Número 93, diciembre 2017

Criatura divina
David E. Guzmán. Ilustración: Camila López

Ilustración: Camila López

 
Todos sospechábamos que Caliche no iba a ir a la finca del tío Fernando para pasar las fiestas navideñas. Era claro que repudiaba nuestro ambiente familiar donde se confabulaban la debilidad de su espíritu y la crueldad de tíos y primos para aniquilarlo a punta de burlas. Y en época de fin de año su alma delicada sufría aún más con el comportamiento violento de algunos familiares que afloraba sin piedad en momentos como la matada del marrano, el baile con orquesta, la cabalgata con caballo brioso, la pelea del borracho agresivo. Todo le resultaba aborrecible y demasiado ajeno. Yo lo entendía, era el primo diferente, al que le tocaba montar en bus, el estudioso y reservado, el que había crecido lejos de los privilegios y las mañas de la camada arribista y politiquera.

Un 25 de diciembre, después de haber sido objeto de burlas durante la Nochebuena, me dijo, Los tíos son unos trovadores hijueputas. Para qué venís, marica, le respondí. Hacía unos años habíamos jugado fútbol en el mismo equipo, en una atmósfera ajena a la familia, y por eso nos teníamos confianza; quizás en esas fiestas del 24 y el 31 él me veía como un salvavidas de dónde agarrarse. Y así era durante las primeras escenas de la jornada, pero cuando el ambiente se iba calentando y empezaban a bataniarlo, me iba haciendo a un lado, me mimetizaba con otros primos y al final terminaba en el bando burletero. Para qué venís, le repetía. Y él me decía, con un libro de James Joyce en las manos, Para darle gusto a mi mamá, quién se la aguanta si no vengo.

Caliche era de la rama pobre de la familia; a su madre, la tía Fabiola, le solían empacar las viandas que sobraban de las cenas navideñas. ¿Hace cuánto no comés carnita, Liche?, decía algún tío y se escuchaban risas contagiosas. O si de pronto se servía de una botella de whisky, que había de sobra, le decían que le iban a salir llagas en la boca. U otro primo más joven le decía, ¡Esos ribuc son más piratas que Morgan! Eran las cosas que tenía que soportar Caliche cuando iba a la finca. Las tías lo querían mucho, todos lo queríamos, pero siempre, en toda reunión, lo cogían de tema y se burlaban del papá que era profesor en un colegio, y le preguntaban que si el viejo todavía daba clase con la ropa del 75. Y la gente se asfixiaba de la risa delante de Caliche. Oíste, Cali, ¿entonces lo único que le vas a heredar a tu papá es la ropa?, y más risas se oían. Algunos lo azuzaban para que desfilara con su anticuada pantaloneta de baño. Caliche tragaba saliva porque en efecto usaba una pantalonetica narizona que revelaba que aún no le habían bajado del todo los testículos, entonces sonreía con un poco de odio, o tal vez mucho, y si por arte de magia se hubiera visto armado con un changón, lo más seguro es que lo hubiera descargado íntegro contra todos. Pero Caliche era una paloma, o mejor, una tórtola, y con sabiduría y paciencia manejaba la noche. Al final, cuando ya lo habían vuelto nada y todo el mundo se emborrachaba, él se emborrachaba también. Jamás ponía problema o humillaba a alguien con sus ideas complejas de la vida y la existencia. ¿De dónde sacás tanta maricada?, le preguntaba, y respondía, ¿Vos no te hacés preguntas?

Aquella vez reaparecía después de dos diciembres. Me sorprendió verlo llegar con su mochilita jipi al hombro, entre Fabiola y Karen, su hermanita; era a los únicos que el tío Fernando mandaba a recoger. Fue y me saludó alegre pero excusándose, Me figuró venir, mi mamá me dijo que eso era lo que quería de regalo. Se había graduado de bachillerato y estaba recogiendo plata para irse a estudiar literatura a Bogotá. Por eso le metí en la cabeza que tenía que ganarse los ochocientos mil pesos que entregaba el tío Fernando al afortunado que encontrara al niñodios, un buen billete por una figurita de plástico blando con la forma del Divino Niño en pañales reposando en su lecho. Cada 24 de diciembre lo escondían en algún lugar de la finca y era la principal atracción, la única que convocaba a niños, jóvenes, adultos y ancianos; a veces tardábamos un día en encontrarlo, otras veces aparecía al escarbar los primeros musgos. Era tradición hacer equipos de cuatro o cinco personas y repartirse el premio. Caliche se entusiasmó y me propuso que nos uniéramos, le dije que listo, y le prometí que si hallábamos el niño le dejaba más de la mitad del “traído”. Era muy difícil encontrarlo, siempre eran las primas o los primos más pequeños los que se ganaban la plata, los demás nos cansábamos de buscar, perdíamos el interés y nos dedicábamos a tirar voladores, bailar, beber y comer.

Ese 24 Cali estuvo pendiente de cualquier detalle que le diera una pista sobre el escondite del niño. No sabíamos si ya estaba escondido o si apenas lo iban a esconder. La búsqueda solo podía empezar a la medianoche, una regla que perjudicaba a los que se acostaban temprano o a los que se juagaban muy rápido. Con estallidos de pólvora a lo lejos, el tío Fernando salió insultando y disparó al cielo como era su costumbre. Esta vez con más cuidado porque el año anterior había matado una guacamaya que había comprado en Cristo Rey y a la que le había mandado a hacer una casa especial en un árbol.

Todo el mundo empezó a buscar al niño. A mí me servía la platica y además era una buena venganza que Caliche cobrara el jugoso botín. Pronto descartamos la sala y los alrededores del árbol de navidad. Por allí vimos borracho a Leoncho, el tío más tomatrago. Era una roca tirada en el sofá, con su melena crespa y reblujada, su camisa tropical abierta y una bermuda mal puesta. Caliche me susurraba que había visto a la tía Lucely muy sospechosa merodeando al tío, entonces levantamos los cojines del sofá, a ver si aparecía el niño en algún borde, en algún pliegue. Metíamos nuestras manos hasta el fondo de las ranuras y Leoncho no se despertaba, le levantamos la espalda y lo volteamos para verificar en el último intersticio entre los cojines y no tuvimos suerte.

Alrededor de una fogata terminamos la noche, los tíos cogieron las guitarras y empezaron a improvisar trovas. Cali estaba pasando bueno hasta que los humoristas se dedicaron a componer estrofas para ridiculizarlo. Por eso al otro día repetía que los tíos eran unos trovadores hijueputas; masticando esa amargura se fue solo para la piscina, sin desayunar, para aprovecharla mientras llegaba la gente. Yo me quedé metido en el sleeping, en el piso, desde donde veía a Leoncho en su misma pose de la noche. A los plebeyos, cinco o seis solteros entre los 16 y los 40, siempre nos acomodaban en la sala. De pronto, Leoncho se levantó, sacó una Karla de la nevera y anunció que iba a pasar el guayabo en la piscina. Salió con pasos torpes y mandándose pequeños tragos, empuñando la botella por el pico. Ahí mismo me abalancé sobre el sofá para quitar los cojines, pero no había nada salvo el hedor etílico impregnado en las telas.

Pobre Caliche, pensé, ahora Leoncho lo va a coger por su cuenta. Con su pantaloneta larga de palmeras coloridas no podía evitar gozarse a Cali con su obsoleta pantaloneta de baño. Fui a su rescate, pero cuando llegué cada uno estaba en lo suyo: Caliche en la piscina con su nadado de perro y el tío Leoncho sentado en una mesa, con la cabeza descolgada y la mirada perdida en el piso. Regresé a la casa, la gente se estaba despertando, que quihubo, que si ya encontraron al niñojesús, que nada, y todos pensando en el desayuno y en buscar al niño, entonces era común ver a una tía molestando con toqueteos y miradas las matas del jardín, o a un primo husmeando en la casa de muñecas, y no faltaba quien levantara la campana del quesito con cierta esperanza. No sería raro, a veces elegían unos escondites traídos de los cabellos.

Caliche se amilanó y se quedó metido en la piscina. Andá a buscar vos si querés, me dijo, si encontrás ese cabrón la plata es tuya. Y siguió con su nadado de perro de aquí para allá. Yo me quedé en la mesa con Leoncho y le robé cerveza mientras me detallaba su aspecto. De repente se paró y se quitó la camisa. Todavía estaba borracho. Cogió impulso y dijo que se iba a tirar un clavado. ¡Quitate langaruto!, le gritó, y Caliche usó las piernas como los tentáculos de una aguamala para alejarse de espaldas. El tío corrió con su barriguita de cuarentón y se lanzó aparatoso, ocasionando un breve tsunami que poco a poco se fue apaciguando a la vez que emergía cada vez más nítido el niñodios flotando en las olas. En ese momento llegaron varios primos por el escándalo de Leoncho y no tuve otra opción que lanzarme a las aguas en piyama. La criatura divina había pernoctado en los crespos del tío y ahora nacía en un parto acuático, muy a la moda. Atrapé la joya en mi puño y nadé hasta donde Caliche. ¡Maricas, lo encontramos, lo encontramos!, grité mientras chapaleaba de felicidad y sumergía a Cali hundiéndolo de la cabeza. Nuestra ruidosa celebración dejó al divinoniño flotando, entonces Caliche lo rescató de un zarpazo y tras un silencio se lo mostró a la multitud con su mano en alto, El niño, ¡hijueputas!UC

 
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