El avión aterriza sin angustiosas vibraciones en el aeropuerto Punta Raisi, Palermo, Sicilia.
Alitalia todavía no ha entrado en coma y durante un vuelo limpio de nubes han quedado atrás el Mar Tirreno, el Vesubio y la isla de Capri. La costa siciliana está protegida por montañas maquilladas de aridez y de silenciosos mitos como el de Salvatore Giuliano. A lo lejos, se descubre el perfil del Monte Pellegrino, un titán que protege la ciudad de Palermo. Un metro puntual se coge en el mismo aeropuerto, que popularmente es llamado Falcone-Borselino, en homenaje a dos mártires de la justicia asesinados por la Cosa Nostra corleonesa. 34 kilómetros son insuficientes para digerir la cantidad de historias que le esperan al nómada con ganas de sumergirse en una ciudad tan antigua como el vino.
Manchiatto o ristretto son las primeras palabras que uno pone en práctica, es temprano y hay ganas de tomar mucho café en una de las pastelerías más concurridas de la Piazza Giulio Cesare. Desde la misma plaza, dos avenidas que se separan en forma de V, La Via Roma y la Via Maqueda, dos arterias que atraviesan con rabioso tráfico la capital siciliana y que dan acceso a muchos secretos.
Palermo es una ciudad curtida a base de aguantar los golpes de los hombres de respeto, capos que antes del estado y la religión decidieron proteger a las familias. En Sicilia ha perdurado una voraz y silenciosa protección por la familia, siempre, muchas veces impulsada por el miedo, otras, caracterizada con la resistencia a perder la identidad, tantas veces sacudida en esta isla. El viajero ya había abandonado con desencanto a una Barcelona multicolor y en Jerusalén descubrió una profunda crisis de fe. En Palermo se enfrentaría a su propia omertá, deambulando sin brújula y recorriendo los callejones de una ciudad con trucos fenicios, estoicismo griego, temperamento cartaginés, justicia romana, brillo bizantino, aromas árabes, llantos normandos, sangre española y sobriedad austriaca.
En el puerto de la Cala, dibujado en plena bahía que se abre de piernas ante un Mediterráneo goloso, tremendos adoquines de hormigón se convierten en colmillos que parten el oleaje de la marea a dentelladas, salpicando la mirada unas veces con espuma descarada, otras, con exceso de sal. Al Porto Civile llegó en 1959 Tom Ripley para asumir por última vez la personalidad de su amigo Dickie Greenleaf, un joven al que había asesinado semanas antes en Niza. Iba acompañado de una máquina Hermes portátil modelo del 59 para falsificar los documentos del desaparecido Greenleaf y se instaló en el recargado Hotel Palma. El viajero decidió seguir los lugares por donde pasó este legendario personaje que aparece en cinco magnéticas novelas de Patricia Highsmith.
La ciudad se puede recorrer sin problemas a pie, buscando los laberintos que arrastran viejas fachadas con el sombreado del vecindario tras los balcones, casas desocupadas con garabatos anunciando “Guido ti amo” o frases escritas en dialecto siciliano que perduran con el tiempo como pequeñas crónicas de la conciencia de la ciudad, palazzos descomunales, unos transformados en hoteles de lujo, otros malviviendo con la vejez de una aristocracia fuera de tiempo y pasada de maquillaje, y gastar horas abiertas en compañía de pupis medievales que recrean las viejas batallas contra los invasores.
Es la tierra trémula de los mercados populares. El viajero se pierde con los sentidos extraviados por los alrededores de la Piazza San Doménico, donde existe un mercado popular con aspecto de zoco árabe. Es Il Mercato della Vucciria, burbujeante, sonoro, con vendedores sobrados de simpatía y un festival de productos de la tierra y del mar. Las pupilas del nómada se dilatan seducidos por los capellini, los linguine y los vermicelli, expuestos sobre manteles blancos, bucatini, taglierini y espaguetis reposan bajo la mirada atenta de una estatua de mármol, pappardelle, fettuccine, farfalloni, casereccia (estrangula curas), penne, gnocchi, fricelli, rissoni, ravioli y otras pastas rellenas se amontonan por las paradas de las mujeres que recitan los precios como sonetos de amor.
También es el mercado del rodaballo, el lenguado, el salmonete, el bacalao, y la lubina, bañados en sal marina y que descansan sobre un manto de hielo picado. Las cestas recargadas de aceitunas de piel azabache, alcachofas gigantes, pimientos rojos, verdes y amarillos o esas berenjenas que con su sola presencia anuncian ser el único producto que se cocina en todas las diversas culturas del Mediterráneo, llevan al viajero hasta el centro vital del barrio: La Taberna Azzurra. Pequeña, adornada de vino dulzón, de moscatel árabe, de Marsalia o de la seductora Malvasia. El mejor de todos los vinos, embriagador y espeso, es el apodado sangue siciliana, servido en pequeños vasos de culo grueso desde un depósito donde una vez hubo agua. Es un vino casero, que provoca una sensación intensa de agradables alucinaciones, o dicho de otra manera, de una pesada borrachera. El dueño de la taberna es un anciano de gestos amables, con una mascarilla de oxigeno que lleva permanentemente pegada a sus reales narices.
Con la compañía de siete tragos de sangue siciliana, aparecen los espectros momificados de las catacumbas de los capuchinos y aparecen cientos de mujeres en minifalda y de ojos verdes bautizadas con el mismo nombre: Rosalia. El viajero persigue la ruta que lo lleva a los Quatro Canti, antesala de los pequeños y oscuros bares donde se puede consumir el campari de beso púrpura. Pero esta es otra historia.
Sentado sobre uno de los más de treinta escalones de la entrada principal del Teatro Massimo, el viajero reposa unos instantes. Quizás ha elegido el mismo punto donde un asesino contratado por Don Altobello mató de un disparo directo al corazón a Mary, hija de Michael Corleone y este estalló en llanto mudo agarrado al cadáver de su hija. El viajero recuerda este tremendo final del Padrino III tarareando un fragmento de la ópera de Pietro Mascagni, Cavalleria Rusticana. Es momento de escapar por la Piazza Giuseppe Garibaldi improvisando un saqueo gastronómico en los lugares donde se sirven las mejores berenjenas parmesanas, o la pasta alla norma o con le sarde, los inconfundibles spitini alla palermitana y rematar el viaje en la Caffeteria Florence.
Con el exceso sin medida del campari que se deja acompañar de un jugo intenso de naranja, el camarero, provisto de una hermosa nariz cartaginesa y un brillo helénico en sus pupilas, sonríe al viajero con cara de partir y le regala una bella palabra de despedida tras la cuarta ronda:
—¡Auguri!
El nómada se va rumbo a Corleone tarareando la canción de un cantautor de la provincia siciliana de Catania: “Cerco un centro di gravità permanente, che non mi faccia mai cambiare idea sulle cose sulla gente...”. El viaje sigue.
|