Número 92, noviembre 2017

La prueba reina
Gisela Posada. Fotografías: Juan Fernando Ospina

 Fotografías: Juan Fernando Ospina

El pequeño buda está sobre la mesa, la luz de la mañana aún es tenue en la ventana que da al occidente de Medellín. Ella se levantó desde muy temprano para atender la primera cita del día. Pacientemente pasa el algodón húmedo con alcohol por cada una de las cartas del tarot egipcio y se cerciora de que las imágenes de los veintidós arcanos mayores y 56 menores queden limpias. Todo está dispuesto: la cama matrimonial al lado de un escritorio donde hay fotos familiares y frases de Desiderata, San Marco de León y San Antonio —el que hace volver los novios—; estampas religiosas y coloridas bajo la superficie de vidrio. El buda permanece inmóvil sobre un cenicero de plata con monedas y billetes en su base; la virgen con un niño en brazos está iluminada con velones encendidos. En el dintel de la puerta la penca con cintas rojas y verdes, amarrada a una herradura. Los diplomas de parasicología, los inciensos, las velas, así como las campanas traídas de Indonesia, dan crédito de un oficio que ha ejercido durante toda su vida. Siendo niña, Reina soñó con adivinar el futuro; cumplidos los 18 años y con dos hijos a bordo y en embarazo del tercero, que sería mujer, aprendió a leer la baraja española, el cigarrillo y las líneas de la mano con una gitana en Dabeiba, Antioquia.

El teléfono gris de disco redondo no para de sonar. Desde muy temprano comienzan a solicitar turnos, preferiblemente separan la cita para los martes y los viernes, días en los que según advierte la pitonisa, se leen mejor las cartas y sale más de lo que necesita saber. A las siete de la mañana inician las jornadas que terminan a la media noche. Un dolor de cuello queda después de tanto usar los “poderes de la mente”, dice, que solo se calma con cristales calientes de penca en la espalda y las papas recién cortadas en rodajas sujetadas por un pañuelo blanco a la cabeza. Un cansancio después de dedicar horas y horas a escuchar penas, secretos ajenos, desventuras, sueños imposibles. Una especie de radióloga de la debilidad humana.

Las lecturas del tarot las refuerza con los baños para la suerte. Los martes y viernes las botellas con las siete ramas están listas para completar las recetas sugeridas por la adivina. Ruda, albahaca, yerbabuena, limoncillo, botón de oro, romero y eucalipto, cocinadas todas juntas, son llevadas al toque final de la pócima con miel de abeja y citronela. Se debe echar por nueve días en el cuerpo y hay que repetir con los ojos cerrados la frase “Jesús de Nazaret así como entraste a Jerusalén a sacar el mal y entrar el bien, te pido que entres a mi cuerpo, saques el mal y entres el bien”.

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 Fotografías: Juan Fernando Ospina

—¿Cómo estás, Reina? —le dijo el exalcalde de Medellín.
La mañana inicia tras un tinto y algunas palabras. La visita fue creciendo en curiosidad, el cargo del consultante pendía de un hilo por orden del procurador de turno, el temido señor Ordóñez. Sin escoltas, el exalcalde de Medellín se sentó frente a doña Reina, separados por un escritorio y el fajo de cartas coloridas en el centro. Con sus manos blancas y las uñas pintadas de rojo, el tarot egipcio fue revelando una a una las imágenes, como si de una pintura se tratara. “Por su suerte, su porvenir, quién lo piensa y con quién triunfa… a su derecha…”. Allí estaban la Torre encendida en llamas, la Parca en primer plano y una noche estrellada con perros aullando, la carta de los enemigos ocultos, fueron señaladas con el dedo índice de la adivina que abrió sus ojos y luego entre suspiros, gestos contrariados y énfasis en el tono, le dijo:
—¡Usted tiene muchos enemigos, pero muchos! Una persona muy poderosa, mire aquí la carta del Emperador, lo quiere es aniquilar, pero no se preocupe, todo saldrá adelante. Lo que se viene para usted es mejor que lo que está sucediendo ahora y las cosas estarán bien, mire aquí el sol venciendo el peligro y usted saliendo adelante de todos los obstáculos. A usted no le va a pasar nada, esté tranquilo.

A los tres días del encuentro inhabilitaron por quince años al exalcalde. En una llamada por teléfono llegó el reclamo.
—Oye, Reina, ¿no dijiste pues que a él no le iba a pasar nada?, le dieron inhabilidad.
—¿Y qué es inhabilidad? Yo no sé qué es eso y además en el tarot eso no sale. Yo estoy segura de que todo saldrá bien y que no tiene de qué preocuparse.

Al cabo de dos años, en el 2014, una decisión del Consejo de Estado retrocedió aquello que parecía irreversible, el exalcalde de Medellín restauró su dignidad y quedó exonerado de toda culpa.

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En el parto, a su madre le pusieron los santos óleos, ya que peligraba su vida y la de la niña. La madrugada del 7 de diciembre de 1938, con la luz de una vela, la partera recibió a Reina Mejía, la primogénita de Sofía Mejía. Y aunque a su padre nunca lo conoció, lo trae a escena cuando recuerda que este emprendió un viaje de tres días por trocha y a caballo para verla. En ese tramo al parecer se comió una lata de sardinas con fecha vencida y murió. “Soy hija natural”, dice, y hace énfasis en que Luis Eduardo Salazar, su padre, un hombre de buena familia, alto, blanco y de ojos claros, le dejó unas casas como herencia que le fueron arrebatadas por sus tías, quienes luego vieron cómo se esfumaron de sus manos tras una inundación en Guadalupe, Antioquia. “Fue como una maldición, como no fueron para mí, no fueron para nadie”, sentencia.

A los 16 años se enamoró de un muchacho de barrio y los hijos vendrían como un milagro multiplicado, nueve en total. “Hubiera tenido veinte, treinta hijos, si hubiera podido. Estar embarazada era para mí la felicidad más grande del mundo”.

Su voz es dulce y no ha perdido el brillo con el desgaste de los años. “Yo era maestra. Estudié pedagogía en la Escuela La Modelo, que quedaba por Bolívar —cerca al Hospital San Vicente—, antes se llamaba Pedro Pablo Betancur. Tenía doce años y me encantaba estudiar, lo que más me gustaba era Historia Patria y era muy mala para el dibujo. Recién casada y con mi esposo enfermo y hospitalizado, improvisé un kínder en la sala de la casa y todos los días recibía a los niños, les cantaba canciones y así les enseñaba las vocales y refranes, algunas veces los castigaba con dos piedritas en la mano hasta que se cansaran, pero ellos me querían…”.

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 Fotografías: Juan Fernando Ospina

La mayoría de los días la casa está llena de clientas, solo algunos hombres se atreven a que les adivinen el futuro. Para ellas la lectura del tarot se ha convertido en necesidad biológica, el mundo no se mueve sin los consejos de la adivina.

A las primeras citas asistían mujeres que peligraban por ser amantes de los nuevos ricos del narcotráfico, y también otras que se disputaban un lugar entre los hombres de la mafia. Amanda Caro, por ejemplo, cabello corto y voz fuerte, manejaba directamente gran parte de los tratos, decidía y discutía de tú a tú con los grandes del negocio, como uno más. Una vez Reina la llamó para contarle que había soñado con ella, que su cabeza se había convertido en una cáscara de huevo que chocaba contra una pared y se volvía polvo. En medio de amenazas y huidas a media noche, Amanda tuvo que cambiar de residencia por ir más allá de los límites, donde hasta la propia sombra engaña; se encerró en un apartamento prestado y se dedicó a fumar y a leer revistas, con la esperanza de que la marea se calmara; una tarde que decidió sacar la cabeza para tomar un poco de aire en el pasillo del edificio, la esperaba un hombre que le apuntó en la boca y le vació completa la carga de balas que tenía.

Otra avezada y con cuero duro fue María Claudia Puerta, dueña de varias estaciones de gasolina. Se sintió con bríos para sobresalir en ese azaroso camino e intentó adueñarse de las rutas y de gran parte del personal de trabajo. Al quedarse con una mercancía y querer imponer sus propias reglas fue sometida a una muerte atroz: uno a uno le fueron arrancado los pelos de la cabeza, la piel del cuerpo y las uñas de pies y manos. El escarnio quedó claro para aquellas que buscaran compararse con los machos curtidos en el oficio.

Esas clientas patronas, las que asumían negocios por su cuenta, las que daban órdenes y eran truculentas, como los hombres curtidos en la trampa y el dinero fácil, fueron cayendo una a una. Ese efecto dominó fue afectando los ingresos de la pitonisa que logró equilibrar con la llegada de otras mujeres, “las de cuna”, que la buscaban por la fama de la cual gozaba en Medellín. Por eso la casa de doña Reina siempre se caracterizó por tener un carro lujoso enfrente.

Una de estas mujeres fue Alicia Mejía, alta, de piel color canela, ojos grandes y expresivos. No usaba ropa interior y lo hacía evidente con sus largas batas transparentes. Fue la primera en abrir un centro de belleza en El Poblado; una casa finca con árboles frutales, totumos, mangos y nísperos. Muchas mujeres de clase alta probaron allá las bondades del sauna, el turco y los masajes con mascarillas para la piel; complementados con alimentos como pan integral, miel de abeja, ajonjolí y jugo de naranja. Desnudas comenzaban a parlotear mientras se embadurnaban con barro y arcilla. Alicia era la expresión de un nuevo marketing en ascenso, con su cuerpo saludable y la viva prueba de todos los beneficios que decía ofrecer. Casi siempre llevaba su cabellera suelta y desordenada, una llamarada roja. Una vez Reina la esperaba para su infaltable cita de los martes en la tarde y ese día no paró de llover. Apareció en la puerta, con una sonrisa plena y el exquisito perfume que la distinguía, llegó con la cabeza rapada diciendo que era la última tendencia, que ello permitía crear un canal entre el universo y uno mismo y que el cuerpo era el vehículo para purificar todas las energías. Algunos años después, Alicia tuvo una crisis económica que la obligó a buscar horizontes fuera de Colombia. Le pidió a Reina que cuidara por tres meses a sus dos hijos adolescentes, mientras ella regresaba, ya que sus parientes le habían dado la espalda. Un domingo llegaron a la casa de Reina los dos muchachos, con maletas gigantes. Durante ese tiempo trastornaron la cotidianidad del barrio y les enseñaron a los pelaos de la cuadra a montar en bicicleta y a bailar Brillantina. Les regalaron camisetas, pantalones de marca y tenis que jamás habían visto. Se fueron mezclando con esa vida de barrio tan distante de la suya, y tres meses después se despidieron con lágrimas.

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La casa de Reina siempre fue un centro de atracción en el barrio Manrique, no solo por el oficio que ejercía y la fama adquirida, sino por su alegría y carisma.

Por azares de la vida esa mujer que le pronosticó una suerte tardía a un exalcalde de Medellín, era la misma que treinta años antes le vaticinara el destino a Pablo Escobar. Llegó a la casa de ese hombre que en los inicios se ganaba la vida vendiendo chance y le dijo: “Usted va a tener muchísima plata, hasta para tirar para arriba, pero ese dinero será su muerte, su perdición”. La carta de la Fortuna, que significa riqueza, salió al lado de la Torre, una de las cartas más temidas. En esos momentos Pablo Escobar no le creyó. La tía, como la bautizó para despistar a los curiosos, terminó frecuentando muchas veces al capo. Se encontraban en hoteles, en casas de amigos, en restaurantes, en fincas. La consultaba y le hacía caso para moverse y actuar. Un día, estando en la hacienda Nápoles —esa pequeña África hecha al capricho—, Pablo Escobar le preguntó por teléfono por su seguridad y ella le dijo que debía salir, que los limosneros —como les decían en clave a los policías— lo iban a coger. Inmediatamente atendió la advertencia, huyó por el río y se resguardó en Medellín.

“Un día envió una persona que me sacó a empujones de un velorio, diciéndome que él me había mandado a llamar, que debíamos salir”, cuenta Reina, “a la hora hubo una balacera tremenda y mataron a mucha gente, sin respetar siquiera al muerto en mitad de la sala”. También recuerda una novia joven y muy bonita que Pablo tenía: “Estuvo en mi casa y me dijo: ‘estoy saliendo con un guardaespaldas de Pablo, me tiene loca y estoy muy enamorada’. Yo le dije: ‘No te pongas en esas, recuerda que Pablo es muy celoso, tanto de sus rutas como de sus mujeres… aquí sale que te va a pillar’”. Meses después la encontraron a ella y a su amante en la maleta de un carro.

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 Fotografías: Juan Fernando Ospina

La mirada de Reina es juguetona, sus gestos conservan la vitalidad de una infancia añeja. A sus 79 años y con dolencias en una rodilla, después de una prótesis mal hecha, no se deja bajar de pinta: se maquilla, se arregla el pelo y por lo general se tintura de rubio; usa ropa fina, lleva siempre las uñas arregladas y sandalias brillantes. Pero ni ella ha podido escapar de sus sentencias. Descubrió la propia fatalidad el día que se leyó las cartas junto a un amigo y vio cómo iban apareciendo imágenes como la Torre y la Reina de Espadas que en el tarot, cuando aparecen juntas, significan un peligro inminente. Con estupor le dijo al hombre de estatura media, piel blanca y ojos maliciosos y pequeños: “Qué extraño Germán, veo que me van a secuestrar y la persona que está detrás de todo esto sos vos; no puede ser, vas a ayudar para que me amarren, saldré enredada en algo que no sé qué es, qué susto”. Efectivamente, dos días después fue sacada de su casa con la disculpa de un trabajo a domicilio y de unos riegos que debería echarle a un negocio que estaba salado en la avenida Las Palmas. Estuvo cinco días perdida. Al regreso, con los estragos del pánico en su cuerpo, fue hospitalizada y obligada a reposar tres meses largos. Paulatinamente se adaptó de nuevo a la cotidianidad, espantando miedos y retomando la confianza en ella y en los demás.

Ahora Reina se mueve con dificultad, basta encontrarla tomando café con leche en la sala de su casa, vestida con una manta guajira, para ver esa especie de matrona que sostiene el bastón y se prepara para atender alguna clienta o algún curioso con ganas de saber qué le depara el destino. Tiene la capacidad de reírse de todo y de todos y hasta de sacarle chistes a la tragedia. Cuando recuerda los tiempos idos, las historias vuelven, reales y vivas, como cuando sentenció, sin miedo, los cambios en la vida de actores, políticos, cantantes, negociantes, profesores, sacerdotes, prostitutas y todos aquellos que pasaron la puerta. Singular destino ese de leerle el destino a la gente, saber qué les deparan sus deseos más íntimos; ese destino lo leyó a millares, cuando el dinero fácil se movía sin pudor por calles y bolsillos. UC

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