Impresionante lo del Mono Jojoy. Horrorosa su cara amorcillada y toda su fiereza pudriéndose en esa lata mortuoria. Revelador aquello de que se levantaba a la una de la mañana a mandar por radio, y a las cuatro se acostaba de nuevo y volvía a dormir en santa paz otras dos horas, como si nada, como si no hubiera ordenado en el intervalo algún secuestro, una emboscada o una salvaje purga interna.
Pero de la geométrica cacería otra arista me rayó : ¿Cómo fue posible que el ejército, nuestro ejército, agarrara a Jojoy con tanto estilo y eficiencia en un país en donde hasta hace poco los soldados no se cogían el culo con las dos manos?
Esa pregunta, difícil de contestar, se la endilgué a una de las protagonistas de la Operación Sodoma, después de un montón de intrigas para encontrarla y de permisos para que pudiera contestar.
—Noto cierta sorna implícita en su interrogante —le bastó responder a la bomba inteligente. Pensé que no hay que ser muy perspicaz para descubrir una puya así de obvia, pero a la vez reconocí que en su frase había palabras complicadas para un militar del común: en y su, por ejemplo.
Entrevistar un arma no es tarea fácil. Preguntarle a un changón de dos narices ahumadas sin antes haberle dado una propina por su colaboración, puede hacer que el tiro nos salga por la culata. Mediante una larga gestión con un conocido de un conocido de otro conocido es posible sentarse frente a frente con un AK47 fogueado en las comunas, pero aún así, nada garantiza que el fusil no permanezca tan parco como la parca. El diálogo con una granada es de sumo cuidado, nada de preguntas personales que la hagan explotar. Entrevistar puñales y machetes es mucho más sencillo, pero no pasa de ser un ejercicio romanticón en una ciudad donde cualquier mequetrefe anda con una pistola automática.
Raras, desconocidas, novedosas y ahora triunfadoras, las bombas inteligentes han sido exaltadas por su desempeño en la guerra, sobre todo por su precisión. Fueron al menos 7 las que estriparon el campamento de Jojoy y otras cuantas las que se metieron a Ecuador para hacer trizas a Raúl Reyes. Poco sabemos de ellas; ni siquiera si son primas o hijas del Edificio Inteligente de EPM o lejanas parientes de las famosas empanadas.
—¿Cómo se distingue una bomba inteligente como usted de una bomba poco o mal preparada?
—La inteligencia —empezó a responder con tonito magisterial—, trátese de artefactos como yo o trátese de hu- manos o incluso de máquinas en apariencia simples, está determinada por la situación concreta en que se despliegue. Es decir... —y me miró para comprobar si mis entendederas iban al hilo— no es notable ser inteligente en sí, pero es condición imprescindible para serlo entre y ante los demás, como anotó Claqerberg.
Concrétese, acaté a decirle. No iba a dejarme sorprender por un proyectil con ínfulas. Soy capaz de diferenciar a un inteligente de un sabido; ya he estado antes con intelectuales.
—Yo, puesta en un depósito, soy una bomba más, y así está bien que sea. Pero, recordando a Borges, ¿quién soy? Lo sabremos el día ulterior que sucede a la agonía.
¿Borges? ¿ulterior? Vi a esta bomba embolatándome. Dizque la más certera y dando vueltas. Y tan creída, sabiendo que no es ni extranjera. El ejército colombiano, después de tirar y tirar bombas gringas desde 1964 —cuando descargó algunas en Marquetalia buscando al liso Tirofijo— y de meter las patas varias veces —en Arauca, por ejemplo, un bombardeo dejó 17 civiles muertos—, se convirtió en un experto, echando a perder aprendió, y mejoró de tal manera sus recursos tecnológicos que ya las bombas inteligentes se hacen en Boyacá. Todavía no sé en qué lugar del país producen las bobas, o si se darán silvestres.
Estaba hablando con una poderosa XUÉ de 250 libras, prefragmentada, equipada con láser, sensores infrarrojos, buscadores electro-ópticos y demás gayos, pero made in Sogamoso, y eso, lo confieso, me hizo perderle algo de respeto. Decidí entonces atacarla con preguntas elementales del tipo por qué estando dotada de inteligencia no eligió un camino más constructivo que la muerte y la violencia.
—Jmm —pareció quejarse de la obviedad—. Razón tenían quienes me aconsejaron alejarme de las entrevistas. Probado está que los periodistas se vanaglorian de armar ruido con un casquillo, cuando es la bala la que retumba originalmente. Su interpelación desafora —continuó regañándome—. Sería usted capaz de preguntarle a una víbora por qué repta antes de envenenar, o aún peor, por qué es víbora.
Logró intranquilizarme, me movió el piso. Quizás estaba ante una bomba realmente inteligente o tal vez era un simple triquitraque lleno de palabras explosivas; no una XUÉ sino un petardo tipo JOG. Caviloso, seguí.
—Debe mantenerse muy tensionada con tanta guerra.
—Acierta usted. Pero más que tensionada, diría que en estado de vigilancia alerta. O mejor: de alerta vigilante —corrigió. Apenada, me rogó no publicar eso de vigilancia alerta, pues le sonaba primario.
Erró. Y por eso resolví buscarle su lado humano. Le conté un chiste que se me había ocurrido ahí mismo. ¿Sabe cómo les dicen a las bombas más bonitas?.. ¡Bombones!, exclamé esperando su risa. Como nada de nada, proseguí.
—Siendo usted tan inteligente, debe tener pocos amigos en el ejército.
—No quiero hacerme cómplice de sus prejuicios. ¿Algo más? Se me acaba el tiempo.
—Pues... quisiera saber cómo es su relación con otras armas menores. ¿Qué opina de los bolillos, de los gases lacrimógenos...?
—Respeto muchísimo a los pequeños ayudantes; puede ser que por un bolillo bien agitado y certeramente descargado en la protesta oportuna o por una bomba lacrimógena puesta en los ojos precisos yo esté aquí, en lo alto de la pirámide, mirando desde arriba. También es muy probable que no fuera la exitosa bomba que soy si usted no se sometiera manso a las leyes y contribuyera puntualmente con sus impuestos.
Ay. Pasé a ser un pequeño ayudante de ella, mi fría y metálica Gran Hermana. Era cierto, no cabían dudas: A falta de un mejor envase, ahí estaba la inteligencia en forma de bomba. Bombas precisas, decididas, firmes en su papel, esmeradas; bombas con misión, visión y metas claras como cualquier institución que se respete.
Para bien o para mal la inteligencia llegó a nuestro ejército; esa inteligencia de la que nos burlábamos por su escasez y que muchos reclamaban con la esperanza de que algún día termine esta guerra. Con las bombas vendrán cada vez más sofisticados aparatos y es posible que el ejército termine totalmente inteligente, hasta sus soldados. Eso, con ser difícil, puede significar el advenimiento de un paraíso para todos o el principio de una etapa peor que la guerra para los civiles. Soy pesimista: creo que pronto extrañaremos con pesar a las bombas brutas, las conocidas, las de siempre.
Me despido de la bomba inteligente y recibo un hasta pronto cargado con un no sé qué amenazante. Por el sudor que me sacaron sus respuestas, suelto un calor excesivo que me preocupa. Estoy seguro de que mientras me aleje, la bomba podrá verme en tonos difusos de colores, rojo en el centro caliente y azuloso en el halo; me detectará como en un videojuego. Le doy la espalda pixelada. Sobre ella siento la mira. Es el único momento de la entrevista en que fui objetivo.
Qué le vamos a hacer, soy tonto: me consuela saber que hasta las bombas inteligentes necesitan de algo tan ordinario como los sapos. Dependen de soplones que les indiquen cuándo y dónde caer. Sufren de lo mismo que la policía. Y si las bombas que acabaron con Jojoy se parecen a nuestros policías, serán lo que quieran pero no inteligentes.
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