En el año 2004 The New Yorker publica un artículo de Seymour M. Hersh sobre las torturas en la cárcel de Abu Ghraib en Irak. Poco después vendrían las fotografías: imágenes de soldados —tomadas por ellos mismos— que sonríen posando al lado de prisioneros sometidos a las más aberrantes humillaciones: iraquíes desnudos arrumados en tumultos, atacados por perros o amarrados en poses sadomasoquistas. Fotografías chocantes tanto por el estilo del fotógrafo y sus vistas de turista, por la actitud de quienes posan triunfantes al lado de sus víctimas y, obviamente, por el sufrimiento de los humillados y torturados. Los propios soldados, al hacer y enviar a sus amigos esas fotografías "terriblemente entretenidas", terminaron por presentar las evidencias que los incriminarían: en medio de la representación veraz y de la rápida circulación de las imágenes digitales, la foto estaba ahí para testificar, develar e inculpar.
En octubre de 2006, Fernando Botero inaugura por primera vez en los Estados Unidos su exposición inspirada en el artículo y en las fotografías mencionadas. Según sus palabras, el dolor y la ira lo obligaron a dejar un testimonio de las brutalidades cometidas por el ejército norteamericano. Al igual que sucedió con el Guernica de Picasso, sus obras —anotaba— contribuirían a no olvidar lo sucedido.
La muestra fue aplaudida pero también criticada. Los que la exaltaron hablaron de la importancia de mostrar lo ocurrido desde la perspectiva de las víctimas, lo cual enfrentaba al espectador a su propia crueldad, pasividad e indiferencia. El filósofo Arthur Danto escribió que al contrario de las fotografías —que según él mostraban lo despiadado de los perpetradores pero que se quedaban cortas en acercarnos a las agonías de los torturados— las pinturas de Botero eran obras perturbadoras que "establecían una sensación visceral de identificación con ellas".
Por el contrario, quienes la criticaron argumentaban que no bastaba con convertir a las víctimas en personajes rollizos e ingenuos para realizar una obra impactante que no caricaturizara la violencia. Las fotos de Abu Ghraib eran lo suficientemente brutales para necesitar una amplificación artística. "Es la propia similitud de las fotografías —escribió el bloggero Mark Scroggins criticando el artículo de Danto— la que obtiene inmediata compasión; el hecho de que esos hombres degradados y desnudos tienen en ellas cuerpos y caras individuales. Y ahí se encuentra el porqué las pinturas de Botero fallan en movilizar al espectador. Ciertamente es extraño y de alguna manera perturbador ver las figuras de Botero inmersas en las torturas de Abu Ghraib —una torpeza similar a ver un Pitufo crucificado o a Mickey Mouse chutándose y teniendo sexo—. Ellos no son cuerpo humanos siendo torturados: ellos son boteros puestos en poses no familiares. El gran éxito de Botero al hacer sus amigables gordinflones dentro de un mundo de emblema-marca reconocible, lo ha privado de la habilidad de hacer algo más que continuar para vender su marca".
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Esta discusión ya se había dado en torno a la donación que hizo Botero en el 2004 al Museo Nacional de 27 dibujos y 23 óleos que representan la violencia y la crueldad del país. El pintor explicaba sus intenciones: "En vista de la magnitud del drama que vive Colombia, llegó el momento en que sentí la obligación moral de dejar un testimonio sobre un momento tan irracional de nuestra historia", mientras uno de sus detractores —Andrés Hoyos, el director del Malpensante— renegaba de sus cursis esqueletos inflados, de sus balas de juguete y de sus lágrimas postizas, semejantes a pepas de naranja: "Se puede decir sin temor a equivocarse que estos rostros expresan un único sentimiento de baja intensidad, el cual no se compadece con la inmensa panoplia ofrecida por el sufrimiento y la muerte. Otra cosa que poco cuadra en estos nuevos cuadros son las arruguitas que aquí y allá se ven en las frentes, así como las bocas torcidas hacia abajo para expresar dolor, parecidas a las que salen en los cómics. Cuando las formas gordas están en su plenitud tienen al menos una sensualidad descarada que no pide explicaciones ni las da. En cambio, estos fruncimientos resultan torpes y superfluos".
Botero inventó una manera de re- Camilo Restrepo presentar al mundo con sus formas volumétricas, sensuales e inocentes, pero lleva varias décadas reciclándolo y defendiéndolo, transportándolo de un lugar a otro, como si las temáticas abordadas, por inofensivas o despiadadas, por agradables o dramáticas que sean, pudieran adaptarse con la misma intensidad a un estilo establecido.
Teniendo en cuenta las nuevas intenciones de denuncia que han adoptado las figuras de Fernando Botero, pensé en un encargo que sirviera para reafirmar una pregunta ya planteada: ¿meter todo en un mismo saco —desde un banano hasta un cuerpo brutalizado— asegura la creación de un trabajo visceral y conmovedor, que ponga a las víctimas o a los victimarios en sus justos y terroríficos lugares?
Y que al mismo tiempo tocara el terreno de las copias y las apropiaciones al adelantarse a un posible cuadro de Botero (debido a su ya mencionada "obligación moral" de representar el dolor nacional) que encajaría adecuadamente al lado de su versión de Tirofijo.
Busqué, entonces, a siete pintores del Parque Lleras expertos en copiar cuadros de Botero, oficio del cual derivan gran parte de su subsistencia. La idea era que reelaboraran, ya sin el modelo del maestro a la mano, la fotografía de Íngrid Betancourt sacada del video de las Farc que conmovió al país en noviembre de 2007. Tres de las versiones de la foto —que definitivamente no poseen el dramatismo de la fotografía original— fueron pintadas en abril de 2008 —dos meses antes de la liberación de Íngrid— y otras cuatro en julio de 2009.
Así, siendo la marca Botero un estilo a disposición de otros, y ya no tratándose de la copia directa de un original o de una copia litográfica, esta propuesta exhibe los resultados derivados del intento de hacer bajo el lenguaje de otro una reinterpretación de una fotografía. Cuando las obras de estos pintores son copias por cuadrícula su habilidad funciona casi a la perfección. Pero cuando se trata de adoptar el estilo de un artista para hacer una creación original bajo los parámetros de éste, se evidencia en cada cuadro la imaginación, la destreza y la torpeza de quienes realizaron este encargo que combina fotografías mediatizadas, arte oficial y arte popular.
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