Número 67, julio 2015
CAÍDO DEL ZARZO
Elkin Obregón S.

 
No he leído La caravana de Gardel, la novela de Fernando Cruz Kronfly, ni he visto la película homónima de Carlos Palau. Se narra en ellas el traslado de los restos del cantor a lo largo de tierras colombianas. En recientes entrevistas concedidas por el novelista, confiesa este que, investigando aquel episodio, comprendió que eran solo leyendas las tejidas en torno de ese viaje póstumo, con discursos y fiestas nocturnas en cada pueblo donde paraba el féretro, rumbo a Buenaventura. Cruz Kronfly urdió una trama, unos personajes, y escribió una novela. Con el respeto que el autor me merece, pienso que el viaje escueto de ese cuerpo carbonizado, desde Medellín hasta su destino final en Colombia, propiciaría un relato digno de un Juan Rulfo, o de un Azorín criollo; o incluso de un José Saramago, tan dado a contar viajes bizarros.

Menciono un recuerdo del arquitecto Eduardo Vásquez: va con unos amigos, por un sendero alto de montaña, rumbo a algún pueblo de Antioquia; ven venir a lo lejos, entre brumas, una pequeña caravana. A medida que se aproximan, identifican a dos hombres a lomo de mula, que conducen otra, cargada con una caja. Al cruzarse con ellos se detienen y se identifican; van hacia Buenaventura, y esa caja contiene los restos de Carlos Gardel. Cambian unas palabras, la mínima tropa se va, y otra vez se la traga la niebla. Y eso es todo; un segundo de profunda soledad, de un silencio tan puro que no me atrevo a manchar con palabras. No sé cuánto duró ese recorrido, ni cómo fue el arribo a un puerto bulloso, con lanchas cargueras y sirenas de barcos. Esa, con ser aún la misma, es ya otra historia.

Después, tras un absurdo recorrido que lo llevó primero a Nueva York, el cuerpo de Gardel reposó al fin en La Chacarita, y allí rompió el silencio, y volvió a cantar. No sé allá, pero en Medellín cada vez lo hace mejor.

 

Elkin Obregon

  
 
CODA
Mónica.
Todas las mañanas miro por un rato Día a día, el programa de Caracol. Me cae muy bien Catalina, pero si no veo a su parceira, Mónica Rodríguez, desligo la tele y vuelvo a mi almohada.
Mónica tiene la edad en que se es joven para siempre, unos ojos excesivos, y una sonrisa de paz; y, cuando la ocasión lo permite, regala unos pasos de baile que envidiaría la mejor profesional. Es la más perfecta diva, la que ignora que lo es. Nunca tendré la fortuna de verla cara a cara, pero mañana estará a mi lado.
UC

 
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