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Número 19 - Diciembre de 2010   

Artículos

El guardián de los libros
Fernando Mora Meléndez

En tiempos de Fajardo Valderrama vino a esta provincia el rey don Juan Carlos de Borbón. Él y su señora subieron en volandas hasta la cima de un monte que lleva el nombre de Santo Domingo Savio. Después de divisar, en lontananza, el valle de los aburraes, de bendecir y cortar la cinta, se dio por fundada la muy preciada biblioteca, a la que pusieron el nombre de España, en honor a la Madre Patria.

Eran pocos los feudos destinados a los libros en la Villa y muchos, en cambio, se tornaron cocheras y comercios, que colmaban las arcas de los criollos. Ansina, de a poco, se erigieron otros claustros de lectura, para el solaz del espíritu e instrucción de las gentes.

Con palabras así nos habla la Historia, en cuya pompa se disuelven los hechos menudos, que acaso dicen tanto o más que los grandes.

Nunca se tuvo noticia de una biblioteca que abre sus puertas entre las calles Moore y Carabobo, y que tiene una de las mejores colecciones de clásicos españoles, de filosofía de todos los tiempos, o que alberga textos non sanctos del poeta Ovidio y otros pergaminos impresos en Italia, en el siglo XVI.

La creó un misionero claretiano, antioqueño de enjalma, que llegó huyendo por los años treinta de la Guerra Civil, en la misma madre España. En esas tierras lejanas, 256 sacerdotes de la comunidad se negaron a colgar las sotanas y por ello fueron ejecutados sin fórmula de juicio. Carlos Eduardo Meza se salvó de ser mártir y hasta pudo traer en sus baúles una colección de obras teologales, junto con una riquísima colección de literatura que había ido recogiendo entre sus amistades predilectas, que no eran sólo clérigos sino los escritores de la generación del 98, entre ellos Pío Baroja y Azorín.

Meza fue destinado a la parroquia de Jesús Nazareno, en Medellín, de la que no volvería a salir. En la casa de la Orden, contigua a la iglesia, comenzó a ordenar sus libros y a reunir otros, sagrados y profanos.

Una tarde el padre Carlos recibió una llamada del Museo Nacional de Bogotá. Sabedor de su interés por los folios viejos, un amigo lo instaba a recibir, como dádiva, una valiosa cantidad de volúmenes que reposaban en los sótanos del edificio, desde los días de Cipriano de Mosquera. Eran parte de los botines expropiados a la Iglesia por los gobiernos liberales del siglo XIX. Joyas editadas en Venecia, hacia mediados de 1500. Entre ellas una de Juan Crisóstomo, patriarca erudito de Constantinopla, y numerosos ejemplares de poetas latinos. Los tesoros con cubiertas de pergamino, grabadas al fuego, eran ahora un cultivo de hongos de cepas finas, un manjar para las ratas. El presbítero se dio el lujo de escoger entre todo ello. Le echó mano a obras piadosas y a otras de poetas romanos, que le interesaban para sus ejercicios de traducción. Recuperarlos del deterioro fue casi como luchar contra el demonio durante varios meses.

La mirada que ponía Meza sobre los textos era más amplia que la de un cura de almas doctrinario y sermonero. Amaba las bellas letras, tenía un estilo atinado y elegante de escritura. Tanto así que ocupó una silla, como miembro de número en la Academia de la Lengua. Al tiempo que fungía como consultor de monjas, docto en legislación y en literatura, le gustaba ir a Tarso, su tierra natal, a hablar con sus parientes, a comerse sus frisoles y a hablar de poesía.

Antes de morir había declarado que en esta ciudad ya nadie quería leer ni estudiar. Su colección quedó guardada, a la buena de Dios, en la casa cural, entre el polvo y las polillas.

En 1971, otro misionero, Guillermo Vázquez, llegó a la casa de Jesús Nazareno. Venía de estudiar Exégesis Bíblica en la Universidad Gregoriana de Roma. Al calor del Concilio Vaticano II y de la Teología de la Liberación, la Iglesia parecía sacudida por un huracán. Tras cuatro siglos de pugnas con los protestantes, terminaba por reconocer muchas de las ideas que estos propagaban. Una de ellas era que la liturgia debía decirse en la lengua del pueblo y no en latín. Muchos curas, desilusionados porque el Papa Pablo VI detuvo la propuesta de acabar con el celibato, dejaron sus hábitos para casarse. Las diócesis se quedaban sin clero. Y en medio de esta crisis pululó otra corriente, la iglesia de los pobres. Multitud de teólogos, como Karl Rahner, que pregonaban un evangelio explosivo: los pobres no eran ya los bienaventurados del reino de Dios, sino los excluidos en su nombre, los marginados. Para condenar lo que nunca se había condenado, muchos misioneros se fueron a vivir a los barrios suburbiales, a compartir su pan y su misal entre los humildes y los destechados.

Y aunque el padre Guillermo Vázquez comulgaba con estas ideas, tampoco estaba de acuerdo con la reacción anti-intelectual, que sólo abogaba por las prácticas en comunidad y donde los libros ya no importaban. Las casas de las órdenes eran abandonadas y él se encontraba en sus bibliotecas saqueadas "los pocos libros desparramados como después de un terremoto".

"Decidí buscarlos por todas partes y recuperarlos, a veces, entre los carretilleros del reciclaje". Sus preguntas constantes parecían las de Ray Bradbury en Fahrenheit 451: ¿Qué iban a leer las siguientes generaciones? ¿Quién recordaría a los autores? Entonces les pidió a sus superiores que lo ayudaran a montar una biblioteca.

A los pocos curas que quedaban los dejaban vivir en casas como cualquier parroquiano. Él compartía por entonces un apartamento en Villa con San Juan, con Luis Alberto Álvarez, otro claretiano que tuvo la misión de ser, a pesar de las críticas de sus hermanos, uno de los estudiosos del cine más importantes que ha tenido el país. Juntos reunían sus libros personales que irían a sumarse con los tesoros del padre Meza en una selecta colección. La dificultad fue entonces encontrar un lugar digno para albergar los volúmenes. Pensó en una antigua ermita construida por una dama de alcurnia para sus retiros espirituales. El lugar había hecho parte, desde los años treinta, de la Iglesia de Jesús Nazareno; y, en un tiempo más reciente, bodega de vinos que importaban de España en toneles. Ahora, en los setenta, era sólo un depósito de chécheres. Y Guillermo tuvo que rogar mucho a las altas esferas para conseguirla.

Restaurada, se convirtió en el hogar de los 14.000 volúmenes que hoy frecuentan los estudiantes universitarios, los amigos e hijos de los empleados y un público variopinto que incluye a un obstetra jubilado, lector de los clásicos. La biblioteca, atendida por Ángela María Chica, tiene canje con otras ciudades y presta sus libros para la casa.

Con un modesto presupuesto, Guillermo ha logrado ampliar la colección de un modo tan ecuménico que incluye las obras de gente apóstata como Fernando Vallejo, del cual es muy buen lector, mitos juveniles como Andrés Caicedo y las obras completas de Marcel Proust. El bibliotecario que conoció las purgas que hacía el Cardenal López Trujillo con las bibliotecas del Seminario Mayor, quiere que este espacio esté libre de censuras y prejuicios: "como debe ser una biblioteca". En virtud de esta actitud se pueden encontrar libros tan serios como los de Sartre o la Suma Teológica, junto con las aventuras completas de Tintín.

En un depósito polvoriento, todavía sin clasificar, como una especie de purgatorio de libros, reposan las Cartas del Libertador, al lado de la colección completa de la Revista del Banco Nacional de Cuba. Libros tan raros como La Battaglia Finale del Diavolo, de Paul Kramer. Y hasta los panfletos moralistas del olvidable Humberto Bronx, quien hacía la clasificación moral de las películas, hace algunos años, en El Colombiano. Muchos de estos li- bros tienen alguna gracia escondida y podrían figurar en la lista de Sergio Valencia, fundador del Club del Libro Malo.

Poeta epicúreo, maestro de Exégesis Bíblica y amante del buen vino, Guillermo Vázquez nos recuerda con su empresa a ese bibliotecario citado por Borges en uno de sus poemas, El Guardián de los Libros.
 

Mi nombre es Hsiang.
Soy el que custodia los libros.
Que acaso son los últimos
Porque nada sabemos del Imperio
Y del Hijo del Cielo.
Ahí están en los altos anaqueles,
Cercanos y lejanos en el tiempo,
Secretos y visibles como los astros.
Ahí están los jardines, los templos.

 


La ermita sobre la carretera norte, antes de convertirse en la carrera Carabobo.

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