Número 93, diciembre 2017

Saga sin familia
Líderman Vásquez. Ilustración: Verónica Velásquez

Ilustración: Verónica Velásquez

 
Las dos eran bonitas, coquetas, amantes de la ropa cara y la vida regalada. En el estudio nunca rindieron y siempre tenían a mano un espejo. Eran hermanas. La mayor, blanca y de cabellos muy negros, se llamaba Yurledis; la menor, aindiada y también de cabellos negros, Yuley Tatiana. Meticulosas en el aseo corporal, podían, sin embargo, vivir en medio de la suciedad. Se rumoraba que ambas, para aprobar matemáticas, accedieron prontas a los requerimientos de un profesor. El padre consiguió algo de dinero durante la bonanza cocalera y desapareció dejando algunas cabezas de ganado y un almacén bien surtido en el sector comercial del pueblo. Decían que había pasado la frontera y vivía en Barquisimeto con otra mujer. La madre, todavía joven, se metió con un policía. El ganado fue desapareciendo gradualmente, luego la finca. Cuando trasladaron al policía el almacén, lo único que les quedaba, se veía un poco saqueado.

Por los días en que los paras se tomaron Tibú, andaban entre los quince y dieciséis años. No asistían al colegio porque la madre decidió que era una bobada perder el tiempo con muchachas que lo único que aprobaban era la presentación personal, así que las puso a trabajar en el almacén.

Mucha gente huía aterrorizada. Las fincas eran abandonadas, ocupadas por paras y luego vendidas a políticos o empresarios que recién llegaban a la región. Quienes no huían, sobrevivían al horror volviéndose insensibles. Entre Tibú y La Gabarra a una mujer la bajaron del bus y, delante de los otros pasajeros, la partieron en dos con una motosierra, de la frente a la vagina, luego la picaron, la metieron en una bolsa y la llevaron a La Gabarra. Historias parecidas eran el pan cotidiano.

Los paras, dueños del pueblo, se paseaban en sus motos, gastaban dinero en las tabernas, imponían la ley y limpiaban las calles de viciosos. Si tenías una deuda con un vecino hablabas con un para, le decías que el fulano era de la guerrilla, y la deuda quedaba zanjada. De esta manera se arreglaban las cosas. Las muchachas del pueblo, incluyendo a las dos hermanas, andaban locas por Johan, el para más apuesto. Sin mucho esfuerzo conquistó a Yurledis y, muy pronto, se fueron a vivir juntos. Los hombres monstruosos tienen un rasgo que acentúa aún más la monstruosidad: el de Johan era el gran amor, sincero, que sentía por Yurledis. Desde que conoció a la muchacha dio muestras de fidelidad.

Vivían en una casa contigua a la estación de policía, llena de muebles nuevos que, en su conjunto, ejemplificaban lo que es el mal gusto. Los fines de semana se iban para Cúcuta con las maletas vacías y volvían con ellas llenas. Yurledis se encontraba en su elemento estrenando ropa de marca, paseando los fines de semana, rumbeando en las tabernas del pueblo, exhibiendo la imagen de esposa joven, bella y adinerada.

En poco tiempo quedó embarazada. Era tan cuidadoso, tan tierno con la joven en estado de gravidez, que la gente, conociendo como conocía el monstruoso prontuario, admiraba la delicadeza de su trato.

Yuley Tatiana coqueteaba con uno y con otro, no se decidía. Un para, de los más crueles, le ofreció el paraíso y ella lo despreció. Salía con policías, con empleados de la alcaldía, con hijos de comerciantes adinerados. Detrás de sus veleidades estaba la sombra de Johan, el marido de su hermana, a quien deseaba entre sus arrebatos. El muchacho estaba tan enamorado de Yurledis que parecía no darse cuenta.

Nació una niña hermosa, rosada, de cabellos negrísimos como los de Yurledis. La joven madre no mostraba interés alguno por su hija, la alimentaba porque había que alimentarla, era descuidada con el aseo, la cargaba sin ganas. La niña crecía y la madre, poco a poco, volvió a las rumbas. Aprovechando las ausencias de Johan, ocupado en sus masacres, empezó nuevamente a frecuentar las tabernas, coqueteaba con policías, con soldados antiguerrilla. Pronto hubo problemas, discusiones, y cuando Johan se atrevió a golpearla, la joven, sin pensarlo dos veces, lo abandonó. Estuvo unos días en casa de su madre, pero muy pronto, ayudada por esta, alquiló una pieza. Feliz con su nieta, para la abuela no fue difícil asumir la crianza de la niña. Ahora Yurledis estaba a sus anchas y Johan, herido en su orgullo, volvió al licor, al perico, a las mujeres. Se le veía en las tabernas acompañado de dos y hasta tres muchachas, jovencitas de La Gabarra fascinadas por el dinero y el poder. Detrás de los excesos había un hombre débil, desengañado, sin voluntad. Solo bastaba que apareciera Yurledis para que Johan corriera a suplicarle. Porque guardaba la esperanza de que la muchacha volviera con él, no había matado a ninguno de los hombres con los que salía Yurledis.

Una noche en que las tabernas estaban medio vacías Johan conversaba con James, el para que estaba enamorado de Yuley. Hablaban de ganado, de cómo expandir sus tierras —ahora eran propietarios— desplazando a más campesinos de la región. Necesitaban el visto bueno de los jefes y para ello debían hacerlos aparecer como colaboradores de la guerrilla.
—Es muy fácil.
—¿Cómo?
—Les organizamos caletas, luego lanzamos el rumor.
—¿Caletas de qué?
—¡Pues qué va a ser! Armas, papá. Armas para la guerrilla.

En esas estaban cuando apareció Yuley con un hermano del alcalde. James apuró, en menos de dos minutos, tres tragos bien colmados de whisky, fue al baño a darse un pase de perico y cuando volvió la pareja bailaba, pegaditos como dos enamorados. La cara le ardía. Johan lucía pensativo, triste.
—Qué pasa parce… ¿Pensando en la mujer o qué?
—No me hable de eso hermano…
—Saquemos a bailar a esa perra.
James se dirigió a la barra a pedir un vallenato. El hermano del alcalde tenía a Yuley amacizada, la mano derecha ejerciendo presión en la zona lumbar, casi tocando las nalgas bien formadas de la muchacha.
—Perra…
—Sáquela a bailar —dijo Johan.
La muchacha no aceptó bailar con James, en cambio, cuando Johan le tendió la mano, sonrió complacida. Bailaron sin mucha gracia, más bien despegados porque Johan no sabía bailar.

Cuando la pareja se marchó Johan fue al baño a darse un toque de perico y James pidió otra botella de Buchanan’s. Tomaron hasta las doce de la noche, esnifaron coca, hablaron de mujeres, de masacres en las que ambos habían participado. De pronto, como si lo hubiera estado rumiando durante mucho tiempo, James dijo:
—Le tengo un negocio, pero aquí no lo podemos tratar.
—¿Negocio de qué? —Le dije que aquí no lo podemos tratar. Vamos a mi finca. Yo lo regreso a su casa.
—Deme una pista.
—En la finca le cuento.

La Toyota último modelo arrancó a toda. Dos muchachas, traídas de veredas cercanas, para el gasto, como solían decir, los recibieron. Era costumbre de James conseguir muchachas baratas con quien desfogarse. Siguieron tomando, conversando y dándole al perico. Cuando lo del negocio parecía olvidado James llevó a Johan a una habitación, sacó una maleta del clóset, una maleta llena de dólares. Apartó varios fajos y volvió a guardarla.
—En pesos de los nuestros son cincuenta melones.
—¿Qué hay que hacer?
—Matar a Yuley.

Johan estuvo callado mucho rato, pensando en Yuley, que a esa hora estaría mamándoselo al hermano del alcalde. También pasaban por su mente imágenes de Yurledis en la intimidad de alguna habitación, gimiendo, haciendo ese rictus obsceno, inconsciente, que en ella representaba el clímax total.
—¿Y cuánto vale el hermano del alcalde?
—Por ahora encárgate de tu cuñada.

Despertó al mediodía con un fuerte dolor de cabeza. Sobre la mesa de noche había unas papeletas de perico y un fajo de dólares. Los dólares eran la confirmación del negocio que había cerrado la noche anterior. En el vidrio de la mesita de noche vació dos papeletas, formando un espiral, y, a continuación, aspiró. Sonó el teléfono y lo dejó repicar hasta que alguien del otro lado colgó. Iba a meterse al baño cuando nuevamente el teléfono repicó.
—Aló... Parce... Sí, hoy mismo o mañana por la mañana... ¿Hoy?... Está bien… Sí, sé dónde es, claro... ¿Una fosa?... Listo hermano… Bien… Sí.
Todo estaba preparado. “No va a quedar ni rastro de la Yuley, por puta”, pensó.

El plan era invitarla a Cúcuta y a mitad de camino tomar una trocha. Había un hueco esperando a la muchacha, él solo tenía que volverla cadáver, otros completarían el trabajo. Con el agua desapareció la resaca, la sensación de embotamiento, como si le hubieran inyectado toda la energía perdida. Dio varias vueltas en la moto y en una calle, sin gente a esa hora, vio a Yuley. La abordó. Ella, muy lanzada, buscó sus labios, se le pegó tanto que él sintió la dureza de uno de sus senos. Como medio en broma, como medio en serio, tanteándola, la invitó a Cúcuta y la muchacha, sin pensarlo dos veces trepó a la moto y arrancaron a toda velocidad. Una hora después Yuley, de dieciséis años, yacía en el fondo de una fosa, dos metros bajo tierra.

Ni siquiera preguntó por qué se desviaban de la carretera. La única puñalada le atravesó el corazón. Murió sin darse cuenta de que moría. Dos paras, tan jóvenes como ella, la arrastraron hasta la fosa y terminaron el trabajo.

Solo cuatro días después la madre notó la ausencia de Yuley. Pensó, inicialmente, que estaba donde unos primos de Cúcuta, y cuando llamó, le dijeron que no la veían desde hacía como cinco meses. Indagó entre los amigos y nadie sabía nada. Con todo, la madre guardaba alguna esperanza. “A lo mejor se fue con un hombre”, pensaba, “ya está grandecita, sabe lo que hace”.

Después de la vuelta, como dicen ahora, Johan hizo una siesta. Esa noche encontró a Yurledis rumbeando en la taberna de la noche anterior. Hablaron.
—Mañana pase por la casa… Le tengo un dinero para los gastos de la niña.
—¿A qué horas?
—En la mañana; usted sabe que siempre me levanto temprano.

Unos amigos, también paras, le hicieron señas desde una mesa como invitándolo. No aceptó. Los saludó agitando la mano y salió. James lo esperaba en su finca. Había Buchanan’s, perico y cuatro muchachas de Cúcuta.
—Buen trabajo —fue el saludo de James.
—Hablemos de otra cosa.
—Mire lo que le tengo.
Una de las muchachas se acercó sonriendo.
—Relájalo que anda tenso —ordenó James.

La muchacha lo arrastró hasta la cocina y ahí, arrodillada, como una colegiala que cumple sus deberes, se lo mamó. Cuando estaba próximo a eyacular sacó el miembro de la boca y el semen cayó sobre la cara de la joven. El resto de la noche, hasta que recordó que debía estar temprano en la casa, fue repetitivo: licor, perico, y sexo oral, al parecer la especialidad de las muchachas.

A eso del mediodía apareció Yurledis. Estaba bonita, provocativa, igual o más que antes del embarazo. Le entregó setecientos mil pesos y cuando la muchacha iba a salir la retuvo, la abrazó por detrás, intentó besarla, le rogó que volvieran. La decisión de Yurledis era irrevocable: No. El abrazo terminó en forcejeo.
—Si haces el amor conmigo te doy quinientos mil pesos.

La resistencia fue mermando y, despacio, como luces que lentamente iluminan el escenario, fueron apareciendo las caricias. Otra vez vio en los labios de Yurledis el rictus de placer que tanto lo obsesionaba. Hicieron el amor y al final, como a cualquier puta de ocasión, le entregó los quinientos mil pesos. “Si supieras —pensó— con qué dinero te estoy pagando”.
—La próxima me haces una rebajita — dijo, cuando la muchacha estaba en la puerta.

Inicialmente no experimentó rabia ni tristeza, pero a medida que fueron pasando las horas sintió un bajón y deseos de matar a alguien. Estuvo en las tabernas esa noche y como a la una, todo periqueado, algo ebrio y con las mismas ganas de matar, salió volado en la moto. Al día siguiente, a la salida del pueblo, encontraron el cadáver de un gay. Le habían dado trece puñaladas.

Ahora evitaba encontrarla y dejaba el dinero con la mamá de Yurledis. La mujer, todavía joven y bastante atractiva, lo recibía bien, incluso, con cierta coquetería. La primera vez, junto con el dinero para la niña, le dio doscientos mil pesos.
—Para usted —dijo.

Tomó la costumbre de ir a ver a la niña día por medio y siempre llevaba un detalle para la suegra. Una de esas tardes el besito no fue en la mejilla sino en la boca. La mujer opuso algo de resistencia, fingida, lo que volvió más picante el encuentro. Empezaron en la sala y terminaron en la cocina. El semen inundó la cara de la mujer. Esa, y todas las veces, dejaba cincuenta mil pesos encima de la nevera. Era su venganza.

Nunca descartó la posibilidad de una reconciliación. Aunque tenía otras mujeres, incluida la suegra, Yurledis estaba siempre en su pensamiento. Sabía que la falta de dinero obligaría a la muchacha a buscarlo y ahora, como este no llegaba directamente a ella, era probable que desesperara e intentara por todos los medios arreglar las cosas. Estaba equivocado. Yurledis hacía frecuentes viajes a Cúcuta donde, a través de una agencia, ejercía el oficio de prepago, trabajo del que obtenía buenos ingresos gracias a que desde el principio tuvo la intuición de prestar sus servicios solo a hombres mayores, entre los que se incluían políticos e industriales exitosos.

Una noche la abordó en el parque del pueblo y lo que empezó como un saludo normal terminó en la más encarnizada discusión, en cachetadas y en insultos. Por primera vez sintió deseos de matarla.

Las masacres habían alcanzado el punto de mayor intensidad en todo el país y Johan, que ahora era comandante, tenía demasiado trabajo, demasiadas cosas que atender, por eso, aunque Yurledis estaba en su mente todo el tiempo, dejó de molestarla. A veces se ausentaba quince, veinte días. Volvía, y, al día siguiente, se marchaba nuevamente, la mayoría de las veces a zonas distantes. La suegra lo atendía con diligencia, le corría en todo: agüita caliente para los pies, masajitos con cremas, mamaditas como a él le gustaban. Le decía papito. Johan, aunque no era muy consciente de ello, estaba amañado con la suegra, le sabía bueno el caldo de gallina madura, como deben estar las gallinas para el caldo.

Tenía meses de no ver a Yurledis, que ahora, ocupada en sus quehaceres, vivía casi todo el tiempo en Cúcuta, y, muy poco, en Tibú. Había madurado minuciosamente la venganza definitiva. Al lado de la fosa donde estaba Yuley otra fosa, mucho más honda, esperaba. Todo salió como lo había planeado. Luego de veinte días de ausencia llamó a Yurledis y le ofreció tres millones de pesos por estar con él un fin de semana. Había tenido la precaución de no pasar por Tibú. La paseó por todos los moteles de Cúcuta, la compartió con dos paras que le ayudaron a completar el trabajo, la vio follar con dos hombres al tiempo y vio, ya sin deseo, el rictus obsceno de sus labios, lo que más le gustaba de ella.

Antes de matarla le señaló el lugar donde yacía Yuley. Experto como era en el manejo del puñal, que no hace ruido, atravesó el corazón de la muchacha que, en honor a la verdad, sufrió poco.

No buscó las tabernas esa noche como era su costumbre después de tantos días por fuera, decidió estar solo, recogido en la casa donde había vivido algunos meses con Yurledis. Se durmió pensando rehacer su vida en otra parte, vender las fincas, el ganado, deseando meter los pies en agua caliente, sentir unas manos suaves frotándole le espalda. “Me la llevaré, a ella y a la niña”, dijo, y se entregó al sueño.UC

 
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