En 1527, Francisco Pizarro desembarcó en una pequeña isla frente a las costas del Pacífico colombiano llamada San Felipe. Y allí, con más de cien hombres, esperó la llegada de provisiones que debían llegar desde Panamá, pero lo que recibió fue la noticia oficial del fin de su expedición. Solo doce aventureros se negaron a dar vuelta atrás y permanecieron con él. Mientras hallaba la manera de volver a ponerse en marcha, Pizarro debió soportar no solo la lluvia permanente sino la cantidad de culebras que habitaban aquel lugar. Como esta imagen le recordara al conquistador a aquellas hermanas que en vez de cabellos peinaban serpientes, decidió rebautizar la isla con un nombre que pasaría a la historia: Gorgona.
A esta isla montañosa, tan larga como la distancia que hay entre el parque de Berrío y el de Envigado, fue a parar este servidor durante una corta temporada. El motivo fue un curioso trabajo como asistente de rodaje de un documental sobre la antigua prisión. En síntesis, mi tarea consistía en sostener una sombrilla sobre la cámara para que no se mojara, y si hacía sol, para que no se asoleara. Porque en Gorgona no solo llueve todos los días, sino que escampa de un momento a otro y sale un sol ecuatorial que todo lo reseca. Un minuto el mar es azul y verde y sereno, y el otro es plomizo, triste y encrespado.
Gorgona nunca ha pasado desapercibida. Hace tres mil años tribus indígenas dejaron allí enigmáticos dibujos grabados en bloques de piedra. Después vinieron los conquistadores, y más tarde la usaron piratas como guarida para descansar y tomar agua dulce que llora por todas sus vertientes. A mediados del siglo XIX le fue dada a los descendientes del sargento D'Croz, un alemán que peleó en la campaña libertadora al lado de Bolívar, y estos la conservaron por más de medio siglo —vendiendo la mitad a la familia Payán—, hasta que el gobierno les pagó las mejoras para recuperarla.
En 1959, Alberto Lleras Camargo expidió el decreto que ordenaba la construcción de un penal de máxima seguridad en Gorgona. Los pabellones se levantaron en una pequeña explanada que tiene la isla por el costado oriental, y a su lado se construyeron las casas para directivos y empleados. Para terminar del lado de adentro del muro había que ser mayor de edad y estar condenado a 12 o más años por el delito de homicidio. Con seis presos, que por ser los primeros llegaron en hidroavión, se inauguró el presidio al año siguiente.
La cárcel albergaba unos 1000 presos repartidos en tres patios, de los cuales solo se conserva uno, pues el decreto de Belisario de Betancur que ordenó su cierre en 1984 conllevó a su desmantelamiento. Hoy se pueden ver los edificios de la enfermería, la cocina, un pabellón con comedores, lavaderos y duchas, y un galpón de dormitorios. Todo ello está en ruinas, sobre las que crece un musgo verde limón y árboles enormes que abrasan con sus raíces los cimientos y poco a poco se van tragando el recuerdo.
Los testimonios de ex presidiarios hablan del viaje que hacían de noche en la bodega de un barco maderero desde Buenaventura, y de un penal que quizá no fue ni más ni menos tétrico que cualquier cárcel del país. La leyenda habla de un trato brutal, pero ellos dicen que este dependía del director de turno. Entre ellos hubo quien los hizo aguantar hambre y vejaciones, pero que en general los presos tenían derecho a trabajar en el taller de la prisión, alfabetizarse con los profesores de planta que impartían clases en los comedores y hasta tener trabajos que implicaban salir del penal e incluso dormir afuera. Sin duda hubo injusticia y humillación, así como peleas y muertes a cuchillo, pero en general los testimonios muestran un día a día como el de cualquier ser humano privado de la libertad, con sus partidos de fútbol entre patios y momentos tranquilos junto al caspete. Uno de los entrevistados asegura que la Gorgona era una cárcel de caballeros, donde el respeto era lo primero, y que gracias a los conocimientos sobre leyes que allí aprendió, logró ubicarse en su oficio actual: inspector de policía de Guapi.
Quizá porque tenían otras culebras de qué ocuparse, los expresidiarios poco mencionan las serpientes de la isla, pero es difícil hallar un lugar con tal abundancia de estos animales. Hay taya equis, rabodeají y otras no venenosas. Las boas se estiran sobre los viejos muros en busca de roedores. Una de ellas, a plena luz del día, cautivó a la cámara mientras trepaba en una danza lenta y segura por la lozas enmohecidas de la antigua enfermería. Se mimetizaba entre bejucos y raíces en el momento en que se acercó un grupo de micos. El equipo de rodaje pensó que vendría una escena de acción y con paciencia y complicidad les deseó un degüello dramático. Sin embargo, los cariblancos pronto detectaron la serpiente y, en lugar de huir, se dedicaron a molestarla sin contemplación. Los jóvenes la miraban con curiosidad pero sin miedo, mientras los grandes la manoteaban por detrás con clara intención de echarla al suelo. Ella, inmensa y sin hambre, se agarraba como podía para no caer.
Aunque una parte de la prisión fue demolida y la otra permanece en ruinas, no fue así para las casas del personal administrativo del penal. Tan pronto como se destinó la isla a reserva ecológica, dichas facilidades se aprovecharon para alojar a los funcionarios de Parques Nacionales y sus visitantes. Así fue durante 20 años, hasta hace cinco, que el gobierno Uribe dio en concesión el turismo del parque a Aviatur. En otras palabras, si alguien quiere ir a Gorgona a visitar, no tiene otra alternativa que comprar un paquete turístico que, como podrá imaginarse, apela a un bolsillo en buena forma.
Aviatur y Parques conviven en una relación tensa, en la que se enfrentan innecesariamente las visiones de negocio y conservación. Al parecer, el estado lamentable de las instalaciones llevó al gobierno a buscar un operador turístico que invirtiera en su recuperación. Aviatur llegó e impuso su estilo (agua caliente, piscina, TV satelital), mientras Parques quedó encargado de la protección del ecosistema. Paradójicamente, los visitantes subieron de estrato pero bajaron en número, salvo los turistas de la región que allí llaman "flotantes", díscolos lugareños del continente que le ponen los pelos de punta a Aviatur cuando llegan en sus lanchas guapireñas e invaden las instalaciones: llevan balón para jugar en la cancha y se meten sin permiso a la piscina.
¿Pudo alguien volarse de Gorgona? Más de uno consiguió pasar los 30 kilómetros que separan la isla del continente —nadie lo hizo a nado, naturalmente—, pero todos fueron recapturados y llevados de regreso a purgar castigo en calabozo. Solo dos hombres parecen haber logrado desaparecer sin que se tenga noticia de ellos, los hermanos Marín. Aprovechando un motín dentro del penal, saltaron la cerca electrificada y se refugiaron en la selva. La ignorancia de su destino es la única prueba de su probable éxito.
Gorgona, verde por fuera y negra por dentro a causa de las raras rocas volcánicas que la componen, no dejará de tener varios rostros. Lugar de culto entre los indios, de paso para conquistadores y piratas, finca cocotera más tarde, luego penal y ahora una mezcla de resort y parque natural, la isla es un lugar tan atractivo como enigmático. Su clima caprichoso no la deja definirse entre un lugar tórrido y un paraíso tropical. Y aunque la cárcel se cerró hace ya 25 años, quienes padecen allí largas temporadas de aislamiento no dudan en reclamar que "al fin y al cabo la isla no deja de ser prisión".
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