Número 69, septiembre 2015

Los niños que combaten por la noche
Fotografías y texto de Orlando Echeverri Benedetti
 

Fotografías: Orlando Echeverri BenedettiFotografías: Orlando Echeverri Benedetti

1. Rituales en la niebla

En la cuarta pelea se enfrentarán dos muchachos de catorce años. Solo son niños pero tienen la mirada severa de los peleadores consagrados, los pómulos con heridas que se han abierto y restañado una y otra vez, el tabique ligeramente achatado, las cejas tumefactas y lampiñas por el hábito a los golpes. Guardan silencio, inmóviles como efigies en medio de una alborotada multitud que se agolpa en torno a un hombre sin dientes que controla las apuestas a los gritos. Entre los apostadores están sus padres, mientras en las gradas aguardan sus madres envueltas en rebozos oscuros, los extranjeros a quienes los nativos llaman farangs, las hermanas recién casadas con niños en brazos que lloran o duermen o se turnan para hacer ambas cosas a su antojo.

El galpón donde se realizan estas peleas de muay thai está en un solar de Hat Yai, una pequeña ciudad de la provincia Songkhla, donde todavía puede sentirse la presencia de la selva del sur profundo de Tailandia. Al borde de la carretera, en medio de la niebla y del lodo revuelto que ha producido una llovizna de cuatro horas, hay puestos de junco con cuévanos abarrotados de hielo y cerveza, perros sin dueño que trazan su rumbo con el hocico pegado al suelo, parrillas de hojalata cuyos rescoldos débiles queman con lentitud una docena de embutidos por los que ya nadie querrá pagar. La entrada del galpón es una garita de ladrillo sin revocar, y en ella todavía puede verse una fila para comprar tiquetes. En una pancarta se lee el modesto nombre del lugar: Centro de entrenamiento Hat Yai. Para los hombres la entrada cuesta 240 baht (6,7 dólares estadounidenses). Las mujeres, en cambio, solo pagan cien.

Dentro del recinto se bebe y fuma indiscriminadamente y junto con la bruma que se filtra por el techo de zinc el aire viciado se torna irrespirable. A un costado del cuadrilátero, protegidos por un cerco, se ubican cuatro hombres que constituyen la orquesta de sarama, la música que da ritmo y clímax a las peleas. La banda está compuesta por dos clases diferentes de oboe y un par de címbalos tailandeses.

 

 

Los peleadores empiezan a subir a la plataforma. Cada uno viste pantalones cortos azul o rojo, ambos con flamas bordadas y filigranas plateadas. Investidos por cierta solemnidad de santo deben pasar por encima (jamás por en medio) de las cuerdas del ring. Llevan en la cabeza sendos mongkol, una banda tubular sagrada, mezcla de cuerda basta y seda fina trenzada por monjes budistas que solo puede ser puesta y retirada por el maestro de cada luchador. Violar estas reglas es considerado un irrespeto grave a tradiciones centenarias y puede, incluso, acarrear mala suerte. Se dice además que si el mongkol llegara alguna vez a tocar el suelo, quedaría de inmediato desprovisto de sus propiedades místicas.

En el preámbulo de cada pelea los púgiles se inclinan en su respectiva esquina y oran con las manos juntas frente a sus caras. Luego ejecutan una danza llamada wai khru ram muay en dirección a donde se encuentran sus respectivas casas. El baile exhibe el poder de cada luchador y al mismo tiempo rinde respeto al maestro y los ancestros. Cada baile es diferente. Uno de los más singulares y largos es el que solía ejecutar el famoso exboxeador Parinya Charoenphol, nacido hombre y devenido en kathoey (transexual), en cuyo acto simulaba mirarse en un espejo mientras se peinaba con gracia femenina.

La danza cumple, sin embargo, con ciertos movimientos comunes como hincar una rodilla en la lona y sacudir un pie en el aire como la cola de un dragón mientras que, al mismo tiempo, se hacen círculos concéntricos con los puños. Luego, cada luchador se incorpora y procede a recorrer las cuatro esquinas del ring, una vez más, con las manos en señal de oración. Al final, el maestro les retira de la cabeza el mongkol y el público vuelve a las gradas a presenciar el combate. Los jueces ocupan una plataforma a pocos metros del ring.

 
Fotografías: Orlando Echeverri BenedettiFotografías: Orlando Echeverri Benedetti

2. Música para encantar serpientes

Bajo los reflectores del ring los luchadores se estudian con meticulosidad: la cara oculta entre los brazos en guardia, una pierna siempre adelante, inquieta como un aguijón listo para desplegarse en rápida sacudida.

Cada combate dura cinco asaltos. Casi siempre, el primero transcurre entre golpes al azar para medir las cualidades del adversario y definir la técnica apropiada para la pelea. Al sonar la campana los luchadores vuelven a su esquina, en donde segundos antes un aguatero pone con rapidez una palangana plástica con reborde para no mojar la lona. El maestro murmura al oído del luchador y, entre tanto, dos personas más bañan con agua helada sus brazos y sus piernas.

Junto a mí, entre el público, casualmente está el padre de uno de los muchachos. Aprovecha el ínterin para ponerse de pie y darle ánimo. También parece reprocharle algo. El luchador, que viste unos pantalones cortos de color rojo, lo mira confundido a él y a su maestro, como si no lograra definir a cuál de los dos prestarle atención. Un amigo tailandés, Soda, me traduce lo que dice el padre: “Ten más confianza, golpea y cúbrete”. Luego me traduce lo que habla con un hombre que está al lado: “Tengo mil baht apostados. Va a ganar”.

No sabe que pronto su hijo va a caer privado en la lona. En el tercer asalto su contrincante lo abraza y, con la rodilla, le asesta un raid de potentes golpes en las costillas. El réferi los separa y da la señal de que se reinicie la pelea. Es en ese instante cuando se evidencia la importancia de la orquesta.

 

 

 

Son ellos quienes, con ese ritmo para encantar serpientes, definen la intensidad del combate. El frenesí que le imponen a la música incita a la acción como un reclamo maniático. Y ese reclamo es escuchado. Veinte segundos después uno de los luchadores lanza un te khao, una patada de hacha, que asesta certera en el cuello del otro, quien de inmediato se desploma como si se hubiera ido la luz en su mente. El público guarda silencio durante un momento, pero cuando el luchador derribado vuelve en sí se escuchan los lamentos de quienes han dilapidado su dinero. El perdedor es quien viste los cortos pantalones rojos.

El padre del perdedor corre al ring y lo ayuda a bajar del cuadrilátero. No hay lugar para aspavientos: en ese momento el director de las apuestas anuncia la siguiente pelea y varios hombres bajan de las gradas con la esperanza de acertar en el próximo lance. Le pido a Soda que sigamos al padre del chico que ha perdido para hablar con él. A Soda no le gusta la idea, pero finalmente accede. Lo seguimos por un salón con decenas de bolsas de boxeo y pupitres. Luego recorremos la parte trasera de las gradas. Allí están los pegadores que aguardan su turno. Todos menores de edad, con cuerpos magros, abdómenes marcados y largos brazos nervudos. Afuera, vemos que el padre del luchador enfila hacia un pequeño local con un patio recubierto por una cerca de cañizo y arcilla. En el mostrador brilla una botella de whisky donde flota una tarántula. Alguna vez había visto una similar en París, y otras más con cobras y ciempiés que vendían con la promesa de curar la impotencia o la calvicie.

El padre se sienta en una mesa. Frente a él están su hijo y un hombre con la cara ajada.

 
Fotografías: Orlando Echeverri BenedettiFotografías: Orlando Echeverri Benedetti

3. La leyenda, el honor y las apuestas

Después de una aparatosa presentación traducida por Soda, el hombre acepta conversar conmigo. Parece más calmado que antes, tal vez porque su hijo aún puede caminar y le intriga que un extranjero lo aborde de esta manera. Su nombre es Wi. Su hijo se llama Khamsing y el hombre que está a su lado es Ann Lejyee, su maestro y entrenador.

Wi nos invita a acompañarlo en la mesa. El semblante de su hijo sugiere que ha perdido algo más que una pelea. Encorvado en su silla rústica de cuero repujado y con la mirada oculta parece que se hubiera encogido. Ahora es de nuevo un niño que volverá a la escuela el lunes por la mañana donde, tal vez, leerá a escondidas esas historietas japonesas tan populares en Tailandia. Viste una camiseta blanca con el cuello estirado, los mismos pantalones cortos que usaba en el ring y unos tenis de tela desteñida y suela gastada. Sabré después que su padre regenta un pequeño taller donde se venden neumáticos para motocicletas y que su madre está empleada en una tienda que ofrece cigarrillos contrabandeados desde Malasia. Es fácil intuir que Khamsing quiere algo diferente en su vida, y que siente la derrota de hoy como un paso en el sentido contrario.

Mientras Wi le pide a un mesero un plato de rabas fritas, le pregunto a Khamsing si su intención es volverse profesional. Volviendo de su letargo, me dice sin el menor atisbo de duda que ya lo es. Comenzó a entrenar con Ann a los seis años. A los once ya estaba listo para pelear. Desde niño fue un admirador de los dos peleadores más célebres de la ciudad: Nong Dome Jar Yut Khong y Puankon Lek Nakom See. Su entrenamiento empezó en un minúsculo gimnasio del centro que ya no existe, y luego en el galpón donde acaba de perder. El nuevo gimnasio tiene apenas dos años de existencia. El maestro Ann Lejyee y su hermano decidieron rentar el lugar y ampliar la cantidad de alumnos. Se trata de una inversión privada. A pesar de que el muay thai es un deporte emblemático de Tailandia, no existe ninguna subvención del Estado para patrocinarlo.

Me pregunto cómo es posible volverse un peleador profesional de muay thai a tan temprana edad. Ann me explica que es el curso natural de ese arte marcial. Se comienza temprano, pero la vida útil como pegador no se extiende demasiado, como sí sucede, en cambio, con el boxeo occidental en donde hay peleadores que superan los cuarenta años de edad. Las peleas serias comienzan cuando los luchadores son apenas unos niños, de modo que las heridas, la frecuencia de los enfrentamientos y el desgaste físico producen que, por lo habitual, se retiren a la edad de veinticuatro años. ¿Y qué hace después un boxeador? Ann se echa a reír y me dice que, entre otras cosas, puede abrir un gimnasio, como él, que en sus mejores días también fue un luchador. Agrega que el país está recibiendo cada vez más farangs interesados en aprender muay thai, con lo cual se garantiza un mayor flujo de estudiantes. El precio por mes para entrenar con seriedad es de 2.500 baht, por si me quiero unir, me dice, y se ríe.

Cuando llegan las rabas le digo a Soda que les pregunte qué papel juegan las apuestas en el muay thai. Como es habitual, Soda considera que cada vez que abro la boca estoy a un paso de meterlo en problemas. Le sugiero que lo pregunte como una curiosidad más, no como un juicio moral. Tras armarse de valor, suelta mi interrogante mirándome de vez en cuando, como diciendo, “es él quien quiere saber, no yo”.

 

 

 

A Ann le resulta cómico el tacto con que le formula la pregunta. Acto seguido le dice a Soda que las apuestas han estado siempre presentes en el muay thai. Son el alma del público, un elemento que involucra aún más a los espectadores. No son legales, pero están culturalmente aceptadas. Luego me explica que un peleador profesional entrena cinco horas al día y tendrá un enfrentamiento cada cuatro semanas. No se gana demasiado con las peleas de provincia. A lo sumo se reunirán unos siete mil baht, con lo cual es imposible mantener a una familia. Desde luego, la fama del deporte ha mejorado las condiciones, pero hay que llegar muy lejos si se quiere hacer dinero de verdad. Para que un pegador empiece a adquirir celebridad deberá clasificar en los campeonatos de la Federación Mundial de Muay Thai, en Bangkok. Esto implica llegar al estadio Lumpinee, dirigido por la Armada Real de Tailandia, o al Rajadamnern, que con el tiempo ha alcanzado mayor protagonismo. Ambos son, de alguna forma, los templos del muay thai en el mundo. Allí también son comunes las apuestas, pero se ejecutan de manera más clandestina que en las ciudades pequeñas como Hat Yai.

Yo le comento que en Occidente, apostar por un niño que pelea podría resultar polémico. Soda me traduce a regañadientes. Wi interviene y dice que no lo entiende: debería ser un honor. Además, su hijo pelea porque le gusta, no porque alguien se lo haya impuesto. Ha apostado por su hijo desde que comenzó a pelear y siempre invierte ese dinero en su familia. Además, dice, ¿qué sentido tendría ser un peleador que no pelea? Me aclara que todavía existen lugares donde se pelea a puño con soga, es decir, sin guantes. Pelear así produce mucho más daño y puede ser letal para los luchadores. Jamás permitiría que su hijo tuviera un enfrentamiento en esas condiciones.

Ann, que ha estado escuchando en silencio con el puño en el mentón, espera a que Wi termine de hablar. Entonces me mira. Luego a Soda. Le dice que, probablemente, en otros países es difícil entender el honor que implica en Tailandia ser un boxeador de muay thai. Es una arte ancestral, una técnica de reyes que además resume la compleja constitución cultural de Siam. Ann se refiere brevemente a la historia de Nai Khanomtom, que es parte del folclor del que se nutre el arte marcial. Conozco la historia y, en resumen, está ambientada en el siglo XVI, cuando empieza a desplomarse el reinado de Ayutthaya. En una ocasión, las tropas birmanas capturaron a Nai Khanomtom y lo condujeron a la ciudad de Rangoon. El rey birmano, conocido como Mangra, le propuso a Nai que se enfrentara con el campeón de boxeo birmano. Prometió que si lo vencía podría volver sano y salvo a su país y contar la historia. Antes de comenzar a pelear, Nai realizó el wai khru ram muay, cosa que el público birmano interpretó como magia negra. Lo golpearon y humillaron pero aun así ganó el combate. El rey Mangra consideró su victoria inválida y lo retó a pelear contra nueve luchadores más. A todos los venció y al final nadie más quiso enfrentarse con él. De esa manera se ganó el derecho a volver a su reino, donde su historia se convirtió en una leyenda.

“¿Conocías esa historia?”, le pregunto a Khamsing con la intención de saber si lo ha influido. Avergonzado, hunde el mentón y no me da ninguna respuesta. Me gustaría saber cuál es su meta con el muay thai, a dónde quiere llegar, a qué está dispuesto a renunciar. Le digo a Soda que se lo pregunte. Levanta la cabeza y me mira. Su respuesta es clara: “Quiero combatir en el estadio Rajadamnern”.UC

 
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