Número 85, abril 2017

La peste
Mario Alberto Dulcey. Ilustración: Elizabeth Builes

Ilustración: Mónica Betancourt

El lunes llovió todo el día. El agua revuelta alcanzaba los puntales de la casa parada sobre el río. Sentada bajo el arrullo de las gotas que rebotaban en los árboles y las ollas que aparaban agua, Petrona vio aparecer la figura humana arrastrada por las turbulencias.

Al igual que todos los habitantes del pueblo, Petrona no sabía qué era la muerte. Nunca había visto un difunto y desconocía los pormenores de aquel estado. Sin embargo, en ese momento, no dudó ni un segundo en reconocer que aquel hombre arrastrado por las aguas estaba muerto.

Un pescador que apenas regresaba encontró el cuerpo anclado a los mangles, muy cerca del pueblo. Era grande y sobre su piel maderosa brillaba un musgoso fresco. El cuerpo estaba entero. Cuando quiso voltearlo para remolcarlo en su canoa, ya no estuvo seguro de que la muerte lo habitara, pues tenía los ojos más despiertos que cualquier otro, y algo en su pecho, como el corazón de un vivo, se movía sin parar.

En un pueblo donde solo se padecía por los azotes del amor, donde los pocos enfermos se curaban con infusiones de sauco o santamaría y donde otros graves o con achaques de viejos se iban a morir a la ciudad, los únicos que tenían el eventual riesgo de morir de hambre o aburrimiento eran los boticarios y los médicos.

Aburrida, así era la vida del doctor Balanta, quien se pasaba el día entreteniendo la falta de oficio en el billar. Tomaba cerveza para desvanecer el calor invivible y sepultar su carrera en un remanso de paz donde lo último que se necesitaba era un médico.

Había llegado dos meses antes embarcado entre encomiendas, materiales de construcción y pasajeros inusuales con ropas extrañas que desde hace poco empezaban a llegar al pueblo. En el muelle tomaban una lancha río arriba, y nadie volvía a tener noticia de sus pálidos rostros, de sus exóticos perfumes y de la enredada y misteriosa jerga que salía de sus bocas.

Se acomodó en el suelo, al pie de montones de bultos de queso costeño que aborreció desde ese día. Mientras los otros, amontonados en la baranda, se disputaban cada esquina del barco, agitados con las tripas en el cuello y la barriga vaciada por los estragos del viaje de ocho horas sobre las movidas olas del mar.

Las dos maletas grandes que bajó del muelle, una con aparatos médicos y la otra con medicamentos, aún permanecían empacadas en la esquina de su cuarto, inmóviles desde el momento en que fueron descargadas. La tercera, que llevaba sin esfuerzo en su mano, guardaba las dos sobrias mudas de ropa que rara vez usaba y los valiosos cuadernos de apuntes que conservaba desde su época de estudiante.

Fue el mismo padre Nicolás quien solicitó su presencia inmediata a la Jefatura de Salud, preocupado de que en el pueblo la gente empezara a morirse de la noche a la mañana por el consumo de agua del río, como pasaba en pueblos alborotados por la fiebre del oro.

Ya instalado, su presencia representaba uno de los pocos lujos del pueblo. Había sido el mejor de la promoción de médicos de la Escuela de Puerto Grande. Ahora jugaba billar todo el día para no volverse loco.

El ir y venir de las canoas regaron el cuento por el río. Y en el pueblo la noticia del muerto se propagó como el sonido rebosante de la bocina de un barco que llega. Por eso antes de que aparecieran con el cadáver, medio pueblo había rodeado el muelle esperando, en el horizonte, el bote que se dejaría ver con la primicia.

Amontonados, los niños empaquetados en sus uniformes habían dejado tirados los cuadernos por salir detrás del profesor. El olor del cilantro y la cebolla había quedado impregnado en las manos de las señoras que dejaron el agua hirviendo y el plátano picado por venir a enterarse de la nueva; hasta los señores con el sudor aún corriendo bajo la frente y la sal cristalizada en los brazos, todavía respiraban el aroma del monte que acababan de cortar.

Mientras lo bajaban de la canoa, el agua escurría por los trapos que usaba como pantalones, y la piel babosa se deslizaba por las manos de los cuatro hombres que lo sujetaban. En el suelo, el aire se llenó de una fragancia extraña. Un revuelto entre flores y pescado.

Las almas que estuvieron allí se entregaban de lleno al placer de no decir una palabra. Solo dejaban que sus ojos abiertos como focos se estrellaran con los del difunto, y que el ritmo de la respiración de sus cuerpos se confundiera con el descompasado latir de aquel corazón. Entusiasmados, intentaban reconocer la nariz, los ojos, la mirada; algo que revelara parentesco con alguna persona del pueblo.

Tenía el rostro de todos, pero no se parecía a ninguno.

Salidos del asombro de conocer los colores y olores de la muerte, los habitantes del pueblo empezaron a preguntarse qué hacer. Agitados, dos hombres atravesaron la calle de la plaza y avanzaron en dirección a la iglesia. Desde hace rato el padre Nicolás había estado observando el alboroto: parado en la puerta de la iglesia había visto llegar las canoas, y ya sospechaba algo.
—Parece que está muerto, padre, pero el pecho le salta como un pescao recién sacao —dijo uno de los hombres.

Esa frase fue suficiente para que el padre reconociera que aquello no era asunto de la iglesia. Se santiguó tres veces, se hincó bajo el portón y se perdió en la oscuridad de su aposento.

Una calle más abajo permanecía cerrado el consultorio sin estrenar del doctor Balanta. Desde el sábado en la mañana había salido rumbo al billar.
No había regresado.

Lo encontraron en el almacén de tablas, con una mano en la cabeza y la otra en un taco de billar, pensando cómo lograr la siguiente carambola. Jugaba contra el dueño, en un duelo donde había más parla que jugadas. Tres días, eso se les estaba tomando definir el chico. Desmotivados, tacaban más por el honor de cumplir la apuesta que por las ganas de seguir.

Apenas supo la noticia el doctor Balanta tiró el taco al suelo, pagó la apuesta y se alegró de no haber muerto antes de que a alguien del pueblo le diera por morirse de una vez. Salió contento, y mientras caminaba rumbo a su casa cantaba la canción que sonaba en el viejo bafle del billar.
—Adió, Margariiita; Margariiita, Adíooo…

Se quitó la barba de tres días, desempolvó el bolso con los artefactos de auxilio y salió en busca del muerto. Al llegar se abrió paso y encontró el cuerpo tendido sobre el cemento. Se detuvo. Evadió la mirada de la gente y observó la marea que empezaba a subir. Lo impresionó el tono embarrado de las aguas que desde hace algunos días habían empezado a perder su pureza. Cada vez apestaba más a lodo. Incluso a los niños se les había prohibido nadar por miedo al brote de granos.

Se arrodilló y examinó los ojos blancos sin respuesta. Tocó la piel babosa del cuerpo buscando el pulso perdido y se detuvo atento al movimiento agitado del corazón. El espanto que generaba la escena y que erizaba la piel de los espectadores, no distraía la atención del doctor Balanta. El trabajo en el Puerto, donde a diario manipulaba los cuerpos troceados por las sierras inclementes, le había arrebatado la sensibilidad de otros años.

Se paró, impávido. Miró las caras expectantes y confirmó lo que todo el mundo sospechaba: el pueblo tenía su primer difunto. A partir de ese momento, un sentimiento extraño, cercano al dolor y a la tristeza, prendió en las personas que empezaron a sentir el muerto como suyo.

Luego de la ola de bramidos y murmuraciones el médico anunció sus planes. Debía llevarlo al consultorio para hacer la autopsia que permitiera conocer las razones de su muerte.
—Aunque lo abran, solo van a encontrar agua y barro —decían algunos.
—Como pasa con todos los ahogados.

No lo demostraba, pero estaba preocupado. Los signos que presentaba el muerto no eran normales. Abriría el cuerpo de arriba abajo si era necesario pero cumpliría su deber; redactar un informe completo y convincente del primer muerto del pueblo.

Cuatro hombres llevaron el bulto enorme hasta la habitación de paredes blancas. Caminaban esquivando la mirada del muerto, luego volvían a mirar pasmados de curiosidad y miedo.

La gente, movida por la tristeza, dedicó el resto del día a hacer los preparatorios del velorio. Desde el momento en que el cuerpo abandonó el muelle, no se escuchó un machetazo más en el monte, ni una palabra más fue escrita en el tablero de tiza de la escuela, y los bares, el mercado y el billar, fueron cerrados para vivir el duelo a puerta cerrada.

Desde la iglesia, indiferente, el padre Nicolás observaba los intentos de la gente por embellecer el parque con los pocos lujos de sus casas. Los vio colgar sábanas blancas de los árboles, cargar los escaños, las bancas desgastadas, barrer y espantar a las ratas monumentales que bien podían arrastrar a los niños que aún gateaban.

Unos pocos, que habían asistido a velorios en la ciudad y conocían los rituales de despedida, indicaban a los otros lo que debían hacer: esto debe ser así; aquello debe ponerse ahí, y todos se vestirán como se acostumbra en las fiestas de la Virgen.

La tarde caía sobre el muelle. Una docena de hombres, que trabajaban río arriba, salidos apenas clareaba el día, regresaban exhaustos y sin ánimos de hablar. Estaban vestidos de pies a cabeza por un barro amarillo que cuarteaba los trajes. Era el mismo tono que desde hace una semana teñía las aguas del río. Cuando supieron la noticia se taparon la boca con las manos, agarraron las picas y palas cansadas, irreconocibles por el barro, y corrieron a bañarse para conocer de cerca al difunto.

El sol se perdía en el río y las aves volaban esperando alcanzar el último chorro de luz que les permitiera iluminar el camino de regreso a sus nidos. En la pequeña plaza, las lámparas de petróleo se encendían y la gente ansiosa empezaba a llenar el lugar.

El doctor Balanta pasó mañana y tarde examinando el muerto. Entrada la noche, empezaba a enojarse. No solamente por no haber encontrado respuestas, sino por la insistencia de la gente que llegaba a preguntar si ya iba a terminar.
—Llévenselo, pero que esté aquí a primera hora — dijo cansado de la molestadera.

Lo subieron a un pequeño potrillo de madera que parecía hecho para su medida. Sus brazos estirados cuadraban perfectamente en el molde de palo. Era provisional, pues el carpintero, que había empezado a trabajar desde la mañana, todavía se las ingeniaba tratando de construir su primer ataúd.

A la plaza iluminada por lámparas de petróleo que colgaban de los almendros no le cabía un cristiano más. Las fiestas de la Virgen nunca habían citado tanta gente. Los hombres portaban los vestidos almidonados que reservaban para matrimonios o correrías. Las señoras habían retrasado a sus maridos tratando de poner más color a sus desbordantes labios. Las más animosas eran las jovencitas; envueltas en sus vestidos de quinceañeras, hacían hervir de deseo a los muchachos, que sin el uniforme escolar exhibían ya la elegancia y los dotes de su naturaleza varonil.

Cuando el potrillo de dos metros entró a la plaza, el silencio considerado del duelo orquestó el lugar. Fueron segundos; todos al tiempo conscientes: era el latido agudo y claro del corazón que aún latía. Las miradas de pánico de antes se transformaron en compasión. La lastima y la tristeza florecieron por los ojos.

El silencio se atenuó por los arrullos de las cantaoras que enseguida empezaron a llorar por la boca. En el centro de la plaza ya consagradas al luto, las mujeres rezaban con la devoción de una madre que ora por el alma su hijo mientras los señores parados en las esquinas, o recostados bajo los almendros, observaban el espectáculo que poco a poco ablandaba sus inseguras corazas.

No se sabe en qué momento alguien dispuesto a terminar con aquel dolor que empezaba a sentirse en las tripas, puso a rodar el botellón de viche destilado en las ramadas del Saija. Tampoco se sabe el instante en que se esfumaron las ocho galonetas que se consumieron como agua, y mucho menos cuándo arrastraron una mesa para asentar el dominó que aplomó en butacas a los hombres deshabitados por el sueño. Nadie sabe en qué momento ocurrió todo esto, lo cierto es que todos los presentes fueron recordando que aún vivían. Que tenían demasiadas cosas por disfrutar. Empezaron a conversar, a reírse, a brindar por la vida. Así lo hicieron durante toda la madrugada.

A las seis y diez se destapó a llover. Las últimas personas que aún quedaban en la plaza se esparcieron ante el agua intrusa. Los hombres que quedaban agarraron el potrillo y doblaron la esquina rumbo al consultorio. El doctor Balanta había estado esperando desde las seis, parado bajo la puerta con un vaso en la mano, sostenido únicamente por dos jarras de café que se desvanecieron en el frío de la noche.

También estaba trasnochado. Había pasado toda la noche buscando en las hojas de sus libros la respuesta a aquel enigma de la naturaleza. Ese era el modo de trabajar de aquel hombre que se enorgullecía de no haber cometido errores en toda su carrera, y que ahora, en su cuaderno lleno de rayones incomprensibles, había anotado algunas posibles explicaciones.

Acosados por la lluvia atravesaron la puerta y pusieron el bulto en el suelo. Eran jóvenes, aquellos hombres, y en sus trajes negros de pies a cabeza no quedaba rastro de la elegancia de la noche anterior; solo una tufarada nauseabunda y unos ojos abultados de sueño.

Dejó el vaso aún humeante sobre la mesa, cerró la puerta y corrió la cortina de la ventana que daba a la calle para que entrara la luz. A través de ella alcanzó a ver a los cuatro hombres con la borrachera aún viva en los cuerpos: se alejaron en saltos para esquivar los charcos; luego caminaron recostados a la pared, con los hombros pegados a la cabeza, escapando a los chorros de agua que caían del techo. Los vio desaparecer en la esquina de la iglesia. Empapados, trasnochados, borrachos, contentos. Siguió contemplando la lluvia, hasta que los latidos del corazón lo despertaron de aquel trance.

Decidido a revisar hasta el último centímetro de carne en procura de las respuestas que se le habían escapado el día anterior, se puso los guantes de látex, tomó el cuaderno y una a una exploró las posibilidades.

Cortó con tijeras los trapos que habían sido colocados para adornar el cuerpo, y poco a poco el cuarto empezó a llenarse de ese olor de flores que había percibido en el muelle. Revisó palmo a palmo la espalda, las piernas y los dientes aún perfectos, cuidando de no perderse ningún detalle.

Al revisar con lupa descubrió que unas pequeñas raíces tiernas empezaban a crecer de las uñas de los pies; sobre la cabeza reverdecía un musgo que mantenía tibio el cuerpo; en las puntas de los pelos con forma de resorte que salían de la nariz y los oídos, habían empezado a nacer unas diminutas flores moradas, con estrellas amarillas en el centro. Todos los otros orificios que encontró alrededor del cuerpo eran jardines pequeños donde florecían geranios diminutos. Las navajas y tijeras que intentaban abrir la carne se astillaban al roce con la cascara que ahora era su cuerpo. La piel, que antes era babosa, se había convertido en una corteza áspera y dura.

Como pudo raspó el vientre maderoso. Los pequeños residuos de piel desprendidos los colocó bajo el lente del microscopio. Con el viejo artefacto traído celosamente desde Cuba en su primer viaje al exterior, observó gradualmente la infinidad de cosas que ocurrían a tan solo una palma de sus ojos. Examinó pasivamente durante algunos segundos. Luego permaneció estático. Retiró el ojo del lente, y por primera vez después de muchos años, el doctor Balanta se sintió sorprendido.

Volvió a observar a través del microscopio. Sus ojos perdidos en los lentes de vidrio deliraban con la sucesión de imágenes que parecían extraídas de una película a gran velocidad: las partículas medio humanas, medio vegetales, se excitaban, se transformaban y se devoraban unas a otras. Todo el caos natural ocurría en ese instante sobre una pequeña lámina de vidrio de dos centímetros. Aterrado levantó los ojos por última vez del lente, se paró y caminó hacia la puerta, donde el agua corría por los bloques de ladrillo que componían la calle. Se arrojó, sin pensarlo, de frente contra la lluvia, esperando encontrar pronto a alguien que le ayudara a cargar el muerto. Debía actuar rápido.

Era mediodía, y a causa de la lluvia, la gente se entregaba al placer de dormir; azotados por los estragos del llanto, de la habladuría, de la cantadera, y sobre todo de tanto viche.

Acurrucados en una de las casetas del muelle, algunos hombres habían recostado una mesa y hacían saltar las piezas de dominó en el paño verde. Cruzadas algunas palabras decidieron socorrer al doctor.

Aún no había escampado cuando los cuatro hombres salieron con el potrillo cargado en sus brazos, rumbo al muelle. Aquel muerto que se perdía en la esquina y que debía ser enterrado con urgencia esa misma tarde, no era más un asunto del que quisiera ocuparse el médico.

Los hombres atravesaron el río revuelto buscando llegar a la otra orilla habitada por el silencio salvaje de la selva, y por ejemplares de chachajo y peinemono. Localizaron el terreno menos pantanoso, hasta donde cargaron el cuerpo, protegidos con guantes, evitando cualquier contacto con su piel, como lo había indicado el médico. En cuestión de minutos habían terminado de cavar el hueco.

Así, sin chucherías que se pudren con el barro, sin flores ni bombones, sin despedidas, sin llantos, sin más, solo rodeado de árboles, y con unos chaparrones que solo se ven en septiembre, fue enterrado el primer muerto del pueblo.

De regreso, el doctor Balanta se aseguró de limpiar con cautela su consultorio y de deshacerse de los restos y utensilios empleados durante la operación. Luego se sentó frente a su escritorio y allí permaneció cuatro horas con la firme convicción de no pararse hasta terminar de escribir un largo y difícil informe de cinco hojas.

Eran las ocho. Por fin había dejado de llover. Se acostó, rendido. Setenta horas en el billar y más de cuarenta dedicadas al muerto. Durmió entregado al silencio de la noche.

Ilustraciones: Elizabeth Builes

El jueves amaneció soleado, como si aquella temporada de invierno crudo hubiera desaparecido para no volver.

El doctor Balanta se levantó hacia las once y agregó los últimos comentarios al informe. No quedó tranquilo hasta haberlo leído tres veces en voz alta. Corrigió cada detalle y lo metió en un sobre de papel madera. Se vistió y salió en busca del correo.

Afuera, el pueblo había retomado las actividades. En el camino, vio cómo el humo de las pequeñas cocinas del mercado salía desbordante por el techo y se perdía en el cielo. Al pasar frente la iglesia saludó al padre Nicolás que había escogido la calle para desperezar su cuerpo. Acababa de hacer la siesta de la mañana y apenas se restablecía para anunciar la misa de las doce. El padre lo interrogó sobre lo ocurrido con el difunto, quería tener toda la información, y mientras le hablaba no dejaba de mirar el paquete que guardaba bajo su brazo.

Decidido, el doctor le contó algunos pormenores de la operación. El padre permaneció en silencio. Los detalles de la autopsia lo pasmaron. Por primera vez en 38 años de implorar por la salvación de los demás, el padre Nicolás rogó por su propia vida. Se santiguó tres veces, se hincó bajo el portón y una vez más se perdió en la oscuridad de la iglesia.

El doctor siguió su marcha rodeando el muelle. Cuando tuvo el río en frente se detuvo ante el cementerio de árboles tajados con sierra que se escurrían por la corriente. Desde arriba veía a los pescadores tratando de esquivar la infinidad de árboles que se estrellaban con sus canoas. Era innavegable. Las lluvias de los días anteriores, el trasnocho del martes, o el duelo del muerto, habían dejado una extraña sensación de destrucción que aumentaba con el paisaje desolador del río.

En ese momento, el medico empezó a notar un cambio violento en la respiración de la gente. Sus rostros empezaron a tornarse de un tono verdoso como el musgo que crece en las paredes del muelle y los ojos revelaban un malestar interno.

De las turbulencias del río salía una tufarada de barro podrido que impedía identificar la antigua esencia que bañaba las calles del pueblo. La piel de los peces se descascaraba al contacto con las manos de los pescadores, y el plátano que traían del monte empezaba a teñirse de un amarillo enfermizo.

Se sintió preocupado, pensó que tal vez la próxima semana iba a ser agotadora. Que sus vacaciones habían terminado.

Siguió directo a la oficina de correo, y mientras caminaba miró la cantidad de árboles troceados que arrinconaban las canoas amarradas al muelle.

Ya en el correo, hizo las diligencias de envío. Pagó la tarifa y esta vez regresó directo a su casa, decidido a no distraerse y a pensar en las calles que enfermaban.UC

 
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