Número 97, junio 2018

La cuestión del sótano
Federico Arteaga. Ilustración: Camila López
 

La casa de su padre todavía está en Cali y a los vecinos del barrio se les hace menos extraño verla que a los que tiene en Bogotá. Va tan a menudo como puede; allá tiene sus recuerdos, sus libros, y el sótano.

No muchos lo saben y a pocos les importa, pero María Helena Döering es licenciada en Literatura y tiene una diéresis sobre la o; en la casa de su padre encuentra esta puntuación por todas partes. Con sus libros encuentra otras cosas: sus notas sobre Saussure y una pequeña carta de amor que le escribió a Manuel Seco; la conserva porque le avergonzaba la posibilidad de que los recolectores de basura dieran con ella y leyeran su confesión adolescente de idolatría hacia el gran filólogo desdentado.

Hay algo más preocupante que María Helena guarda entre las cubiertas de un falso poemario de Gioconda Belli. La nicaragüense jamás escribió Almanaque de falos y tulipanes, pero el título en el lomo del libro garantiza que nadie lo saque de su anaquel. Bajo aquel amenazador título, Döering había mandado a empastar una cantidad de páginas en blanco a su regreso de Europa tras una acelerada carrera como modelo. Las primeras anotaciones eran espaciadas y describían su nostalgia por los fotógrafos de París y por la ginebra de cualquier ciudad extranjera; sin embargo, rápidamente se convirtió en un diario fechado y detallado sobre sus preocupaciones acerca de la ficción especulativa y el asunto del sótano.

Lo de la ficción especulativa empezó en la universidad con una profesora que hablaba de la ciencia ficción con la reverencia y erudición que otros le invertían al existencialismo o al Siglo de Oro. Decía que aquel género habla del presente usando las herramientas de un futuro que se deriva de ese presente, y esa idea le encantó. El asunto del sótano comenzó en 1992, cuando Europa se había acabado y su padre desarrolló una tos que ningún jarabe podía curar.

Era una tos seca que siempre terminaba con un suspiro y la mirada clavada en algún punto del suelo. Los doctores, galenos, alópatas, facultativos, y profesionales de la salud lo examinaban con juicio, con muchos instrumentos, y con frascos llenos de flema de colores exóticos para llegar todos a la misma conclusión: “Tiene tos”. Después listaban las indicaciones generales para reponerse al catarro común y expedían sus saludables cuentas de cobro.

En Bogotá, María Helena Döering fue invitada al lanzamiento de una nueva mantequilla y resolvió llevar a su padre como acompañante. Tal vez el cambio de aire en otra ciudad sería beneficioso y así fue. Durante los tres días de su estadía el señor Döering no tosió ni una vez y sus ojos brillaban con el horizonte bogotano que entonces solo presentaba una delgada línea gris de polución, señal más de progreso que de mala administración. María Helena estaba tan complacida con la mejoría de su padre que lo acompañó en su viaje de vuelta a Cali para cerciorarse de su completa recuperación.

Esa noche la despertó el sonido de una tos seca que venía de la habitación de su padre. Descalza y en albornoz abrió la puerta del cuarto y lo encontró sentado en la cama con un gesto cansado. Tosió dos veces y dijo: “Donde esto siga así…”. No terminó la oración porque un suspiro profundo se le llevó la mirada a una esquina del guardaescobas.

Ella regresó a sentarse en su propia cama escuchando aquella tos. Sus ojos, azules y famosos, leyeron en el guardaescobas la media frase de su padre; “Donde esto siga así…” y recordó a su profesora de universidad.

“Si todo sigue así…” era uno de los postulados informales de la ficción especulativa y era el que introducía las peores posibilidades de desarrollo en una trama porque su proyección partía de un presente real, activo y problemático. “Si todo sigue así…” normalmente va seguido por “… las cosas no van a salir bien”.

La causa de la tos estaba en la casa. Minutos después de salir, su padre dejaba de toser y podía mirar el suelo sin suspirar. “Donde esto siga así”, se dijo María Helena, “mi papá no va a durar”.

Ella misma limpió y desinfectó la casa pero la tos no menguó. Aplazó varias sesiones fotográficas para explorar la casa hasta dar con el origen de la tos de su padre. Tras descartar todos los sitios de la casa que él frecuentaba, fue a los cuartos donde él nunca o casi nunca entraba. Así fue como después del altillo y el garaje, María Helena bajó al sótano donde rara vez iban sus hermanos a buscar cosas de otros tiempos y la señora empleada de la casa a prender y apagar el calentador de agua.

Tenía un tapabocas cubriendo la mitad de su cara por donde podían salir cuatro idiomas. Movió cajas y barriles buscando alguna humedad o un escape de gas. Detrás de una vieja cabecera de cama, sobre la pared, había un hongo blanco y suave con la forma del mapa de algún país desconocido. Tal vez era la oscuridad del sótano, pero a María Helena le pareció que el hongo, de una forma sutil, casi imperceptible, vibraba.

Si se le hubiera preguntado entonces por qué decidió no contarle a nadie, no habría sabido qué responder. Quizá aún no lo sepa. Solamente subió al estudio, buscó una linterna para inspeccionar el asunto más de cerca, agarró un lapicero y el falso libro de Gioconda Belli en el que extrañaba activamente todo lo europeo y volvió al sótano.

Nunca ha necesitado gafas, pero aquella vez tuvo que hacer un esfuerzo para auscultar tan de cerca como fuera posible la blancuzca y porosa superficie del hongo sobre la que apuntaba la linterna. Podía venir de una humedad o simplemente del tiempo; hay cosas que no necesitan una razón para ser, las condiciones son propicias, se conjugan, y de repente existe algo que antes no había existido.

Abrió el Almanaque de falos y tulipanes de Gioconda Belli y en una hoja en blanco escribió la fecha, dibujó el rectángulo de una pared y encima garabateó la forma del hongo. Debajo escribió: “Donde esto siga así…” y pensó cómo terminar la oración.

Donde esto siga así, el hongo crecerá hasta comerse la pared. Donde esto siga así, la pared se va a debilitar y van a dañarse los cimientos de la casa. Donde esto siga así, el hongo va a crecer drenando la vitalidad de mi papá hasta consumirlo.

Paró después de anotar esta última posibilidad y la recorrió un escalofrío de miedo. Estaba fantaseando, por supuesto —no todas las fantasías son felices—, y la posibilidad era más improbable que remota. Pero haber recordado las clases de su profesora por esos días, encontrar el extraño hongo, y tomar notas en su libro falso la habían preparado para concebir ideas extrañas. “Eppur si muove”, dijo en voz baja dentro del tapabocas recordando a Galileo cuando creyó lo que para todos tenía que ser imposible.

A pesar de la insistencia de su hija, él no quiso hospedarse en casa de su hermana ni pasar unos días en un hotel mientras removían el hongo.
—Pero, papá, ¿y si te agravas?
—Pues me muero en mi casa —dijo el viejo en un refunfuño que no admitía discusión.

¿Y si te agravas? Pues me muero en mi casa. María Helena repitió la conversación en su cabeza parada frente al hongo con su tapabocas, su linterna, y su cuaderno. Bajo una nueva fecha empezó a discutir consigo misma en las páginas del Almanaque que el segundo postulado informal de la ficción especulativa no había aparecido por casualidad en la evolución del problema de su padre. “¿Y si…?” —según explicó su antigua profesora— introduce cambios, desviaciones en el curso de la vida. No era casualidad, era progresión. Y nada se desviaba más de la vida que la respuesta de su padre.

Una vez más hizo un listado de los escenarios a considerar. ¿Y si el hongo sigue expandiéndose? Consumirá a mi papá. ¿Y si arranco el hongo y su vitalidad está conectada de alguna manera a la de mi papá? Entonces arrancarlo sería el fin de ambos. ¿Y si no lo arranco todavía? Ambos sobreviven. ¿Y si yo soy inmune al hongo? Entonces tengo poder sobre él.

Cerró de golpe el libro y abrió los ojos concentrada en el enemigo con un miedo irracional, pero no por eso menos real: que el hongo estuviera siguiendo la lectura de sus pensamientos a la vez que los registraba en su diario.

Tuvo que regresar a Bogotá durante un par de semanas para grabar algunas escenas y destapar el resto de su cara donde vive la sonrisa que la asegura como embajadora de varias marcas. En la noche, al teléfono, escuchaba y evaluaba la tos de su padre y hacía conjeturas en el falso libro de Gioconda Belli. Una noche se sorprendió con preocupación al sentirse casi aliviada de escuchar a su papá toser: eso significaba que hongo seguía en su lugar del sótano.

A su regreso a Cali traía una idea que ni siquiera había consignado en su diario por temor a que, de algún modo incomprensible, el asunto del sótano se enterara de lo que tramaba.

Buscó entre sus libros de la universidad las fotocopias y los textos recomendados por aquella profesora abogada de la ficción especulativa. Había un tercer postulado informal que podía utilizar como arma (¿o soborno?) frente al hongo. Ya habían atravesado los umbrales de “Si todo sigue así…” y de “¿Y si…?”. Ahora podía preparar el escenario del futuro invocando el tercer enunciado: “Si tan solo…”, la llave que permite explorar las mieles y los peligros del porvenir. “Si tan solo…” pone la imaginación en oposición al destino y la convierte en un factor del argumento.

María Helena Döering bajó al sótano después de darle las buenas noches a su padre. Se puso un tapabocas, abrió su diario, y anotó en una página fresca con letras mayúsculas bajo una fecha clara y triunfal: “SI TAN SOLO EL HONGO FUERA LA FORMA ELEGIDA POR MI PAPÁ PARA PERPETUARSE EN ESTA CASA”. Cerró el libro. El hongo, que sin lugar a dudas se movía con una vibración a la que ella se había acostumbrado, se quedó quieto, como si pensara en la manera en que únicamente los hongos pueden pensar. Incluso con el tapabocas puesto, los ojos azules se rasgaron complacidos delatando su sonrisa.

Los viajes de María Helena a Cali se han hecho menos urgentes. Visita a su padre y lo cuida aunque todos saben que, para su edad, el señor Döering tiene una salud admirable y su único achaque es una tos seca que lo acompaña hace años. Ella le ayuda a moverse por la casa, a acostarse, y pasa largas horas en el sótano donde una de las paredes tiene un hongo blanco y suave como el pan, un hongo que vibra ligeramente y ha asumido la forma en relieve que tenía la cara del padre cuando era un joven de ojos curiosos y conversación serena, dedicado a enseñarle a su hija todo sobre la vida.

En el Almanaque de falos y tulipanes de Gioconda Belli, María Helena Döering registra las conversaciones que con tiempo y trabajo ha aprendido a tener con su padre perpetuado. Cuando regresa a Bogotá y viaja a otros países modela, actúa, posa, se ríe, y habla mucho sobre el futuro. Ser diva es la parte fácil.UC

Ilustración: Camila López
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