40.
―Ojo, negro, ojo se toma todo el whisky.
Posada suelta el trapo blanco que tiene en el hombro.
―No se ría, marica, que es en serio ―gruñe mi capitán Salgado―. Usted tiene cara de empalagoso.
―Y bebedor ―digo entre dientes.
―¡Qué va! ―Posada me reniega con cara de “No colaborés tanto”.
―Cuidado con el whisky ―repite mi capitán y sale de la cocina.
Quedamos en compañía de las cocineras en un local con paredes forradas de acero inoxidable, neveras, fogones y ollas industriales. Ambos estamos vestidos con pantalones negros y camisas blancas que trajimos de la casa. Aprovecho que ya salió mi capitán para ir a la bandeja, humedezco un trozo de carne asada en salsa chimichurri y para la boca. Un buen trago de aguardiente para bajar el bocado y de nuevo a la fiesta.
Me aturde la música afuera. Se me chamusca la garganta por el trago y salgo a recoger una tanda de revuelco. En el casino celebran el cumpleaños del mayor Villate, segundo al mando del batallón Bomboná. Los invitados están arrumados a un extremo del casino de oficiales, bebiendo y comiendo picadas de carne. Entre ellos el teniente Mazo, callado y muy serio. Su hermano, el capitán, fue detenido hace pocos días por la guerrilla en el ataque a Las Delicias, Putumayo, donde mataron a 27 soldados y secuestraron a otros 60. El hombre dice que se va a vengarlo a la selva. Al frente de la pista de baile hay una orquesta tocando música tropical. Una bola de espejos gira y las parejas bailan Aunque me duela dejaré a Daniela. El giro de los cuerpos es cruzado por rayos de colores. La música truena, los músicos sonríen y yo voy con el trapo en el hombro.
Reparto copas y fritangas junto al negro Posada.
―Menos mal ya la cosa está más calmada ¬¬―me dice¬ y repasamos el evento: llevamos whisky al mayor Villate y tragos de aguardiente a mi coronel Tirado. Servimos bandejas con trozos de chorizo y papitas fritas. Surtimos la picada de Salgado con chicharrón y patacones; limpiamos un pegote de Coca-cola y tratamos de controlar a un niño que corría por las mesas tirando snacks de Yupi al techo.
Durante la faena no he podido quitarle el ojo a la mujer de mi coronel. Ambos están sentados en un sofá de cuero rojo y beben whisky con aguardiente. Una combinación etílica digna del ejército: una mezcla de elegancia y vulgaridad. La señora debe pasar por los cincuenta años. Tiene el rostro afilado y el cabello tinturado de rubio. Está sentada, mostrando las rodillas blancas. Tiene una minifalda negra y unos tacones dorados que hacen juego con los aretes. Sus piernas blancas contra el sofá rojo me tienen bobo. Con una mano, la señora acaricia el cuello de mi coronel. Ambos se ríen. Ella tiene puesto un anillo en el dedo anular. La piedra es verde y su aro plateado. Me gusta la combinación entre el verde de la piedra y la blancura de su piel. La señora no es bonita pero tiene algo que me cautiva: su escote está por derramar el embalse.
Mi capitán Salgado está en la barra del casino. Tiene pinta de detective gringo, un James Bond con la barbilla cuadrada, pelo engominado y partido a un lateral. Lo que no encaja con su pinta es la horrorosa cicatriz que tiene en el cachete. La barra es su cuartel. Desde allí se ha dado cuenta de que Posada y yo estamos dándole al trago. Cada vez que paso por la barra me dice: "Ojo con Posada, está bebiendo mucho whisky".
Mi capitán nos escogió para ayudarle cuando se dio cuenta de que la empresa contratada para el banquete no tenía suficientes meseros. Hace unos días nos graduamos de soldados y por fin acabamos el periodo de instrucción. Luego del entrenamiento, los reclutas fuimos repartidos en las diferentes compañías: Bolívar y Ayacucho, Motorizada, ASPC, Pelotón Antimotines, y nosotros fuimos a dar a Los Hombres de Acero. La gente está más borracha a medida que pasa el tiempo. A veces la orquesta descansa, el DJ pone una ranchera y todos cantamos a pulmón reventado. Al rato se monta de nuevo la orquesta, tocan un tema bailable y una parranda de invitados sale a tirar paso en la pista.
―¡Oiga! ―Posada me codea―. No sea indiscreto.
De nuevo estoy mirándole las piernas a la mujer de mi coronel.
Ahora suena una salsa. Los oficiales se gozan la fiesta y se apoyan en sus parejas. Ríen y se sostienen en los giros bailando un cover de El Gran Combo de Puerto Rico. Limpio una mesa, enciendo un cigarro y canto un estribillo de Un verano en Nueva York.
En la madrugada, el coronel Tirado ha quedado reducido a un oso de peluche con el pelo gris encajado en el sofá. Alega y manotea con un amigo. Se dicen cosas y señalan con el índice. Su mujer no está con él. La busco desesperadamente con la mirada. Tengo una extraña ansiedad. La pista de baile está congestionada de parejas. Mi capitán Salgado y la señora mueven la cintura y se hablan al oído cuando suena Juanita bonita. Me sorprendo agobiado con una pequeña pero intensa dosis de celos. Acaba la canción y ambos van a la mesa de mi coronel. La señora intenta sentarse pero cae con torpeza sobre otra poltrona y suelta una carcajada. Mi capitán Salgado mira para otra parte y se rasca la cabeza. El coronel ni se inmuta y sigue tumbado en el sofá, hablando con el otro oficial borracho. Mi capitán Salgado me hace señas para que vaya hasta la mesa.
―¿Quiere que la lleve? ―le dice mi capitán.
―No, gracias ―contesta ella mirándome con esos ojos de borracha coqueta―, no me voy todavía.
Su mirada me pone nervioso.
―No sea terca ―murmura Salgado.
―¡Que no! ―grita―. ¡No joda!
Mi coronel reacciona aplastado en el sofá y nos mira con los ojos apagados pero atentos. Salgado gira y se larga con rabia, dejándome solo al borde del precipicio. El coronel Tirado me ignora y vuelve con su amigo. Al fondo suena ese merengue Te vas y vuelves, te vas y vuelves. La señora me mira complacida. Tiene una copa de aguardiente en la mano y el anillo con piedra verde en uno de sus dedos. Hago un esfuerzo por no agachar la cabeza más de la cuenta y mirarle las tetas. Es una tontería, pero no sé cómo largarme. Quiero rascarme la cabeza, pero sería el colmo. De pronto, soy iluminado por un chispazo de sabiduría: me inclino para levantar un par de copas vacías. Cuando me agacho, la señora coge mi mano, se impulsa y queda de pie:
―Venga, bailemos esta junticos.
La señora taconea por entre las mesas, arrastrándome de la mano como a un hijo alto y bobo. Vamos en dirección de la orquesta. Me sube una bomba de sangre a la cara. Por favor, señora, le voy a pisar los pies. Mire la pinta de mesero que tengo. No sé qué decir y llegamos a la pista de baile. Cuando pasamos por la barra, Posada tiene una bandeja en las manos y me admira como si fuera su héroe. El capitán Salgado gira repentinamente y hace el desentendido.
Los retretes están uno al lado de otro y sin divisiones, lo mismo que las duchas, pero se revientan de porquería. Las cañerías están bloqueadas. Quienes ocupan las tasas aguantan de pie, inclinados y sacando el rabo para no untarse. Dejan sus tripas, se limpian, tiran el papel y dejan el espacio libre. Al lado de las tasas se recoge una montaña de papel blanco y manchado. Un enorme cilindro café está a punto de caer al piso. La taza no puede con otra descarga. Aun así, un recluta se inclina con cuidado de no ir a salpicarse los muslos.
Hace un minuto, durante el descanso del medio día, le propuse a Bedoya una cepillada de dientes. Sacamos el cepillo el dentífrico de la tula y entramos a los lavamanos junto a las duchas.
Delante las tasas están los lavamanos. Fabio Alzate y otros reclutas en habano se cepillan con ese olor a mierda en la nariz. Escupen la baba espumosa en los lavamanos, al frente de los espejos, por los que se reflejan los pantalones caqui recogidos en los tobillos. Hay fila para la cepillada. Hay fila para la cagada. Bedoya dice que no tiene problema. Y se hace de último en la fila de los retretes. Me impresiona su solidez. ¿Una cepillada? ¡Qué se pudran mis dientes! ¿Y las tripas? Ya veremos qué sucede con ellas.
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Me devuelvo al catre y me acuesto en el colchón de Bedoya. Es un descanso estar acá sin que nadie joda la vida. Pienso en Juliana. En todo este tiempo no se ha hecho sentir y su falta de interés me duele demasiado. ¿Qué le estará pasando? ¿Estará castigando mi falta de convicción? ¿Mi carencia de valor para defender lo que pienso sobre el ejército?
Repaso las tablas de mi cama. En un borde veo la punta de una lámina. Me incorporo y jalo. Ahora tengo en mis manos una foto: un soldado sostiene una metralleta M-60. Tiene dos cintas de cartuchos cruzadas desde los hombros y un radio de combate en la espalda. Sonríe a la cámara mostrando las hileras de dientes blancos. Al revés hay una dedicatoria en tinta azul.
De: Damato.
Para: Magnolia.
42.
El merengue suena en el casino de oficiales. Las parejas quiebran cintura y la bola de espejos lanza rayos en todas direcciones. Te vas y vuelves, pareces una hoja que llega y se pierde. Será cuestión de los tragos, pero esta pegajosa música comienza a gustarme. El merengue no es difícil de bailar. La señora me dice que por favor no le mire tanto los pies. Me da pena y levanto la frente. Me sonríe y su gesto restablece mi confianza. Mi nariz llega a su coronilla, contando que la señora tiene tacones. Su rostro afilado me gusta, pero ese pequeño lunar redondo al borde de su labio me hace pensar en algo siniestro.
―No mueva tanto los hombros ―y su aliento me golpea la sensibilidad. ¿Acaso no están repartiendo confites mentolados? Mejor echar la mirada para la orquesta.
A nadie parece importar que yo esté bailando. Menos al capitán Salgado, que no me quita el ojo. Durante el primer minuto bailamos detenidos en un par de baldosas. Cuando vamos de nuevo por el coro, la señora toma la iniciativa y me empuja en un paseíto por la pista. Dejarse llevar por una mujer en un baile es lo más incómodo. En la palma de la mano siento el michelín blando de su cintura. Le amaso el gordito que me relaja y a la vez me provoca. Desde la barra, Salgado nos mira y toma whisky. Parece un ricachón en el hall de un hotel lujoso. La señora me pregunta el nombre y yo le pregunto el suyo más por formalismo. Hace rato sé cómo se llama. Ahora doña Magnolia hace suya la confianza y me aprieta contra su pecho. Más tarde, cuando Posada me pregunte, podré hablarle sobre la blandura de estas tetas y se pudrirá de envidia.
En un acto reflejo me atrevo a seguir la letra de la canción.
―Ay usted canta muy lindo ―me dice al oído.
Me siento alagado y aspiro con ganas. Su cuello huele a mujer: una mezcla de champú, cigarrillo y sudor. Sigo amasando su michelin y siento un impulso por el espinazo. Mis piernas se calientan y se me para sin que pueda controlarlo. Menos mal acaba la canción y me escurro de sus brazos.
―Adiós, querido ―doña Magnolia se despide y taconea en dirección del sofá.
Yo descanso de la tortura. Todo el mundo vuelve a sus mesas. Voy a la cocina, donde está Posada. Me sonríe como si fuera Vicente Fernández, su ídolo.
―Acá le tengo su aguardiente.
Me embucho el trago sin pasante con la sensación del triunfo.
Recuerdo la foto firmada.
De: Damato
Para Magnolia
Los tragos empiezan a subir. Ahora no estoy en este lugar. Tengo tatuada la blandura de sus tetas en el pecho. Abren la puerta de la cocina de un tirón y aparece mi capitán Salgado. Tiene el whisky en la mano y la horrorosa cicatriz en el cachete.
―No se emborrache mucho ―me dice―, Magnolia quiere que usted le ayude con mi coronel.
43.
Afuera la madrugada es fría y despejada. Desde la altura del barrio Buenos Aires se ven abajo las luces titilantes del centro de Medellín. El batallón Bomboná tiene una bonita vista nocturna. Ahora veo las líneas de las calles y sus lámparas, el barrio Belén, la pista del aeropuerto. Llevo tres meses encerrado en el cuartel y siento como si fueran diez años. Extraño los frijoles de mi mamá, los afiches de mi cuarto, los bares de rock, la música de Led Zeppelin y AC/DC. Los besos de Juliana, sus preguntas indiscretas, su cursilería, sus piernas, sus tetas. ¡Por Dios! El aguardiente me pone sensible ante el panorama. Lo mejor es dejar la bobada y continuar avanzando. Respiro, agarro ánimos y sigo torpemente con el coronel Tirado colgado de un hombro.
Estoy en la selva de Vietnam ayudando a un veterano herido. Deberían darme una medalla al sacrificio. Soy más alto y su cabeza reposa en mi hombro. Para cogerlo mejor tengo que apretarlo contra mí. Aparte de llevar los restos de un coronel borracho, me molesta que doña Magnolia me esté utilizando para cabrear a Salgado. Ella va adelante de nosotros. Taconea de un lado para otro y murmura algo que no entiendo. Avanza forrada en ese vestido negro arriba de las rodillas y lleva un bolso dorado en la mano en juego con los tacones y los aretes. Es un bolso pequeño y lo agita como un llavero. Nos toma distancia. Los michelines laterales son evidentes. El vestido calca las dos porciones ovaladas de un culo flácido que lleva madurándose varias décadas. Me encanta.
En las lámparas de los andenes se acumulan algunos insectos desesperados. Respiro profundamente. El aire de la madrugada me despierta. Es un aire frío pero potente. Mi coronel alza la cabeza durante la caminata, balbucea una tontería y vuelve a poner la barbilla sobre el pecho. Mañana no se acordará de su querido soldado. Los tres vamos por la mitad de la calle de las casas fiscales, donde viven los oficiales del batallón. Casas de dos plantas separadas por jardines, como en los barrios gringos. Nada que ver con los edificios grises donde viven los suboficiales, allí, bajando por la carretera. El taconeo de doña Magnolia hace eco en la calle solitaria.
Mi coronel balbucea.
―… ta eme …, Albert.
¿Alberto? Lo sostengo y le doy un tremendo abrazo de lado.
―…an-rico, beto ―murmura y siento que su mano me frota el hombro.
Tengo una rara impresión. Siento asco y suelto el abrazo. Doña Magnolia gira en sus talones y se detiene. Ahora que la calle está en completo silencio es como si hubiera más soledad. Doña Magnolia quiebra la cintura en un ademán muy femenino. Me siento incómodo cuando me mira de arriba abajo, y yo con este bulto en el hombro. Me mira fijamente y luego al coronel. Hay algo en su mirada. El silencio de la calle parece despertarlo. Alza la cabeza y la espanta con la mano.
―¡Hágale… hágale! ―gruñe enojado.
Doña Magnolia lo mira con desprecio, gira y taconea con rabia.
―¡…erra! ―refunfuña mi coronel y vuelve a ser el borracho de hace un momento.
Mi coronel acomoda su cabeza en mi pecho. Siento el peso de su cráneo en la tetilla. Algunas hebras de su pelo se pegan de mi nariz. Siento el olor grasoso de su caspa. Me detengo y le aplancho el pelo para evitar la piquiña. Una. Dos. Tres pasadas con la palma de la mano. Mi coronel reacciona y me acaricia el pescuezo. Siento la textura de sus dedos gordos y calientes. Van y vienen entre el lóbulo de mi oreja y la raíz de la nuca. Intento soltarme pero el hombre me aprieta con fuerza de gorila. Levanta la cabeza y me mira con una ternura asquerosa. Estoy aterrado. Sus ojos son un par de lagunas suplicantes.
―¡Por acá les dejo abierto! ―dice doña Magnolia desde la puerta.
Al frente hay una garita, pero no distingo al centinela. Estoy asqueado, sudoroso y el corazón me palpita. Mi coronel me empuja. Voy a gritar auxilio. El soldado de la garita tendrá que oírme. Doña Magnolia abre la reja y me hacen entrar a la fuerza en la casa.
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