Número 93, diciembre 2017

Besos de payasa
Luis Miguel Rivas. Ilustración: Hansel Obando

Ilustración: Hansel Obando

Aquella aventura pasional con la payasa Wendy tuvo varios y complejos niveles. Por eso me molestó tanto que algunos redujeran mi versión de los hechos a las fáciles etiquetas de machismo, homofobia o incluso “mirada payasofóbica”, como dio en llamarlo un airado forista en internet.

Todo empezó con la propuesta de una revista bogotana para escribir en la sección patrocinada por la marca de teléfonos Ericsson. Pagaban bien y me daban un aparato del último modelo con el que debía tomar tres fotos y entregarlas junto con una crónica de dos páginas. Era un teléfono con funciones inusitadas para ese 2007, como la posibilidad de hablar viendo al interlocutor en la pantalla, a la mejor manera del reloj de Dick Tracy. Un artefacto sofisticadísimo que siempre lamenté no haber auscultado adecuadamente hasta encontrar las funciones telepáticas que estaba seguro debía tener.

El fin de semana previo a la fecha de entrega fue primero de mayo, día de la marcha mundial de los trabajadores, que en Bogotá termina su recorrido en la Plaza de Bolívar. Era un año de especial agitación social y tensión política. Como hoy, como hace un siglo. Decidí cumplir mi compromiso haciendo un registro del evento, en parte por la importancia del tema y en parte porque me había cogido el día. Llegué como a las cuatro de la tarde y me metí en el corazón de la marcha, tanteando la realidad con ávido y egocéntrico ojo de cronista contemporáneo. Había cierta tensión, cierta rabia, cierta violencia contenida en el ambiente. Como hoy, como hace un siglo.

Al final de la tarde, cuando la movilización se acercaba a la casa de gobierno, la iracundia estalló en forma de rocas y palos contra los escudos de los antimotines. Luego un vendaval de papas bomba hizo parábolas en el aire y cayó en estruendosas explosiones caseras a los pies y detrás de la muralla policiva, de donde salían columnas de agua como palazos que tiraban la gente contra el pavimento. Bombas molotov fueron y gases lacrimógenos vinieron. Carreras, bolillazos, gritos, confusión, tropel. Y en el momento de mayor paroxismo, cuando las tanquetas arremetieron entre bataholas de humo y detonaciones, vi aparecer en medio de la hecatombe, como surgida del asfalto, junto a uno de los tanques, la figura grácil, liviana y sonriente de una payasa: ancho vestido rojo de boleros con pepas amarillas, gigante nariz redonda sobre una amplia sonrisa blanca pintada alrededor de una sonrisa natural, y el pelo recogido en dos moñas como pequeñas orejas de Minnie Mouse. Observé atónito sus morisquetas de niña en medio del maremágnum y luego la enfoqué con mi súper celular. Ella posó pelando sus minúsculos dientes de ratón. Así salió en la foto publicada en la revista: la mano levantada en signo de victoria y el rostro radiante, como si a su espalda no la acechara un tanque de guerra sino un lindo gatito. Era el acto de rebeldía más sublime que había visto. La revolución de la ternura y la belleza.

Esas fueron las circunstancias que narré en la crónica difundida semanas después por la revista. Lo que ocurrió luego de la marcha, mi historia pasional con la payasa, fue el tema del artículo que publiqué posteriormente, para mi desgracia, en el blog personal Desahogo. A grandes rasgos estos fueron los hechos: Tomadas las fotos, la payasa y yo nos miramos por un instante y una explosión como la de los alrededores chispeó entre los dos. La tanqueta avanzó retumbando y la mujer corrió perdiéndose entre la multitud.

En la noche, caminaba por una calle del barrio Ricaurte con su imagen entre ceja y ceja, cuando la vi aparecer, otra vez como surgiendo del pavimento, en la esquina de la Once con Veintinueve. La abordé. Me reconoció y sus ojos (tal cual los míos) volvieron a brillar. La manga derecha del traje estaba desgarrada, con salpicaduras de sangre, pero ella reía sin darle importancia. Saqué mi súper celular y le mostré la imagen que había captado, orgulloso de mi ojo fotográfico y de la tecnología de la que era poseedor, esperando que ambas cualidades me ayudaran a ganar su admiración. Miró el teléfono con un desdén que inicialmente confundí con extrañeza. La sonrisa pintada continuó inmutable pero la de su boca carnosa se tensó.
—¿Sabes qué pasó con los muchachos a los que agarró la policía? —preguntó.
—Ni idea —contesté apresurado y seguí pasando las imágenes con el dedo sobre la pantalla en un acto que para la época era casi magia.
—¿Para dónde son las fotos? —preguntó sin atender mi acción.
Pronuncié el prestigioso nombre de la revista con suficiencia. Sus ojos se endurecieron. Pero el gesto de disgusto quedó a medio camino cuando declaré con devoción:
—Yo solo quería volverla a ver, no he hecho más que pensar en usted.

La frialdad de la mirada cedió y la sonrisa se volvió a insinuar. Parecía molesta y atraída a la vez. Como si yo le gustara pero tuviera que despreciarme. La invité a tomar algo. Contestó que tenía una fiesta esa noche y luego de dudar un momento me propuso acompañarla. Era una parranda de saltimbanquis, maromeros, payasos y contorsionistas. Cirqueros militantes que se jugaban la vida en el compromiso de transformar la mentalidad beligerante del mundo a través del circo. Fuimos a un rincón del local y hablamos largamente mirándonos a los ojos, olvidados de las injusticias. En un momento juntamos nuestros rostros y cuando la pelota roja de su nariz estaba a punto de apoyarse sobre el tabique de la mía sonó el celular. Era el editor de la revista preguntando cómo iba con el artículo y cuál tema había escogido. Le mencioné la marcha y se ofuscó. Justifiqué mi tema con febles argumentos mientras ella escuchaba molesta. Cuando corté había desaparecido. No la volví a ver en toda la noche y terminé emborrachándome con un hombre araña y una hada enanos que al final me llevaron a la casa.

Esa semana, a través de los enanos, conseguí su número telefónico y la llamé. Accedió a que nos viéramos sin mucho entusiasmo, pero cuando estuvimos frente a frente su mirada volvió a brillar. Llevaba un vestido a rayas naranjas y violetas y una nariz verde arqueada hacia arriba como un dedo pulgar. La acompañé a una función en una escuela primaria y luego fuimos a mi casa. Tomamos vino y procedimos a la pasión. En el momento más frenético, cuando los besos habían descorrido gran parte de la pintura de su sonrisa exterior, sonó el teléfono. El editor habló tan fuerte que el aparato parecía en altavoz.
—¡Jorge, este artículo está muy mamerto! No olvides el tipo de público que lee la revista.

Lo despaché lo más rápido que pude prometiéndole revisar el texto. Cuando giré hacia Wendy encontré la mirada fría y la boca apretada. Pregunté si pasaba algo y se limitó a forzar un gesto de condescendencia. Con la música y el licor recuperamos nuestra atmósfera, pero el ringtone volvió a irrumpir. Esta vez ella agarró el teléfono y con un movimiento firme casi lo sembró sobre la mesa. Luego sacó de su maletín un lazo de colores y giró hacia mí con un gesto perverso que me excitó.
—Juguemos —dijo.

Una vez desnudo y amarrado a la cama se sentó en mi abdomen y me besó con exasperada brusquedad mientras el ringtone insistía enfático y desesperante, como el llanto de un bebé. Cuando levantó la cabeza vi en sus ojos el ardor encendido de un odio enconado que le venía de lo más profundo. Súbitamente saltó de la cama y empezó a ultrajarme, fuera de sí. Vendido, oportunista, indolente, fueron las palabras más decentes que pronunció; las demás: un amasijo de pantano y hiel que no quiero repetir. Parecía tomando venganza, a través mío, de alguna humillación innombrable. Recibí abrumado toda la rabia agazapada detrás de la ternura, el reverso de su angelicalidad. Al final me escupió y salió llevándose mi celular.

Nunca más la volví a ver. Ni los enanos ni ella volvieron a contestar el teléfono. Fue entonces cuando escribí aquel artículo visceral, resentido contra ella y contra el resentimiento. Dolido por la pérdida del amor y de mi celular. En algunos párrafos generalicé para darle un aire objetivo a mi resquemor y hablé de la volubilidad y la perversidad de lo femenino. Pero creo que lo que más levantó ampolla fue el título que le di al texto: “Vieja hijueputa”.

No tardé en recibir una avalancha de insultos parecidos a los que había escuchado de boca de Wendy, provenientes de mujeres desconocidas. Macho atarbán androcéntrico, vil piltrafa, fueron las expresiones más decentes que recuerdo. Muchos de los improperios no tenían que ver con el artículo y era evidente que quienes los escribieron solo habían leído el título.

La situación se hizo insostenible y tuve que cerrar la cuenta de Facebook. Reflexioné sobre mi desafuero catártico y concluí que mi rabia no tenía que ver con las mujeres sino con una persona que, en este caso, era una mujer. Decidí volver a publicar el artículo tal cual, solo que cambiando el nombre de Wendy por el de un payaso hombre al que llamé Bartolo. Publiqué esta segunda versión bajo el título “Malparido payaso”, sin sospechar que me estaba metiendo en un problema peor. El grupo Guerra del Tercer Género inundó el foro de mi blog con frases en mayúsculas que me erigían como “otro despreciable representante de la discriminación homofóbica que caricaturiza la identidad homosexual poniéndola en el nivel de la payasada”. A su vez el Colectivo Risa o Muerte me amenazaba e insultaba por minimizar, afeminándolo, el noble oficio de los payasos. Fue uno de ellos fue quien habló de la “mirada payasofóbica”.

Atribulado pero aún decidido a contar la esencia de mi historia publiqué una tercera versión. Esta vez el ser sonriente a quien encontraba al lado de la tanqueta del ejército era un espíritu etéreo, a la vez masculino y femenino, a la vez payaso y no payaso, a la vez homosexual y hererosexual, a la vez de izquierda y de derecha, a la vez civil y militar, nimbado de belleza y nobles ideales en un primer nivel, y constituido en sus niveles internos por una densa esencia de maluquera. Y así titulé el texto: “El espíritu maluco”, al que describía como la síntesis del aspecto más sórdido de un universo mental hecho de multinacionales voraces, payasos guerreros, revistas indolentes, feministas furibundas, machistas atarbanes, gais ardidos, cronistas egocéntricos, manifestantes enardecidos, policías sanguinarios y poderes que promovían y usufructuaban todo eso. Un espíritu en cuyo centro campeaba mi propia oscuridad, mi propia maluquera. Publiqué el artículo seguro de haberme librado por fin de malas interpretaciones. Entonces empecé a recibir mensajes en los que se me trataba de periodistucho de mierda dedicado a pendejear con cuentos inventados en un país que se desbarrancaba por el abismo de la intolerancia. Que dejara de hacerme pajas mentales —decía un forista del grupo Reconstrucción Nacional— y le diera cara a la dura realidad que nos avasallaba. Que dejara de ser tan payaso y tan marica.UC

 
blog comments powered by Disqus