aseguraban que si un sicoanálisis individual podía tardarse años, pretender sicoanalizar una comunidad determinada y sacar conclusiones era una tarea todavía más larga y dispendiosa.
Gracias en parte a la timidez de los investigadores, que no podían creer lo que a simple vista parece tan evidente, aquel trabajo, que merecía primera página y ser motivo de discusión y análisis en los pasillos oficiales, en bares y cafés y hasta en la sobremesa familiar, pues acá pasó completamente desapercibido y el único medio que le dio algún despliegue fue la Emisora Cultural.
Desde entonces he pensado mucho en aquella pavorosa conclusión de los sicoanalistas investigadores pero con el paso del tiempo y las balas y los muertos, se quedó por allá, en las profundidades del inconsciente.
Se me vino de nuevo y de golpe leyendo en el UC 16 el artículo de los puntos rojos. Porque ciertamente estamos en manos de verdaderas hordas de asesinos, de gentes sin dios ni ley, cuyos jefes se comportan como amos absolutos, que prohíben que dos hermanas se visiten porque están allende una cuadra de la frontera del barrio, que decretan tributos absurdos y aplican la pena capital al capricho del día, carentes por completo de escrúpulos a la hora de atropellar ancianos, mujeres, niños y hasta discapacitados.
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Donde todo ese asunto no fuera tan trágico, estaríamos hablando de una bobada, fruto de esta nuestra sociedad colombiana, tan rabiosamente individualista, tan propensa a dar gatillo, incapaz de entender que los seres humanos somos ante todo animales sociales. ¡Cómo es posible que todavía no entendamos que los hombres nos necesitamos los unos a los otros! Y dependemos de muchos que viven en otro barrio y hasta en otros países, así no conozcamos a ninguno de los que nos sirven, así aquellas personas que trabajan para nuestro bienestar sean de izquierda o derecha, bonitas o feas, bisexuales o adictas al vallenato.
¿O quién de los que lee este artículo hizo los zapatos que lleva puestos? ¿Cuántos cosieron su propio vestido? ¿Alguno sabe al menos cómo se fabrica el computador en el que escribo? ¿Se sabe de algún médico que se haya operado a sí mismo de apendicitis?
Lo más aterrador de nuestras pandillas, inmersas en los tremedales del paleolítico, es que en lugar de garrote portan fusiles R15 y miniuzis, que en lugar de silbidos para comunicarse prefieren el celular y que aún sin conocer la doma del caballo pueden incursionar en territorio enemigo (o sea, en el resto del mundo, todo lo que está más allá de las estrechas fronteras del barrio) en motos de alto cilindraje.
Hordas al fin y al cabo, incursionan, no salen. Están allí, en sus reinos minúsculos, mezquinos, haciendo daños que es lo único que saben hacer.
Como sociedad parecemos maniatados porque aquí como que no existen las pruebas técnicas y lo único que le sirve a nuestro sistema judicial es la delación pagada y protegida, porque el testimonio espontáneo se desecha fácil: basta matar al testigo.
Pero no creo que sean alcaldes, jueces y policías los únicos llamados a superar esta paradójica y singular tragedia. Son las mismas comunidades las que deben ponerle punto final y, claro, de la mano de las autoridades, acabar de una vez por todas con el reinado de estos revejidos preadolescentes, inconscientes e iracundos. Basta con que la gente se pare en los pedales y rechace de manera unánime todas las formas de delincuencia. Antes que la cárcel, lo que debe temer el malandro es la sanción social.
Supongo que de llevarlos ante un tribunal, el castigo para estos niños grandes sería severo. Pero merecerían unas nalgadas. Por culicagaos y pendejos.
Sin embargo, estoy por creer que los investigadores de la U. de A. a lo mejor tenían razón y no podemos generalizar. Ya sabemos cómo terminan los protopadres de Tótem y Tabú: asesinados por sus propios hijos súbditos. De manera que si así fuera, si las pandillas de los barrios populares estuviesen constituidas como hordas, una vez muerto y deglutido el tirano, el sentimiento de culpa generaría los tabúes del incesto y del mismo asesinato, un impulso que a todos nos pasa alguna vez por la cabeza pero que es necesario reprimir, para coexistir pacíficamente en sociedad, que es la única manera como los hombres sobrevivimos a través de los días y los años y los siglos. Con la ayuda del otro.
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