Pasé una temporada de seis meses en Río de Janeiro pero nunca subí a una favela. Otras personas han estado allí unos pocos días y sí lo han hecho. De modo que cuando digo que hablaré sobre ellas desde lejos lo digo de manera literal, con una mirada distante que intenta atraparlas por diferentes medios que suplantan una visita verdadera. Leí sus noticias en los periódicos locales y llegué a estar al pie de sus escaleras de acceso, les tomé fotos desde diferentes ángulos y sufrí más de una vez el deporte que practican algunos de sus habitantes en Copacabana o Leblon; quizá esto sea suficiente para una crónica.
Favela es el nombre de una yerba que solía crecer en los cerros que salpican la exuberante geografía de la ciudad, cuando estos aún estaban deshabitados. Tiempo atrás, Río se extendía únicamente sobre las partes planas que conducen al mar, dejando libres las laderas de sus abruptas montañas de piedra negra y de selva. Y precisamente fueron estos baldíos rocosos los que pasaron a habitar aquellos que no tenían dónde hacerlo, comenzando por unos legendarios soldados que dejaron de recibir su sueldo al regreso de una guerra local hace más de un siglo, y que hicieron sus casas en el cerro de la Providencia, cerca del puerto. De ahí en adelante se le conoció a ese cerro como morro da favela, cuyo apelativo se convirtió en un genérico para cualquier barrio de invasión.
La segunda oleada de gente que se acomodó en esas laderas agrestes vino a raíz de una reforma para recuperar el centro histórico que conllevó el cierre de los conventillos, enormes casas donde se alquilaban cuartos al día. A estos desplazados urbanos se les unieron más tarde descendientes de mineros y comunidades del nordeste del país, buscando un mejor destino en la que fuera por mucho tiempo la pujante capital del país. La consecuencia de todo este proceso fue que, contrario a lo que ocurre en otras partes del mundo, las zonas deprimidas no se encuentran en las afueras de la ciudad, sino en su propio corazón, lindando de manera tajante con los barrios más tradicionales.
Cada barrio, pues, tiene al lado su favela, o viceversa, como se quiera mirar. El barrio de Leme está enmarcado por las favelas de Chapéu- mangueira (sombrero del palo de mango) y Babilônia; Copacabana tiene la del morro dos Cabritos; Ipanema la de los morros de Pavão- Pavãozinho (pavo-pavito) y Cantagalo; y Leblon, el más exclusivo de los barrios, la de Chácara du Ceu (la finca del cielo). Más al oeste, antes de llegar a São Conrado, se encuentra la enorme favela da Rocinha, donde viven unas 60 mil personas. Esto por solo mencionar la parte más emblemática y turística de Río, donde la geografía marca unos límites sociales y económicos muy nítidos: en la parte plana están las bonitas casas y edificios de medio o alto estrato, y no bien comienza la loma aparecen las casitas humildes a las que se accede por lo general a través de larguísimas escaleras. Más de una vez estuve tentado a aventurarme, allegándome al mismo pie de los escalones. Una tarde de ocio, mientras miraba el primer peldaño con la tentación de pisar sobre él y quizá seguir al siguiente y al siguiente, un estruendo me hizo saltar hacia atrás. Era un balón de fútbol que me había caído al pie y rebotaba calle abajo. Desde arriba un grupo de niños me gritaba, a través de una malla: “Gringo, pasa a bola”. Si esa era la imagen que daba, mejor ahorrar el esfuerzo de la subida.
La relación ente los habitantes del morro y los del asfalto, como se dicen entre los pobres del cerro y los ricos de la parte baja, no deja de ser complicada y hasta curiosa. Naturalmente, es a los de abajo a quienes preocupa las excursiones de los de arriba, quienes bajan de vueltón, saludan y piden un vaso de agua en algún hotel de las inmediaciones antes de volver a subir. Es fácil verlos en pantaloneta y camisilla merodeando en un mundo ajeno, que con suerte y algo de arrojo les brindará la oportunidad de subir con cosas de más en sus bolsillos. Obviamente, hablamos de una minoría ociosa, jóvenes en general, y no de la gran mayoría de sus habitantes que bajan a trabajar todos los días y constituyen la base de la economía local.
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Sobre la vida en la favela dice una pequeña obra que vende un artista callejero con el nombre de Selarón en el original barrio de Lapa: “Vivir na favela é uma arte, ninguém es- cuta, nada se perde, manda quem pode, obedece quem tem juizo”. Nada muy diferente a lo que conocemos en Medellín, que no es otra cosa que lo que dicta el sentido común donde la ley y el miedo van de la mano. Naturalmente, cuando dice “manda quien puede” se refiere al gobierno de los traficantes de droga, cuyos desmadres alcanzan a imprimirse en las páginas internacionales cuando entran por ellos la policía y el ejército. Las imágenes de los comandos especiales subiendo la loma y entrando en tiroteos cuerpo a cuerpo en la favela parecerán siempre algo fuera de lo común, pero las incursiones militares que no traspasan el ámbito local no son raras en cualquiera de las 560 favelas que hay en Río.
La impresión que dan las favelas a la distancia es encantadora, curiosos pesebres de casitas desiguales con muros pintados aquí y allí de un azul o un rosado que les dan un toque pintoresco, así como la asimetría de sus calles tortuosas e invisibles. Pueblitos que arañan apenas la negra roca de los peñones, estos barrios son altos balcones desde los cuales se tienen seguramente impresionantes postales de la ciudad menos conocidas que las que se ven desde el Pan de Azúcar y otros pocos cerros de fácil acceso. En cuanto a la arquitectura de las favelas, preocupa al gobierno su crecimiento desbordado, no en extensión sino altura, pues de vaciar una plancha sobre otra ya muchas casas alcanzan el cuarto piso. Ante esto, las comunidades alegan que los albañiles que levantan estos edificios de ladrillo pelado los domingos, son los mismos que construyen los de los ricos durante la semana.
Lo más interesante de la ciudad de Río es que la sensación de inseguridad y la violencia no menoscaban su imagen de cidade maravilhosa. Permanentemente hay en Río un congreso de alguna disciplina, un campeonato mundial de un deporte, una reunión de líderes internacionales. Un amigo que estudiaba allí solía decir: “A mí, aquí, no me ha pasado nada. Una vez tres tipos con fusiles cogieron un camión de valores a bala durante diez minutos al frente mío…, a un amigo que iba a mi lado le robaron con pistola en estos días…, a un compañero lo aporrearon a la salida de un cajero… pero, lo que es a mí, no me ha pasado nada”. Río tiene ese algo que se instala en cada quien para no dejar nunca que lo negativo sea superior al encanto de sus calles, un carisma que no poseen todas las ciudades. Puede salir cualquier noticia, y al otro día Río conseguirá una sede de un mundial o una olimpiada.
Seguramente, con motivo de estos dos certámenes, serán muchos los habitantes de las favelas quienes peguen los ladrillos de los nuevos escenarios deportivos, y algunos otros los que pillen alguna cámara mal atada a la muñeca o un bolso descuidado mientras la delegación se entretiene tomando un jugo en una esquina de la rúa Nossa Senhora de Copacabana. Mientras tanto, arriba en las favelas, los traficantes verán las transmisiones por televisión y harán un pacífico agosto satisfaciendo las ávidas narices de los visitantes. Nada de eso será extraño a cariocas ni a turistas, pues tanto los viejos campesinos que poblaron las favelas como los jóvenes gatilleros que controlan el tráfico en sus laderas, se tendrán como parte del fino y entrañable paisaje de un lugar bautizado por Gaspar de Lemos como Río de Enero el primer día del año 1502.
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