Poco a poco algunos maniáticos de la seguridad, almas aprensivas dedicadas a cultivar el tedio e instalar bocinas de alarmas, nos han ido vendiendo la idea de que tirar un globo es un crimen. Odian esa manía de los faroles de papel de ser leves briznas al viento y al azar, no resisten que no tengan timón ni rienda ni itinerario y que puedan elegir para su aterrizaje, por simple curiosidad, la bendita claraboya de una bodega. Pero los globos siguen siendo las más entrañables estrellas de fin de año, y la gente sigue acariciando su papel luminoso y tibio antes de soltarlos entre aplausos y gritos. Frente a un decreto de 1920 que prohibía elevarlos reclamó Luis Tejada entre humos de pipa y añoranzas: "esplendor extraño de luces vivas, de colores radiantes, de fogatas encendidas en el patio, de papel de seda iluminado, de faroles rojos, de grato olor de alcohol y bencina, de algarabía de muchachos acumulados que ven subir sobre las tejas la bomba de papel, hinchada, lenta y policroma".
Brasil es uno los países donde elevar globos es una ciencia, un arte, un vicio, una tradición y un crimen. Los portugueses les dejaron la afición que se extendió según la desmesura de un país acostumbrado a decir o mais grande do mundo. Tres años de cárcel puede llevarse un globero con buena mecha en Brasil. Con buena bucha, para decirlo en el lenguaje de los iniciados. Es por eso que un cuento de Rubem Fonseca, El globo fantasma, comienza así: "Un globo gigantesco, el más grande del mundo, dijo el informante.
¿Dónde?, pregunté.
Todo lo que sé es que ya compraron diez toneladas de papel de seda."
El detective está encargado de impedir los lanzamientos en el mes de junio, en las fiestas dedicadas a San Juan y San Pedro, los santos coheteros. Pero la prohibición ha logrado sofisticar las aficiones globeras. Algunos lanzadores de ocasión se han ido contentando con seguir os baloes ajenos y señalarlos con nostalgia. Pero en cambio ha surgido una pequeña legión de especialistas que defienden su costumbre con celo religioso, con la paciencia de las tejedoras y el alboroto de los juerguistas decembrinos, con los números del científico autodidacta y las ambiciones del inventor. Sus grupos se llaman turmas y están dedicados a elevar globos inimaginables para que los demás mortales miremos hacia arriba con la boca abierta.
Lisandro Mesa es el jefe de la turma más importante que lanza sus globos desde este valle. Digo jefe por ponerlo un escalón por encima de sus compañeros pero podría decir profesor, pionero o líder. En Brasil llaman dentista al globero que dirige la operación de lanzamiento metido en la boca del globo, lidiando con la bucha y sus secretos de parafina, dirigiéndolo todo con una antorcha desde la candileja que Fernando Vallejo llama el corazón del globo. Digamos entonces que Lisandro Mesa es el dentista del movimiento de globeros que ha crecido en los últimos cinco años en Medellín y sobre todo en sus alrededores.
Hablo con él para ir al lanzamiento de una estrella de más de 2.000 pliegos en un potrero de Envigado. En la página oficial de la turma Tradición Prohibida he leído cosas como estas: "Recibe el nombre de sólido de revolución, el sólido generado al girar alrededor del eje X, la región limitada por la gráfica de y = f (x), el eje X y la gráficas de "x = a" y "x =b". El eje X es un eje de simetría de dicho sólido y una sección recta perpendicular al eje X es un circulo." Pero Lisandro usa también algunos lenguajes más cercanos a lo que siempre hemos asociado con el tumulto alrededor de un globo. Cuando lo llamo para cuadrar el encuentro su celular me suelta esta melodía: "Mostráme tu apachurrao que lo quiero conocer, para cuando yo me case por ahí darle a mi mujer, dele por ai, por ai es mejor; dele por ai, por ai es mejor…"
Llegamos al potrero rayando las siete de la mañana de un domingo. El ambiente y la concurrencia, unas 500 personas, confirman esa combinación de científicos teguas y amanecidos de diciembre. La guasca tronando en algunos carros, las garrafas de aguardiente embarradas en el potrero, dos sopletes alimentados por pipetas que inflarán el monstruo y una conversación sobre la tensión que soportan algunos vértices de la estrella. El globo está extendido sobre un plástico y los grillos, las arañas, las mariposas se mueven sobre los pliegos verdes, morados, blancos, amarillos. "Dele por ai, por ai es mejor".
Los creadores de la gran estrella de Belén de cinco puntas son en realidad de Envigado. Jóvenes que han hablado de su creación desde febrero y que seguro han arrinconado a su familia durante meses para armar su experimento geométrico. Y echarlo a volar.
El globo comienza a levantarse, muy lentamente va alzando sus pliegos elevado por el buen consejo de los dos sopletes. Cinco personas se encargan de la candileja, veinte auxiliares sostienen las puntas y un revoloteo de cinco cinteros va haciendo los remiendos de última hora. La bucha es una especie de hornilla de aluminio con seis rollos de papel cocina cubiertos de parafina. Cuando el monstruo ha logrado estabilidad se le instala su corazón de fuego con un pequeño artificio de tornillos. Todo es gritería alrededor, una especie de operación urgente llevada a cabo por jóvenes amanecidos los unos, extasiados los otros, preocupados todos. "Relajaos, relajaos, relajaos", es el grito de batalla durante los veinte minutos que dura el protocolo de lanzamiento. Siguiendo el lenguaje doble de estos aeromodelistas con inclinaciones al anís, también se le podría llamar el despelote de la tirada.
Se ha prendido la bucha, se ha gritado lo inimaginable, se han sacado los sopletes y el "suelten, suelten" le da la despedida al monstruo entre gritos, abrazos y voladores. Todos los fieles de esa ceremonia de domingo estamos de cara al cielo bendiciendo a la estrella. Pero antes de que se pueda levantar de nuevo el cáliz de las garrafas, cuando van apenas veinte segundos de vuelo, la bucha se recuesta sobre un costado del globo que se quema en silencio y deja caer su armazón ardiendo como un baldado de agua fría. Una exclamación común acompaña el estruendo. Dos de los artífices de la estrella fugaz quedan llorando su amargura sobre un plástico en medio del potrero. "Dele por ai, por ai es mejor".
No quise quedar marcado por la mala estrella del lanzamiento en Envigado. Así que el domingo siguiente, también en la mañana para aprovechar el cielo sereno de vientos, me fui a ver el primer concurso de globos en el municipio de Caldas. Último refugio donde los globeros no son vistos como una plaga indolente. Hace un año un evento similar en Envigado terminó con mil personas enfrentadas a la policía, el Esmad y el ejército. Fuerzas de choque contra el más deleznable de los materiales.
Las camisetas de los integrantes de las distintas turmas demuestran cómo la ilegalidad los ha empujado al activismo y al panfleto de papel globo: "Arte clandestina", "Globero hasta la muerte", "Yo amo a mi globero", "Diga sí a los globos". Cuando llegó están inflando el tercer ejemplar de la mañana. Es un globo de molde, construido según la ecuación que se leyó más arriba, dibujado por su creador. Muy distinto a los clásicos globos de corte recto: la caja, el cojín, el trompo. Estos globos que se deben inventar cada vez parecen bombones alargados o empuñaduras de bastón o gotas delicadas. "Son la perfección hecha papel", me dice Lisandro Mesa que hoy hace las veces de juez y me ofrece una copa… de guaro.
Ya están inflando el bombón blanco con el gato Silvestre y el coyote dibujados con papel sobre papel. Una algarabía más ordenada rodea la boca del globo y las cuerdas que cuelgan de la candileja. Llevará un lastre de balso, una especie de viga de unos 8 metros que sostiene un dibujo adicional como una sábana ondeante. Ya la bucha está ardiendo y el globo se eleva contenido por los guías que lo sostienen con cuerdas amarradas a su candileja. A medida que sube, ya sin ataduras, va descubriendo otra versión del coyote en gran formato. El círculo de gallinazos celebra en lo alto y el tumulto de muchachos carga y sacude al artífice en tierra. Había quemado tres de tres de sus grandes creaciones. Le quitan la sal a palmadas y el se ríe con el gesto de los goleadores. Aprovecho y me sacudo mi cuota de sal por el fracaso del domingo anterior.
Los globos corrientes, cajitas y cojines clásicos, salen desapercibidos desde las orillas de la cancha que sirve de plataforma de lanzamiento. Serán uno más en las planillas de los apuntadores que patrullan los techos de las empresas del sur destinados a la estadística y la advertencia. Para ellos todos los globos son iguales. El pasado 8 de diciembre contaron 300 globos recorriendo el cielo cercano con su flama amenazante. Los globeros hablan de los avistadores con una sonrisa comprensiva, y hasta los llaman para averiguar por las últimas cifras. O para avisarles la próxima tanda.
Esa mañana salieron más de 20 globos de buen tamaño: isocaedros que parecen erizos de 20 púas, taxis, un bombón con Homero Simpson multiplicado por cuatro, extrañas tuercas, cruces enigmáticas, flechas, un cajón con una boca inmensa en la que se metieron más de 30 personas para verlo partir desde sus entrañas: bocudo, lo llaman en Brasil, y para mí fue el campeón de la jornada, por su vuelo larguísimo, casi tan largo como el de su constructor. Las hermosas coronas de los Molina, la familia globera que oficiaba de local, encallaron todas en tierra. Sus espinas fueron para fabricantes y asistentes.
El campeón según el jurado calificador fue el bombón de Homero. Construido con la maña del orfebre por Juan Diego Bolívar, otro de los socios fundadores de esta logia. El armazón para sostener la bucha parecía un banco antiguo con sus corroscos en las patas. En la parte baja de la circunferencia había dos hileras de orificios delicados para que el aire caliente se renueve. Subió risueño con la mueca insolente de Homero y una canastilla de pólvora que parecía una jaula de canarios. El último estallido dejó caer una lluvia de aleluyas para el júbilo de la concurrencia. Subió derecho, casi sin desviarse, y unas horas después estaba doblado en poder de una feliz pareja de motonetos. Juan Diego se asomó a mirar su hijo ya tiznado y ajeno: "Ese ya es de ellos", dijo pensando en lo que sigue para el 25.
Los globeros de este valle son pupilos aventajados de los brasileros. Aprendieron su jerga, miran sus páginas, comparten sus diseños y sus maneras de pegar. Y hablan con la suficiencia de los iniciados. "Nosotros no somos iguales al borracho que tira su globo de media noche con una toalla higiénica y petróleo", me dice Lisandro. Lo miro risueño, con la alegría de oír sus palabras coincidir con las de Diogo Cao, el detective globero del cuento de Rubem Fonseca: "Diogo sabe todo sobre el globo. Me dijo que los incendios son causados por los globos pequeños. Los globos grandes son hechos por especialistas y se apagan cuando aún están en el cielo". Volviendo de Caldas, por la autopista, todavía hay 4 globos reluciendo contra un sol que es un brasero. Que digan lo que quieran. Pero no hay placer igual al de perseguir globos… con la mirada.
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