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Número 15 - Agosto de 2010   

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El lugar donde Jesús perdió sus sandalias
Manel Dalmau

Repleta de historia, y por ende de turistas. Pretendida por tres religiones, y por ende inflamada de conflictos.
Sobreviviente a los imperios babilónico, griego, romano, bizantino, árabe, turco, británico y a las guerras judeo-árabes pasadas y presentes.
Jerusalén, tierra santa. Tierra de ira no santa. Ciudad sangrada.

           

El lugar donde Jesús perdió sus sandaliasLa ciudad vieja de Jerusalén sobrevive hoy recibiendo el abrazo de otra ciudad más moderna que ha caído entregada a las nuevas tendencias urbanas (una aberración de cemento y ladrillos). Para llegar a ella, el viajero debe tener paciencia y enfrentarse a un tráfico fiero, atravesando barrios temáticos como el alemán o el ultraortodoxo, y esquivando los buses turísticos que aparcan donde les da la real gana. Sus puertas de entrada son una invitación a la historia, pero también al conflicto. Jerusalén es el epicentro mundial de los extremismos religiosos.

Ciudad bombardeada, tratada a golpes de mandoble, saqueada, degollada a cimitarrazos, tiroteada, lapidada y sodomizada por toda civilización con aires de conquista. Ir a la ciudad santa o sagrada o más bien diría que recontraconsagrada, es vivir de cerca el problema entre Occidente y Oriente Medio, es saborear el polvo que levanta el enfrentamiento milenario entre palestinos e israelíes, es pisar la tierra prometida y sentir la presión de los pueblos que caen víctimas de la violencia.

Muchas entradas y sinsalidas

      La Puerta de Damasco (1542), levantada por el imperio otomano, de doble portón, engulle al visitante por el gran zoco aromático del barrio árabe. En la oscuridad aparente que producen las estrechas arterias por donde circulan Repleta de historia, y por ende de turistas. Pretendida por tres religiones, y por ende inflamada de conflictos. Sobreviviente a los imperios babilónico, griego, romano, bizantino, árabe, turco, británico y a las guerras judeo-árabes pasadas y presentes. Jerusalén, tierra santa. Tierra de ira no santa. Ciudad sangrada. sus habitantes, los niños palestinos se divierten comprando pistolas y fusiles M16 de plástico brusco y juegan a soñar con la libertad de su pueblo, eso sí, por las armas, aunque sean fabricadas con mal gusto en Taiwán. Son pequeños príncipes que se acercan con una tremenda sonrisa, te apuntan, y disparan toda la munición de su inocencia contra la cruda realidad.

La Puerta de Herodes, floral, ornamental, bonita y mirando a Jordania, es otro acceso al barrio musulmán, festival de los tapices de colores de Aladino, a los que solo les falta volar, de las pirámides levantadas con especias y de las lámparas maravillosas sin genio. El viajero consume sediento el té verde de Suleimán el Magnífico y se apodera de una dosis de tabbouleh mientras observa a un grupo de turistas españoles rompiendo el clima con sus gritos de auxilio porque creen que todos los moros son malos.

La Puerta Nueva (1898) fue abierta para facilitar el acceso al barrio cristiano, que cuenta con una gran atracción de feria de lujo: La Iglesia, o Basílica del Sagrado Sepulcro. Justo en la entrada de la iglesia es realmente repulsivo ver como los cristianos de hoy, venidos de todos los rincones del mundo, lamen con sus lenguas desgastadas de tanto comer hostias sagradas, acarician con sus manos que huelen a agua bendita y a rosario, chapotean susurrando oraciones desencajadas como iluminados y restriegan sus joyas familiares sobre la húmeda losa donde Jesucristo nuestro señor se supone fue depositado después de muerto. Parece una autopsia caníbal sin cuerpo en un lugar extravagante donde George Romero podría grabar una espeluznante secuencia de zombies. La iglesia del Sagrado Sepulcro es como una discoteca recargada de linchamiento religioso.

Todo el fervoroso espectáculo de Jesús arrastrando su calvario comienza en la Vía Dolorosa, ubicada en zona árabe, recargada de capillas levantadas para recordar los lugares donde cayó Jesús o donde sucedieron estampas destacables de su martirio, como silentes confesionarios abarrotados de arrepentimiento global. Durante el trayecto estalla una bárbara mezcla de bazares con poderes de seducción al bolsillo inquieto, la villa de Poncio Pilatos pasa casi desapercibida. Solo una maravillosa tienda de fotografías antiguas de la ciudad regala un respiro al viajero sensible. Las últimas cinco estaciones están perfectamente ubicadas en el interior de la iglesia cristiana, donde sacerdotes ortodoxos y católicos se disputan a diario el carnaval de visitantes y pueden hasta llegar a las bofetadas entre ellos para defender sus cantos, sus oraciones y sus despechos espirituales.

La Puerta de Jaffa (1530) es la más directa para entrar a la ciudad vieja. Seductores hoteles de lujo añejo comparten su presencia con carritos con botellas de agua bendecida por los rayos de sol, granadas púrpura a punto de estallar, y quizás algunos dátiles expuestos como los colmillos que le fueron arrancados a algún dragón. El viajero se deja engullir bajo la imponente sombra pasajera de la Torre de David, para adentrarse por las calles del barrio cristiano, recargadas de estampas y postales de santos, apóstoles y líderes de la iglesia, comprar muebles de dudosa antigüedad o llenar el estómago con sabrosos (y caros) shawarmas.

La Puerta de los Leones (1538), ascendente y protegida por cuatro de estos animales esculpidos, y que conduce directamente a la explanada de las mezquitas por la izquierda y a la vía dolorosa de frente, recuerda a los viajeros que la vieja ciudad de Jerusalén está amurallada. Desde allí, la mirada suele escapar al horizonte que delata un enorme cementerio hebreo, y tras el, el legendario Monte de los Olivos.


 

La Puerta del Estiércol (1538), difícil de ver, oculta tras los enormes buses que aparcan ante ella, es la entrada más cercana al Muro de las Lamentaciones y al barrio judío. Joyerías de cuidadoso diseño conviven con algunas ruinas romanas, el viajero se entretiene viendo las panaderías que preparan las famosas, redondas, enormes y siempre sabrosas pitas. Hay un sereno silencio, mucho silencio, roto de vez en cuando por algún grupo de turistas. 

La acribillada Puerta de Sión (1540) es la última puerta de la percepción. Da acceso directo al barrio armenio, el más pequeño. Los pasadizos a media luz y sus callejones demasiado estrechos están revestidos de carteles que recuerdan el terrible (y olvidado) genocidio que el pueblo armenio sufrió en 1915. 

Finalmente, otra puerta, la Dorada, permanece cerrada. Según las creencias hebreas, es la entrada por donde vendrá algún día el Mesías.

Muy protegida, muy vigilada

    Con acceso limitado y en ocasiones restringido debido a su enorme importancia religiosa, se levanta en el puro centro de esta ciudad vieja la explanada de las mezquitas. Es la guinda espectacular para este pastel, un útero espiritual y un verdadero centro de mitos y de historias, en eterna disputa entre judíos y árabes. Sobre la supuesta ubicación del Templo de Salomón, donde solo queda el Muro de las Lamentaciones, lucen su planta la brillante y dorada Cúpula de la Roca (687) y la fiel Mezquita Al-Aqsa (710).

Mirando al sureste, esperando las aglomeraciones de los fieles que penetran cada día en la explanada por nueve entradas, y escuchando los rezos que escupen los minaretes, ellos (y ellas) están en todas partes. Los personajes más antipáticos que transitan (y controlan) la ciudad vieja de Jerusalén. Son los soldaditos de plomo enviados por la Torá, que sirven para eso, para tirar plomo a diestro y siniestro. Pero para siniestros, ellos. Observan con desdén, miran con poco respeto, con la actitud de portero de discoteca, pero armados con subfusiles automáticos o con pistolas que siguen oliendo a pólvora quemada. Sin modales, piden pasaportes a los extranjeros y son desagradables con los árabes.

El viajero se va con su propia realidad de los hechos, la que no está en los informativos ni en la prensa. Esta realidad es mucho peor.
 

El lugar donde Jesús perdió sus sandalias

(Dedicado a Miguel Rivas, gran
viajero Fotografías del autor impenitente).

 

 

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