Número 95, marzo 2018

EDITORIAL
Dosificar la torpeza

 

Las elecciones son una droga dura. Traen alucinaciones y paranoias, prometen paraísos artificiales y pueden terminar en malos viajes, tienen efectos colaterales que duran años y tienden a cerrar las entendederas al usuario frecuente del cubículo. Cada vez que se aproxima una cita con el tarjetón aparece la pastillita del castigo a los consumidores y la tentación de penalizar la dosis mínima. Es inevitable que muchos votantes piensen según la tabla de escarmientos y premios de los padres de familia. Y algunos políticos lo tienen bien claro.

Iván Duque, candidato de la extrema abstinencia, ha dicho que echará atrás una sentencia de la Corte Constitucional con veinticuatro años de historias, reformas y jurisprudencia. Su jefe de intoxicación intentó hacer lo mismo con un cambio constitucional siendo presidente en 2009. Solo logró cambiar un articulito, una línea, mejor, porque dos nuevos fallos de la Corte reiteraron que los consumidores no pueden tratarse como delincuentes. No hubo Corte de bolsillo. Ha pasado el tiempo y mientras ocho estados en el país que inventó la guerra contra las drogas permiten el consumo recreativo de marihuana y el 64% de los estadounidenses dicen apoyar la legalización de la hierba, nosotros tenemos como líder en las encuestas a un Nixon de 43 años. Ojalá simplemente esté cañando para enganchar a algunos padres de familia.

El Plan Nacional de Promoción de la Salud, Prevención y Atención del Consumo de Sustancias Psicoactivas 2014-2021, creado por el gobierno nacional, habla de un enfoque de salud pública y derechos humanos en el tema de drogas. Según su propia letra “el consumo de sustancias psicoactivas se entiende como una conducta que pueden o no realizar las personas en el marco de sus derechos y libertades”. De modo que el consumo personal no es un asunto policivo ni tiene que ver con el Código Penal. Si así fuera, el 15% de los universitarios colombianos que dijeron haber consumido marihuana en el último año tendrían que responder ante inspectores de policía, jueces y fiscales. Lo mismo pasaría con el 2,12% de los estudiantes de educación superior que dijeron haber inhalado cocaína en el último año según el Reporte de Drogas de Colombia presentado por el Ministerio de Justicia en 2016.

También los alcaldes de las capitales y el fiscal general han entrado al juego de pedir cárcel para los simples portadores de drogas. Su crítica va dirigida no ya a la dosis personal sino a la jurisprudencia de la Corte Suprema que habla, desde hace cerca de dos años, de una “dosis de aprovisionamiento”. Según la tesis de la Corte el hecho de exceder la dosis mínima (veinte gramos para marihuana, cinco gramos para cocaína) no es prueba suficiente para una condena por porte, fabricación o tráfico de drogas. La Fiscalía y los alcaldes capitalinos pretenden que un gramo de más en la balanza convierta automáticamente al portador en traficante. Es su versión de la balanza de la justicia. De ese modo, el soldado con veinticinco gramos de marihuana al salir de permiso o el albañil de San Roque con ocho gramos de perico recién mercados en Bello pasarían a ser dos más de los cerca de 25 000 presos por delitos relacionados con drogas en todo el país, un poco más del 20% del total de presos en nuestras 137 cárceles. La Fiscalía olvida que su tarea es aportar pruebas que logren diferenciar al jíbaro del consumidor sin importar si en su bolsillo hay una sola papeleta. La Corte Suprema se lo dijo muy claro pero el Fiscal parece engalochado: “…incluso tratándose de consumidores o adictos siempre se debe analizar si la finalidad de la posesión o tenencia del alcaloide era para su consumo personal, porque puede suceder que la cantidad supere exageradamente la requerida por el consumidor, o la intención sea sacarla o introducirla al país, transportarla, llevarla consigo, almacenarla, conservarla, elaborarla, venderla, ofrecerla, adquirirla, financiarla, suministrarla o portarla con ánimo diverso al consumo personal (…) si el porte de dosis personal carece del nexo al propio consumo, o se advierte su comercialización, tráfico, o su distribución así sea gratuita, la conducta ha de ser penalizada al tener la potencialidad de afectar los bienes jurídicos de salud pública…”.

Los chistes flojos de Néstor Humberto Martínez cuando dice que los traficantes que llevan una tonelada encima alegan que es su dosis para toda la vida, y la carta alarmada de los alcaldes que hablan de condenas imposibles por microtráfico por la dosis de aprovisionamiento, solo muestran un ánimo de sumar condenas sin pruebas de tráfico y sin beneficios ciertos para la seguridad y la salud pública.

Parece que hay algunos adictos a los barrotes que no están conformes con los 221 capturados cada día por delitos relacionados con drogas en Colombia. Quieren más, son amigos de la sobredosis carcelaria. En 2014 una de cada tres capturas en el país tuvo como causa un solo tipo penal, tráfico, porte o fabricación de estupefacientes. Duque quiere que se capture o se castigue según su gusto disciplinario a todo consumidor, tendrá que darles la ciudad por cárcel a cientos de miles de jóvenes entre 16 y 24 años, nuestros principales consumidores; y el fiscal quiere mejorar la triste estadística que señala apenas una condena por cada cuatro capturas por un rollo de drogas. Nadie parece interesado en notar que más condenas no implican menos consumo ni que buena parte de las ollas en nuestras capitales tienen la ronda amiga de tres motos y una patrulla. La policía es el único socio nacional de las plazas locales, un accionista uniforme.

No queda más que acudir a la propaganda preventiva del gobierno para darle una recomendación a los funcionarios populistas, a los políticos oportunistas y a los votantes alarmistas: “Métele mente y decide, le guerra contra los consumidores puede empeorar la vida”.UC

 

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