Número 92, noviembre 2017

Cuando los otros caen
Alfonso Buitrago Londoño

Chapecoense

A unos veinte kilómetros de la pista del aeropuerto de Rionegro, el piloto de la aeronave que transportaba al equipo brasilero Chapecoense y a un grupo de periodistas volaba en picada a nueve mil pies, cuando la altura que debería tener en ese punto del recorrido era de diez mil pies. Antes de colisionar contra Cerro Gordo, en el municipio de La Unión, sin combustible y con falla eléctrica total, el avión se quedó completamente a oscuras. En el instante final de sus vidas, los pasajeros no vieron nada más.

Los últimos tres minutos y 45 segundos, el avión de Lamia planeó sin reactores. En un desesperado intento por superar el cerro, a escasos trece kilómetros del aeropuerto, el piloto levantó la parte delantera del avión. Entonces ocurrió el impacto a unos 230 kilómetros por hora. La cola chocó contra el filo de la montaña y partió la aeronave en dos.

El resto del fuselaje salió catapultado y cayó sobre la pendiente deslizándose como una avalancha que atraviesa un bosque. Por acción de la gravedad las sillas se precipitaron hacia adelante al tiempo que centenares de árboles perforaban el casco del avión y herían a sus ocupantes, convirtiendo todo en un amasijo de latas, palos y cuerpos.

***

En pocas ocasiones una ciudad se entrega a un duelo colectivo con tanto sentimiento como lo hizo Medellín el 30 de noviembre de 2016. Con excepción de la muerte de Pablo Escobar o la de Andrés Escobar —tan relacionadas y tan contradictorias—, esta ciudad, donde han ocurrido tragedias de todo tipo, con miles de muertos acumulados tan solo por la violencia de las últimas décadas, se ha negado a llorar colectivamente a sus muertos.

Más extraño aún fue que lo hiciera de forma tan masiva aquel miércoles de hace un año, pues ninguno de los fallecidos era hijo de su tierra. No eran seres queridos. Sus nombres eran desconocidos. Venían de un lugar del que apenas sabíamos por escuetas y recientes notas de prensa.

Los futbolistas del equipo brasilero Chapecoense, que tenían la misión de convertirse en héroes para sus compatriotas, no alcanzaron a llegar a su destino en el estadio Atanasio Girardot. Venían a coronar un ascenso sorpresivo, a dar el primer paso para conquistar un título internacional impensado para un equipo de fútbol humilde, salido de una pequeña ciudad de Brasil con nombre de ritmo caribeño: Chapecó.

Las fallas del piloto los hicieron caer estrepitosamente. Venían por gloria y a cambio los condujeron a la muerte. De repente, fuimos testigos de la caída y muerte de 71 personas: diecinueve jugadores, seis integrantes del cuerpo técnico, veinte periodistas, diecinueve acompañantes y siete miembros de la tripulación. Tres jugadores, dos tripulantes y un periodista sobrevivieron al impacto.

Seguimos minuto a minuto el colapso de un sueño colectivo. Un sueño que también era el nuestro, el de una hinchada. Una tragedia que le pudo haber pasado a uno de nuestros equipos, a jugadores amados, a nosotros mismos. Cuando los otros caen, ¿quién está ahí para levantarlos?

***

Pablo Monslave, 2016Meses después, en Plaza Mayor, se realizó el V Congreso Internacional de Duelo, los días 15 y 16 de junio de 2017. Una de las charlas se anunciaba como “Desde el corazón de la tragedia” y los nombres de Hernán David García Suaza y Andrés Juan Guerrero Montenegro aparecían bajo el título. En el auditorio había unas trescientas personas, casi en su totalidad pertenecientes al sector funerario. Muchos de ellos hacían parte de las llamadas “unidades de duelo”, divisiones de algunas funerarias dedicadas a prestar acompañamiento y apoyo psicológico a los deudos, pero también había dueños y directivos de funerarias, agentes comerciales y embalsamadores.

Algunos habían participado en la preparación de las víctimas del Chapecoense, realizada en alianza entre las funerarias San Vicente, Los Olivos, Medellín y Nazareno. Era un público al mismo tiempo sensible y muy difícil de conmover. Acostumbrado a lidiar con tragedias, difuntos y deudos.

A primera vista, los conferencistas parecían pilotos de la Fuerza Aérea, uniformados con trajes de campaña azul oscuro. El pelo al rape, delgados, uno más alto y risueño, de unos 1.75 metros; el otro un poco más bajo y más serio. A lo largo de la charla cambiarían de posición de un lado al otro del escenario como si fueran un dúo musical en concierto o los personajes de una obra de teatro.

Eran bomberos aeronáuticos del aeropuerto José María Córdova, un cuerpo de bomberos dedicado exclusivamente a atender emergencias del sector aeronáutico, veinticuatro horas al día, siete días a la semana, 365 días al año. Trabajaban para la empresa Airplan —que administra el aeropuerto de Rionegro— desde hacía nueve años.

Como la posibilidad de un accidente aéreo es muy poco probable, dijo Hernán García, quien tomó la palabra en primer lugar, su labor principal consiste en estudiar y entrenarse día tras día, a la espera — siempre deseada— de tener que entrar en acción. O atender casos menores de aeronaves pequeñas o incidentes puntuales que por lo general no alteran la rutina del aeropuerto ni de los viajeros.

El padre de Hernán ha sido bombero aeronáutico por más de treinta años y nunca ha tenido que atender un avión accidentado. A Hernán y a Andrés, en su primera emergencia grave, les tocó uno de los desastres aéreos más grandes sucedidos en Colombia en los últimos años: la caída del vuelo LMI 2933 de la empresa Lamia el lunes 28 de noviembre de 2016 a las 9:58 p.m.
—Conozco, por los compañeros que no pudieron estar en la tragedia, la frustración que se siente al no poder estar en el lugar del siniestro. Cuando toman la decisión de llevarnos a nosotros, porque no pueden llevarlos a todos, para uno es un honor decir que va a ir. Hay muchas emociones diferentes. Hay satisfacción por lo que se va a hacer, pero somos conscientes de que es un dolor para otros —dijo Andrés cuando tomó su turno.

Durante hora y media, los bomberos Guerrero y García contaron las intimidades de aquella noche confusa, angustiante y agridulce con tal sinceridad y desparpajo que parecía como si hubieran esperado meses para gritarle al mundo que habían estado allí. Los asistentes los miraban alelados, como si rebobinaran en sus propias cabezas una película de la que hasta entonces solo habían oído retazos.

Al finalizar la charla contarían que aparte de ser bomberos, Hernán era fundador del colectivo de cuenteros Pánico Escénico de Rionegro y Andrés era tatuador. Quedaba claro que disfrutaban contado su historia y que sabían cómo dejar una marca.

***

El local donde Andrés tatúa queda en el barrio El Porvenir, en la zona rosa de Rionegro, a media cuadra de una calle llena de bares, discotecas y restaurantes. Trabaja en un garaje decorado con afiches de festivales de tatuaje, que comparte con un colega. Suena rock pesado y me recibe vestido de negro, con camisa, jeans y tenis, el pelo engominado, la barba bien delineada y los brazos descubiertos, llenos de tatuajes. No es precisamente el personaje que uno espera que le salve la vida en un accidente aéreo.

Antes de venir a vivir a Medellín en 2003, Andrés, nacido en Armenia hace 37 años, fue testigo de un par de accidentes que recordaría cuando se convirtió en bombero, en 2008. La infancia y la adolescencia las pasó en Manizales, viviendo con una tía maestra que lo crio. Cerca de su casa vio como un carro de bomberos se salió por los bordes de un puente y cayó a un vacío de unos quince metros, estrellándose contra las rocas de un río con cauce bajo. La imagen del rescate de los bomberos muertos con un helicóptero se le quedó grabada. El segundo accidente fue en la madrugada antes de dejar la ciudad. Desde la ventana de su habitación vio cómo se incendiaba una casa vecina. Podía ver la pieza de Ana María, una vecina de diez años amiga de su primita. No podía creer en lo que estaba viendo. ¡Mi niña, mi niña, saquen a mi niña!, escuchaba a la madre gritar en la acera. Al padre también lograron sacarlo, pero la niña murió incinerada. “Quedó como un paquetico, como les pasa a los cuerpos que se queman, se encogen”.

Era la primera vez que veía personas quemadas por un incendio. Luego recuerda haber visto a los periodistas entrevistando vecinos y al otro día, ya en Medellín, el titular de un diario sensacionalista: “Hombre quema a su mujer por una presa de pollo”. Sintió rabia por no haber hecho nada y rabia con los periodistas por aprovecharse de una tragedia. Por mucho tiempo se sintió culpable y se lo recriminó.

En 2008, su cuñado John Fredy Jiménez, ingeniero de sistemas del aeropuerto Olaya Herrera, le dijo que Airplan había abierto una convocatoria para contratar y formar bomberos aeronáuticos, que se presentara. “¿Usted cuándo ha visto que se caiga un avión? Tienen gimnasio, hacen deporte y les pagan”, le dijo. Y Andrés decidió cambiar de vida. Fue uno de los cien bomberos que Airplan contrató para atender los seis aeropuertos concesionados a la compañía en Colombia. “El día que pase algo tengo que ser Superman”, se dijo recordando los accidentes que había presenciado en Manizales. Tras un breve período en el aeropuerto de Corozal, en 2009 se incorporó a la estación de bomberos del aeropuerto de Rionegro.

Hernán David García, nacido en Santa Bárbara pero criado en Rionegro, de 32 años, ha sido cuentero profesional la mitad de su vida. Hace ocho años fundó el colectivo cultural Pánico Escénico en el barrio El Porvenir para llevar sus presentaciones al espacio público del municipio. Su sede es la calle y en 2015 fueron considerados el mejor colectivo cultural del Oriente antioqueño.

Hijo de bombero, desde pequeño fue habitual de las estaciones de bomberos, pero su cuento sería otro por muchos años. En 2002 participó en el primer festival de cuenteros del Oriente antioqueño y se lo ganó. Desde entonces se involucró con la movida de la cuentería en Medellín y conoció a Viva Palabra y a Róbinson Posada, el conocido Parcero del Popular No8, con quien empezó a trabajar. Se convirtió en el cuentero David Suaza, nombre que le parecía más sonoro que Hernán García, que podía ser cualquiera.

En 2008 se inició la privatización de los aeropuertos en Colombia y al padre de Hernán lo trasladaron para Cali. Le propuso a su hijo que se convirtiera en bombero, aprovechando la convocatoria abierta por Airplan. “¿Cómo usted?”, le preguntó Hernán. “¿A esperar a que se caiga un avión? De una, yo me meto”, le dijo. Pensaba que lo único que tendría que hacer era trotar.

En la foto se ve un grupo de bomberos, entre ellos Hernán David García (el segundo en la parte posterior de la camilla),  del cuerpo de bomberos aeronáutico, sacando una de las víctimas mortales. En la prueba simulada, con una careta de bomberos en el rostro, los ojos cerrados, siguiendo una cuerda por un túnel con diferentes obstáculos, descubrió que tenía claustrofobia y no pasó. Se obsesionó con vencer su miedo. Le pidió ayuda a su padre, quien lo preparó, y se presentó a una segunda prueba en la que quedó de primero. En 2009 empezó su nueva vida en el aeropuerto de Rionegro, sin abandonar su Pánico Escénico.

***

El lunes 28 de noviembre de 2016 Hernán tenía el turno de seis de la mañana a seis de la tarde. Por una calamidad familiar, un compañero le pidió que le hiciera el turno de la noche así que estaría 24 horas de servicio. Llevó una buena provisión de comida y varias películas. Los lunes por lo general hacen capacitaciones sobre planes de evacuación y emergencias para el personal del aeropuerto. En la tarde hizo ejercicio. A las siete comió y a las ocho ya estaba acostado, pues le correspondía guardia de tres a seis de la mañana. Más o menos una hora después lo despertó la alarma.

Andrés llegó a las seis de la tarde a recibir su turno como cualquier día. Revisó los equipos, las máquinas de bomberos y se distribuyeron las tareas de la jornada. Se cambió y se puso a hacer ejercicio. Se bañó, comió y estaba verificando los vuelos de la noche cuando sonó la alarma.
—Nos equipamos y salimos en las máquinas por la emergencia de un avión de Viva Colombia. Aterrizó y no pasa nada, así que volvimos a entrar a la estación. Me alcancé a quitar el equipo cuando volvió a sonar. Otra vez para la máquina. Esta vez nos dijeron que venía una aeronave con falla eléctrica total. Eso era muy grave.

Andrés sacó su celular y la buscó en el VOR (radar). Vio que la aeronave había hecho un circuito, dado un par de vueltas y luego aparecía quieta. “O se perdió la señal o en ese lugar quedó”, se dijo. Una vez el avión aparece en el radar se demora unos cuatro minutos en tocar pista. Pasaron unos siete minutos y nada.
—En ese momento nosotros estábamos en las máquinas escuchando las comunicaciones de los aviones y uno siente mucha impotencia.

El teniente Wilson Taborda, comandante de la estación, les dijo que por protocolos internacionales debían esperar treinta minutos para que la torre de control declarara la aeronave desierta, pero les ordenó devolverse a la estación para equiparse y salir a buscarla.
—¡A mí me lleva, a mí me lleva! —le dijo Andrés al comandante.

La estación no se podía dejar sola y por las condiciones del terreno donde suponían había caído no podían llevar las máquinas de bomberos. El comandante decidió equipar una camioneta 4x4 y salir con cuatro bomberos: Hernán García, que conocía la zona; Alex Vergara, que había sido enfermero del Ejército; y Jhonatan Ramírez y Andrés Guerrero. Pararon en la estación de bomberos de Rionegro para unirse a otro grupo de bomberos voluntarios que también salía para la emergencia y a eso de las once de la noche se encontraron con más voluntarios de La Ceja y La Unión cerca a la entrada de este último municipio.
—Cuando un bombero va a toda velocidad a atender una emergencia no va con la cara triste —dijo Hernán tomando su turno en la charla—. Va con una sonrisa de oreja a oreja, porque su misión es ayudar.

***

La noticia del accidente corría ya en camino de convertirse en un suceso de atención mundial. Juan Carlos de la Cuesta, presidente del Atlético Nacional, y Federico Gutiérrez, alcalde de Medellín, se aprestaban a subir al lugar del accidente. Por uno de los chats de los integrantes de la barra Los del Sur de Atlético Nacional, Felipe Muñoz, uno de sus líderes, se enteraba todavía incrédulo de que el avión del equipo rival de la final de la Copa Suramericana se había caído. Prendió la radio y escuchó la noticia en boca del locutor Alonso Arcila. Entonces puso un mensaje en las redes sociales de la barra: “Atención miembros de nuestra barra en el sector de La Unión y oriente antioqueño. Atentos a las indicaciones para ir a ayudar o para solidarizarse con la tragedia”.
—Lo puse desde una concepción muy simple: se cayó un avión con brasileños en territorio antioqueño y nosotros, con gente en todas partes, seguro podíamos ayudar en cualquier cosa — recuerda Felipe.

Ese trino se hizo viral, muchos medios lo reprodujeron como una muestra de que la hinchada de Nacional apoyaba a sus rivales, y empezaron a llegar hinchas a una estación de gasolina ubicada a pocos metros antes de entrar al casco urbano de La Unión, desde donde ya se coordinaba el operativo de rescate.

Al lugar del accidente, que hoy es un santuario y un lugar de memoria, se accede por una carretera veredal, destapada, que empieza por detrás de la estación de gasolina. La trocha conduce también al lugar donde está ubicado el VOR, que tiene vigilancia privada y de policía.

En la estación de gasolina los policías les indicaron a los bomberos dónde había caído la aeronave, a unos siete kilómetros y cuarenta minutos de camino. La noche estaba muy oscura, sin luna ni estrellas.

Los bomberos aeronáuticos Hernán David García y Andrés Juan Guerrero con el uniforme con el que esperaban atender la emergencia del avión de Lamia en la pista.Antes de llegar al VOR debían abandonar la carretera y adentrarse en el monte, buscando la ladera de Cerro Gordo. Había matorrales y un terreno recién arado en el que se les hundían las botas hasta treinta centímetros. Un campesino les apuntó en cierta dirección y les dijo que tuvieran cuidado con los cultivos.

En ese punto es donde se empieza a crear la historia del “niño ángel”, que Hernán y Andrés alegan nunca haber visto. En cambio recuerdan a un hombre que los ayudó toda la noche. La policía intentó retirarlo en varias ocasiones, pero ellos lo defendían porque estaba siendo muy útil. Más tarde se darían cuenta de que era el segundo accidente en el que había estado. El improvisado ayudante local tenía más experiencia que ellos. Andrés le regaló sus guantes como agradecimiento. Iluminándose con las luces de los cascos, los bomberos seguían abriendo camino con machetes.
—Como a las 11:40 superamos los últimos helechos y todavía estábamos en efecto túnel, veíamos solo lo que teníamos al frente. El primer cadáver que vi fue el de Sisy Arias, miembro de la tripulación, estaba colgada de un árbol —dijo Hernán—. Me tocó respirar hondo, fue una escena muy dura. Sentí como si ese cuerpo me dijera: llegaron.
—El terreno era muy difícil: humedad, frío, niebla. La ayuda helicoportada no pudo descender por la niebla. Buscábamos señales de vida entre el material esparcido por la aeronave, árboles, escombros y cuerpos sin vida — dijo Andrés.
—Imagínense un lugar con muchos carbones ardiendo, unos más que otros —dijo Hernán usando una licencia de cuentero, pues por la ausencia de combustible en el accidente no hubo fuego—. Los carbones más ardientes eran los heridos que más gritaban. Empezamos a trabajar y los carbones se iban apagando.

En el auditorio se escuchó un ¡ay! contenido.

El primer sobreviviente que lograron sacar se les murió en el camino. Lo descargaron y regresaron.
—Solo teníamos la visual que nos permitía la luz del casco y por donde volteaba me encontraba restos. Subí la montaña con una camilla y un palo que usé de bastón para apoyarme, porque era muy empinado. Tenía que tener cuidado para no pararme en los cuerpos. Cuando alcancé la parte superior de la montaña encontré vivo a Erwin Tumiri, el técnico de la aeronave, acompañado por un policía que le había prestado su chaqueta y lo estaba animando —continuó Andrés.

Otros dos bomberos encontraron un poco más arriba a Rafael Henzel, uno de los periodistas, vivo pero muy delicado, en peores condiciones que Erwin. Entonces Guerrero llevó la camilla para el rescate de Rafael, que se encontraba debajo de unos árboles caídos. El terreno era tan empinado que Andrés se tuvo que poner la camilla en los hombros para nivelarla horizontalmente y que sus compañeros pudieran encamillar al periodista.

Bajar esos dos sobrevivientes de la montaña fue más duro que cualquier entrenamiento que hubieran tenido en sus años como bomberos.
—Fue una odisea, yo sentía que los brazos se me iban a desprender —continúo Guerrero—. Me dañé el brazo, me dañé el brazo, pensaba. Después me enteré de que Rafael pesaba 120 kilos. ¡Me hubiera quedado con Erwin!

El auditorio ahora se rio, descansando de la tensión que guardaba.

—Guerrero se quedó con Rafael y yo subí con Vergara, nuestro compañero enfermero, para bajar a Erwin —continuó Hernán—. Vergara mide menos de 1.60 metros y para llegar donde Erwin había que superar una pared de unos 2.20 metros. Le tuve que poner la camilla de escalera para que subiera. Intentábamos no pisar los cuerpos, pero a veces no había opción. Yo atiendo a los heridos abajo, me dijo Vergara, descompuesto por la subida.

Al sonido de un primer timbre, todo bombero aeronáutico debe ser capaz de vestirse y equiparse en un minuto.

Erwin fue el único sobreviviente que estaba consciente y podía hablar. Lo encamillaron y empezó a mencionar los nombres de sus compañeros. Lo tranquilizaron y caminaron detrás de la camilla de Rafael hasta que los sacaron a la carretera. El teniente regresó al puesto de mando unificado ubicado en la gasolinera para pedir más rescatistas, camillas e hidratación. Eran más o menos las dos de mañana, dos grados centígrados de temperatura, había neblina y llovía. Encontraron dentro del avión una nevera con Gatorades y con ellos se hidrataron varios bomberos.

Guerrero escuchó algo que le pareció una tos. Pidió silencio total, pero no escuchó nada más. Sin embargo, quedó con la sensación de que podía haber alguien más con vida.

—No hubo eviscerados ni exposición de sesos, muy pocos mutilados o con mutilaciones leves, pero los cuerpos quedaron esparcidos en varios puntos distantes entre sí —prosiguió Hernán. A las dos y media se suspendió el rescate por la densa niebla que no los dejaba ver. El aluminio del avión se fractura en punta y es muy peligroso para los rescatistas. Se sentaron sobre las camillas a esperar la orden para regresar. Jhonatan y Hernán se abrazaron para calentarse. Esa fue la primera pausa que hicieron y empezaron a comentar lo que cada unidad había encontrado.
—En ese momento se nos pasó el efecto túnel y nos dimos cuenta de lo que teníamos al frente —dijo Hernán.

A las cuatro de la mañana, con mejor visibilidad, retomaron las labores. Un médico rescatista escuchó un beap, como de un teléfono descolgado, y por ese sonido, a las 4:30 de la mañana encontraron al último sobreviviente. Hélio Neto, uno de los jugadores, estaba en el lugar donde Guerrero había oído la tos. Había sobrevivido casi siete horas después del impacto. Neto mide 1.95 metros y estaba en un terreno removido para sembrar papa, cubierto de tierra y maleza.

Las camillas miden 1.80 metros, así que les sobraban quince centímetros de la humanidad de Neto. Se necesitaron ocho personas a cada lado de la camilla para poderlo transportar, haciendo relevos. Dos soldados le cogieron cada uno una pierna y empezaron a caminar. El ayudante local se hizo cargo de la linterna. A lado y lado de la camilla bomberos, policías y soldados se turnaban la carga. Los que no estaban cargando empujaban y se aseguraban de que los otros no se cayeran. El trayecto hasta la carretera les tomó cuarenta minutos, dañando sembrados y con la tierra hasta las rodillas.

—¡Forza, forza, aguantá, ya vamos a llegar, tranquilo!, le decíamos. Pesaba toneladas y ese esfuerzo nuestro no podía ser en vano. Tenía ojos de mapache. Seguro cuando lo oí la primera vez perdió la conciencia y luego la recuperó. Él trataba de tocarse la cara y manoteaba desesperado —dijo Andrés.
—Como a los quince minutos empezó a hablar. La alianza, la alianza, decía y se movía. No le entendíamos. Alguien se iluminó y dijo: la argolla de matrimonio. Vimos que la tenía en el dedo. Con la otra mano hicimos que la tocara y le metimos las manos entre los pantaloncillos para que no las moviera —continuó Hernán.

En el camino se encontraron con un periodista local que iba en dirección a la tragedia.

—Los periodistas tiene un don. No sé por dónde se meten, pero llegaron primero que el agua para los bomberos. Nosotros íbamos y no sabíamos por dónde coger y él venía y no sabía para dónde iba. ¿Por dónde te metiste?, le grité. Dé media vuelta, tome esta linterna y alumbre que por ahí vamos a salir —dijo Hernán.

Un policía obligó al periodista a devolverse con ellos. Cuando llegaron a la carretera muchas personas se les arrimaron para recibirles la camilla y tomarse una foto con ella. De ese momento son las primeras fotos que se conocieron de los rescatistas.

—No sabíamos que lo que estábamos haciendo le iba a dar la vuelta al mundo. Cuando los periodistas nos apuntaron con las cámaras yo me escondí porque me sentía feo para salir en una foto. En esas cosas llega uno a pensar. Pero en ninguna de esas fotos vi al tal niño ángel. Cuando montamos a Neto a la camioneta me decía para mí mismo: que se salve, que salga con vida. Él era la última esperanza de haber triunfando en el rescate, de sentir satisfacción por la labor cumplida —dijo Andrés.
De sentir que había logrado ser el Superman que se había prometido ser.

***

Turno de trabajo en la estación de bomberos del aeropuerto José María Córdova.Después de un breve descanso para tomar una agua de panela que les había preparado el vigilante del VOR regresaron. Eran las seis de la mañana.

—A esa hora fue la primera vez que vimos el lugar del accidente con luz día. En ese instante le dije a Guerrero: Esto es lo que es una escena dantesca. Ramírez, Guerrero y mi persona nos quedamos ahí parados tres o cuatro minutos, callados, intentando digerir lo que estábamos viendo. Nos mirábamos y nos rascábamos la cabeza.

Solo quedaban las restos de las brasas que se fueron apagando durante la noche. Cuando llegaron a la zona del impacto les dijeron que no había más sobrevivientes, que seguían con los muertos. Completamente agotado, el bombero Jhonatan Ramírez, quien también es fisicoculturista, se sintió mal. “Yo venía por lo vivos”, dijo y se sentó. Ni siquiera sus grandes músculos fueron capaces de volverlo a levantar.

Con los refuerzos que habían llegado desde la estación de gasolina iniciaron el rescate de los fallecidos, en coordinación con la Fiscalía. Empezaron por los más cerca, en la parte baja de la pendiente. Los más difíciles estaban sobre árboles a varios metros de altura, otros estaban amarrados a sus sillas entre partes del fuselaje que había que cortar para sacarlos.

Uno a uno iban poniendo los cuerpos en fila en la base del cerro, donde la Fiscalía hacía los levantamientos oficiales. Cerca de las once de la mañana, cuando pararon a tomar un refrigerio, habían recuperado 43 cadáveres. En ese momento el comandante les dijo que su turno había acabado, que se podían ir a descansar. Hernán García y Andrés Guerrero terminaban así la experiencia más intensa de sus vidas y de sus carreras. Y todavía conservaban la sonrisa con la que habían salido de la estación de bomberos doce horas atrás.

El salón de conferencias parecía una inmensa sala de velación, como si los asistentes estuvieran acompañando en silencio a unos deudos con ganas de desahogarse, de contar por lo que habían pasado.
—Nuestro homenaje a las víctimas fue el 2 de diciembre en el aeropuerto, en presencia de los aviones y las tripulaciones que iban a transportar a los fallecidos a sus lugares de origen —dijo Hernán.
—Uno siente que fue como una graduación. Como si fuera futbolista y me preguntaran si he jugado la final de una copa o un mundial. Fue como jugar una final contra un equipo grande. Ayudar a bajar al periodista y a sacar a Neto fue como haber hecho dos goles importantes —dijo Andrés.

Al finalizar la charla, de pie, los asistentes irrumpieron en aplausos.

La mañana del martes 29 de noviembre, mientras en Cerro Gordo terminaban de rescatar los cuerpos de las víctimas, en la oficina del presidente de Atlético Nacional había una reunión para decidir lo que iban a hacer. Felipe Muñoz estaba presente.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Juan Carlos de la Cuesta.
—Presidente, nosotros en un rato vamos a convocar, con apoyo de quien quiera, una movilización en el Parque de Banderas con velas y banderas de Nacional, que tienen los mismos colores del Chapecoense — le dijo Felipe.
—No, no, vamos a hacerlo en el estadio —dijo de la Cuesta.
—Listo presidente, pero necesitamos los permisos.
—Espere yo llamo al alcalde.

Poco tiempo después las redes sociales de la alcaldía hicieron público y convocaron al homenaje del miércoles 30 en el estadio. Gran parte de la ciudad quería hacer algo y se preguntaba qué podía hacer.
—Algo le pasó a esta ciudad que la traumatizó y la llevó hipnotizada a homenajear a esas almas perdidas. Esta ciudad tan sanguinaria, tan cruda, tan mala, se volcó por ir al velorio de unas personas que no conocía. Algunos incluso se pelearon. Afuera del estadio hubo una serie de minidisturbios por entrar a homenajear a unos desconocidos —recuerda Felipe.

Cinco meses después los tres jugadores sobrevivientes, el arquero Jackson Follmann, a quien le tuvieron que amputar su pierna derecha; el defensor Hélio Neto; el lateral Alan Ruschel; y el periodista Rafael Henzel volvieron al ahora llamado Cerro Chapecoense a revivir su tragedia y a conocer el lugar donde volvieron a nacer.

El sitio se convirtió en un santuario, con cruces, banderas, flores. Sobre la huella de la avalancha todavía es posible encontrar pequeños restos de la aeronave, piezas de aluminio y partes de ventanas, medias y pantaloncillos embarrados, cepillos de dientes y máquinas de afeitar en pedazos. En la cima de la montaña, donde colisionó la cola del avión, ondea una bandera gigante del Chapecoense, junto con chalecos salvavidas y máscaras de oxígeno izados a su lado.

Subí con Hernán al cerro nueve meses después del accidente. Era la primera vez que se reencontraba con el lugar de la tragedia. De nuevo reconstruyó, paso a paso, lo que vivió aquella noche. Sin dejar de ser cuentero, volvió a poner en palabras lo que ya había dejado de existir. UC

Uno de los primeros grupos de bomberos voluntarios y aeronáuticos en atender la emergencia.

blog comments powered by Disqus