Número 51, diciembre 2013
¡Mataron a Pablo!
El último vecino
Juan Camilo Montoya Echavarría. Ilustración: Aurélie Carmouze
 
 
 

Pablo Escobar murió al lado de mi casa. Allí, en el barrio Los Olivos, en la cuadra que me vio crecer, donde jugaba a ser arquero como Higuita y donde aprendí a montar bicicleta, fue abatido el máximo capo del narcotráfico.

Además de Escobar, aquel 2 de diciembre de 1993 murieron otras cosas. La cuadra no fue la misma, como tampoco mis ánimos de salir a jugar. Durante muchos días, quizás meses, sentí las ráfagas y el ruido de los disparos en mi cabeza. A mis diez años de edad apenas entendía lo que había pasado. Que mataron a un señor muy importante, listo. Pero, ¿por qué al lado de mi casa? ¿Por qué cuando mis padres no estaban? ¿Por qué sentía miedo gran parte del tiempo? Así viví uno de los días más horrorosos de mi vida. El día que vi por primera vez un cadáver, el día que más he rezado, el día que sentí el acecho de la muerte.

Mi niñez fue relativamente solitaria, como hijo único de padres trabajadores que luchaban por darme lo mejor con muchos sacrificios de por medio. Sin embargo, cuando no jugaba con los primos estaba en la cuadra pateando un balón, una lata, o divirtiéndome con el juego de moda. Pero ese día, después de almorzar, tuve un motivo para quedarme en casa. Llevaba pocos días con mi primer computador, versión Windows 3.2, y preferí eso a salir a montar en bicicleta. Estaba en la casa con una prima de cuatro años y la empleada.

Todo sucedió muy rápido y a la vez fue eterno. La habitación donde estaba el computador tenía una ventana que daba a la calle. Sin saber por qué, quizás para averiguar si mis amigos jugaban, corrí la cortina y vi a varios policías armados caminar sigilosamente. Creo que no pasó mucho tiempo. Me bastó con escuchar el primer disparo para entrar en shock y sentir el pánico más grande que he sentido en la vida.

No sé cuánto tiempo pasó. Cuando comenzó la balacera corrí a buscar a mi primita y la empleada nos llevó a la habitación más alejada de la calle, la cual, nos enteraríamos luego, daba al cuarto de Pablo Escobar. Allí, debajo de la cama de mis papás, lloré sin parar. Con las lágrimas empapando mi cara y asustando aún más a mi prima, que también lloraba y gritaba, me aferré a orar mientras la abrazaba. Ese es el momento que no olvido. Sentí que iba a morir, que no iban por Pablo sino por mí. Las balas chocaban con algo que sonaba muy fuerte, y lo único que pensaba era que una de ellas me iba a alcanzar.

Así, en medio del pánico, escuché el primer “matamos a Pablo Escobar”, y los disparos cesaron. No estoy seguro si a esa edad sabía de quién se trataba; lo cierto es que aún con miedo y con temblor en las piernas me dirigí nuevamente a la ventana para asomarme a la calle. Y esto fue lo que vi: policías y oficiales del ejército abrazándose, gritando “¡Viva Colombia!”, y destapando botellas de whiskey para brindar por el logro. De ahí en adelante, la confusión. La solitaria cuadra, ideal para jugar fútbol, fue cerrada, y se fue llenando de señores de corbata, policías, generales, periodistas y camarógrafos.

Cuando mis papás llegaron, luego de burlar las medidas de seguridad, la casa estaba llena de extraños. Recuerdo los abrazos, las bendiciones y los besos en la cabeza. Creo que pasó mucho tiempo hasta que al fin bajaron a Pablo Escobar en la camilla, con su gran barba y figura obesa. El país y el mundo lo vieron. Las imágenes que le dieron la vuelta al planeta muestran un balcón verde con muchas personas asomadas, al lado del techo donde Escobar fue abatido. Esa era mi casa, la que fuera mi refugio, y en ese momento estaba llena de personas desconocidas que hacían preguntas incómodas. Nunca volvió a ser igual para mí.

Durante los días posteriores no tuve tranquilidad. Mis noches eran largas y la imagen de Pablo Escobar, especialmente su rostro, no salía de mi cabeza. Trasladarse de barrio fue una buena decisión, y solo el tiempo pudo sacarme de la mente esos momentos de temor y zozobra.

Cuando mataron a Pablo Escobar yo estaba ahí, a pocos metros, siendo testigo de un hecho que millones de personas anhelaban. Pero más allá de eso, estuvo mi sufrimiento y mi terror. Ahora, veinte años después, no es más que un recuerdo y una experiencia para contar, aunque no deja de ser intrigante saber que fuimos vecinos del hombre más buscado del mundo. UC

 

Ilustración: Aurélie Carmouze

 
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