Número 95, marzo 2018

 

Carta a una calle torcida
María Isabel Naranjo. Fotografía: Juan Fernando Ospina

Fotografía: Juan Fernando Ospina

Torcida. Si estás en el mapa de Medellín es por torcida, porque no te dejaste enderezar. Y eso que sos de las más viejas. En 1800 ya te dibujaban en el plano de la Villa de la Candelaria junto a diecisiete calles y vos eras la número 10. En ese mapa ya aparecían bien delineadas las calles de El Resbalón y La Carrera, la misma que se llamaría después Guanteros, donde alguna vez vivieron personas como las que dicen que viven hoy con vos: inmigrantes pobres, vagabundos y putas. Dicen, porque lo que se ve hoy es gente rebuscadora, gente alegre y gente libre, algunos con ese espíritu callejero que no se deja domesticar por las buenas costumbres. También se ven negociantes de todo tipo, de los que les gusta hacer plata por hacerla nomás y de los comerciantes que viven de lo que tanto nos ha gustado siempre: la noche, el alcohol y todo lo que sacuda la cabeza.

Pero eso será mucho después, cuando la villa se llame Medellín y sea bien moderna, con todo lo que trae adentro ese adjetivo. Por ahora estamos a finales del siglo XIX, y todavía aparecés en el mapa de Hermenegildo Botero con el número 10, aunque ya son 24. En 47 años crecimos siete calles, bien rectas, hacia el norte, y vos sos el límite de esa tierra que ya tiene nombre en el plano: La Villanueva, el barrio soñado como un nuevo Londres por el ingeniero Tyrrel Moore, donde se construirán casas para exhibir la riqueza que tienen señores como Pastor Restrepo, una plaza para recibir al libertador Simón Bolívar a caballo y un “modesto templo cristiano”, uno al que en su momento creyeron la catedral en ladrillo cocido más grande del mundo. En esa época intentaron enderezarte para ponerte a tono con las manzanas que la cuadrilla de artesanos y constructores empezaron a levantar para unir la ciudad, por la calle de Junín, con el nuevo barrio. Y nada. Por más tapia que echaron en la tierra del señor Moore, vos no te dejabas. Entonces debe ser por eso que te cambiaron el nombre y te pusieron la calle del Calzoncillo, porque te les tiraste en los planos, se los volviste triángulo.

De lo torcida que sos hasta te dicen tortuosa, porque vas en la topografía con las aguas de La Loca. Quién te manda. Esa quebrada que baja de las laderas orientales, paralela a su hermana Santa Elena y perpendicular a todas las carreras que van a empezar a multiplicarse en el siglo que viene. Como dirá después el historiador Jorge Orlando Melo, los hombres que trataron de enderezarte eran herederos de una especie de contradicción mental permanente: “La obsesión por tener vías rectas y amplias, como criterio esencial de urbanismo”. Esos dirigentes fueron siempre, como el poema del Tuerto López, amantes de la línea recta. Y como no te dejaste, entonces en 1872, don Gabriel Echeverri y otros del Cabildo te cedieron a la arquidiócesis, te echaron piso por encima de lo que sería la culata de la catedral y te cambiaron el nombre en ese vecindario por el de La Paz. O sea, te partieron en dos y te ocultaron bajo la catedral.

En 1916 la ciudad llana ya se está trepando por las lomas del norte. Y vos seguís ahí. Ignorada y torcida, pero resistiendo cada vez que te atraviesan calles para conectarte con Boston, al nororiente, como Perú y Bolivia, o carreras que te van a comunicar con ese barrio que está diseñando don Ricardo Olano hacia el norte: Prado. Primero van a estirar la calle Palacé, después Ecuador, después Sucre y después Venezuela. Y por haberte partido así en el futuro te van a decir Barbacoas-Calle 57A; Barbacoas-Calle 56A; y Barbacoas-Calle 55A. ¿Entendés? Es que no vas a ser una, sino tres.

Sin más sobresaltos que un par de burdeles, algunas ebanisterías y una casa donde diseccionaban cadáveres los estudiantes de Medicina de la Universidad de Antioquia, llegaste a los setenta, y ahí empezó lo duro. Después del estudio del Plan Piloto y de analizar qué era lo que más le convenía al crecimiento de la ciudad en el futuro, esos dirigentes obsesionados con la línea recta decidieron en esa década que se debían tumbar seiscientas casas para construir la avenida Oriental, esa que te va a cercenar las arterias que te comunican naturalmente con Prado y con Boston. La avenida de cuatro carriles hecha para los carros, partirá en dos el corazón del Centro y va a encerrar uno chiquito por dentro, en el que vas a quedar vos y el barrio al que pertenecés. A la gente le va a dar pereza pasar al otro lado, así sea para oír la música de la retreta en el Parque de Bolívar o comprar artesanías en San Alejo o ver teatro en el México o comer pasteles en la Santa Clara. Además, tanto polvero y tanta especulación. Las firmas constructoras de arquitectos van a empezar a levantar edificios hacia donde apuntan las agujas del Coltejer, donde van a vivir los que se resisten en abandonar el Centro para vivir en barrios como Laureles y El Poblado. Pero empezaron a llegar otros.

Dicen que los otros eran los restos vivientes de Guayaquil, de Lovaina. Dicen que venían con malas mañas. Dicen que en vos encontraron callecitas oscuras y casas que podían usar para otras cosas. La 55A se fue llenando de ladroncitos, travestis y antros de vicio, a la 56A fueron llegando familias de los pueblos para alquilar lo que podían pagar en los nuevos inquilinatos, y en la 57A aparecieron las primeras tabernitas para parejas del mismo sexo. Esa hijita tuya se fue llenando de bares y discotecas para personas que se amaban sin ser heterosexuales y por eso se tuvieron que esconder durante mucho tiempo, hasta la despenalización de “los delitos contra la libertad y el honor sexuales” en 1981. Fueron ellos los que te llenaron de gente. En el 2017 se besaron treinta mil homosexuales en ese pedacito de tierra conquistada, celebrando la única cosa que los une desde 1998: la marcha del orgullo gay. Emocionate que llegaron los que te quieren así, bien torcida.

Por eso hoy te están lavando. Por tus aceras corre agua sucia, pero no es la de La Loca. Hay un carro de Empresas Varias con mangueras de agua que dirigen a los muros una cuadrilla de trabajadores y vecinos con escobas cepillan la suciedad del tiempo que está pegada en las paredes, en los techos. Un hombrecito acurrucado en sus rodillas te está aflojando con un cuchillo un año de chicles pegados en el piso. Los propietarios de los negocios de la noche están imaginando con el hombre que viene de la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU), esa oficina donde están los dirigentes que construyen la ciudad del presente, cómo te quieren ver en el futuro. Dicen que te van a sembrar árboles que acompañen esas cuatro palmeras solitarias que sobreviven entre el asfalto, te van a ampliar las aceras para que puedan sacar sillitas y hacer ferias gastronómicas o hasta ferias del libro para que también estés viva de día. Dicen que te van a cambiar las fachadas de los negocios que tenés encima para que todos se parezcan y den esa sensación de… bulevar, vos sabés, cada generación de dirigentes se obsesiona con algo, y los de este siglo XXI se obsesionaron con embellecer el espacio público.

Mientras ellos sueñan vos seguís ahí debajo de la catedral y debajo de vos sigue La Loca, esa que a veces se deja oír cuando el fantasma de don Tomás Carrasquilla sale del salón donde están las criptas y abre la puerta de madera maciza que hay en el sótano de la iglesia para dejarla rugir.

P.D. Torcida. Acordate en el futuro que si estás en el mapa de Medellín es por torcida. UC

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