Número 84, marzo 2017

En mi taller de roble, tela y aserrín me embebo ese trago. Plácido y barato. Elixir y veneno. Me llena, me desarruga el ceño, desmancha las paredes, espanta las tristezas, me desinfecta el alma, brilla la madera, me acompaña, cura heridas, es remedio, limpia al dueño, quita el sueño y sobre todo… embriaga.
Jairo Carrasquilla Tobón en El trago del ebanista
 

La toma de la bastilla
David Betancourt. Ilustraciones: Titania Mejía

Ilustración: Titania Mejía

Pascual y yo regresamos de México porque es delito tomar en las calles y nosotros habíamos nacido para beber. En medio año nos habían encerrado más de diez veces en cárceles de borrachos y nos amenazaban con deportarnos. En los bares un pinche trago valía lo que una semana de trabajo y solo los ricos tenían para tomar. Era una dictadura etílica, elitílica. En Medellín la cosa es distinta, por eso regresamos. Los bares son baratos y las calles viven atestadas de borrachos y gente amplia que por un poema, una manilla o un acento mexicano, que Pascual y yo imitábamos perfectamente, nos emborrachaban hasta la inconsciencia. Bebíamos y vivíamos a costa del acento. A todo el que nos encontrábamos le hablábamos de la casa del Chapulín, de nuestros encuentros con Vicente Fernández, García Márquez, Fernando Vallejo, del Estadio Azteca, de la guerra entre narcos, de la comida típica, del gusanito del mezcal…; a las mujeres, de Gael García y el Chicharito Hernández, a los hombres, de Salma Hayek, y de puras carajadas que inventábamos mientras nos llenaban el cerebro de alcohol. Colombia sufre de xenofilia y eso teníamos que aprovecharlo.

En México, cuando Pascual y yo nos la dábamos de temerarios y salíamos a las calles y parques con una botella, la gente nos miraba como si en vez de una botella lleváramos un fusil. Inmediatamente nos identificaban y decían o pensaban: “Son colombianos”, y al rato aparecía la policía, nos quitaba el trago, nos pedía la liga y como vivíamos líchigos nos encerraba. Estábamos hasta la madre de eso. Queríamos beber en paz y allí no podíamos hacerlo.

En Medellín todo iba muy bien hasta que después de varios meses perdimos el acento del norte y ya no teníamos gracia. Los que nos emborrachaban empezaron a evitarnos, nos corrían, se nos escondían, nos echaban, cambiaban de bares y parques y nos fuimos quedando en ley seca. Como no teníamos plata para beber nos poníamos a recordar viejas borracheras. Los dos éramos filólogos hispanistas de la Universidad de Antioquia y decidimos buscar trabajo. Ese título profesional le alcanzó a Pascual para conseguir uno en la plaza de mercado cargando costales y a mí otro arreglando jardines en casas de ricos.

A las ocho de la noche todos los días nos encontrábamos en el Centro, cerca al parque de San Antonio, juntábamos el producido del día, comíamos cualquier empanada y mercábamos guarilaque. A veces, cuando nos iba mejor, aguardiente. Pascual y yo tomábamos los lunes celebrando que ya casi era viernes y seguíamos con el impulso toda la semana. Bebíamos para olvidar que éramos unos borrachos y bebíamos para beber, también, porque vivir a palo seco es una cosa muy dura que no le recomiendo a nadie. Pero mantener esa vida cuesta, cuesta mucho por barata que sea. La plata ya no nos alcanzaba para pagar la residencia de medio pelo que compartíamos ni la comida ni los pasantes ni los limones ni los calditos y pastillas para el dolor de cabeza del otro día, de todos los días, además las dos botellas de trago diarias ya no eran suficientes: necesitábamos mayor cantidad y también mayor potencia.

Una noche Pascual se apareció con una botella gordita que tenía mal pegada una etiqueta amarilla medio elegante y en el líquido flotaban como pececitos o basura diminuta que parecían puestos ahí de aposta. Yo tuve el honor de destaparla y con solo poner la nariz en la boquilla el hígado se me excitó. Olía a aguardiente del bueno, a centro de salud. —La Bastilla —dijo Pascual—; de París, Francia. Lo conseguí en un estanco abajito de Villanueva, por donde las travestis. Vamos a ver qué tal.

Tomamos, repetimos y saboriamos muy concentrados. Lo catamos con calma. Lo olimos de nuevo y lo dejamos un minuto en la boca sin tragarlo. Enseguida Pascual dijo el precio y yo no le creí. Entonces revisé la etiqueta y todo estaba en francés, o en chino, no sé, el caso es que no estaba en colombiano y eso me tranquilizó.
—¿Me lo jurás, tan barato? —le pregunté.
Me lo juró por Dios y de la emoción me le tiré a darle un abrazo y un pico en el cachete porque se nos había arreglado la vida. La Bastilla valía por lo barato y porque cumplía el principal propósito del licor, el único que nos interesaba: emborrachaba como ninguno.
—¡La Bastilla es el guaro: bueno hasta la última gota! —dijo Pascual, conmovido.

Luego del maravilloso descubrimiento Pascual y yo andábamos para arriba y para abajo cada uno con su botella de La Bastilla, como los poetas manitos que conocimos en Guadalajara, que tomaban todos los días y camuflaban el licor en teteros para que la policía los viera ingenuos y tiernos y no se les acercara. A diario nos encontrábamos a las ocho de la noche en San Antonio después de trabajar, pero a diferencia de antes llegábamos medio borrachos y con ganas de seguir y con plata suficiente y no, como al principio, sobrios, con ganas de empezar y sin plata. Comprábamos tres o cuatro botellas y nos las tomábamos en la calle charlando con ellas o cada uno con cada uno hasta que se nos acababa el repertorio y ahí sí hablábamos entre los dos hasta el amanecer. Descansábamos unas horas en la residencia y salíamos a trabajar con de a botellita, porque no hay nada mejor en la vida que trabajar prendido. A mí desde eso los jardines me quedaban más lindos y Pascual tenía más fuerzas para cargar y consiguió un ascenso.
—Nos mejoró la economía —dijo Pascual un día—, La Bastilla nos mejoró la economía, pero nos la empeoró.
Pascual decía eso que sonaba contradictorio porque La Bastilla era casi que gratis, pero por eso mismo comprábamos más y más y gastábamos mucha plata sin darnos cuenta y nos quedábamos sin nada para la comida y todas esas cosas secundarias pero primarias.

Un día Pascual perdió el equilibrio y se abrió un boquete en el pómulo y yo le dije que fuéramos al médico para que le pusieran los puntos, pero Pascual decía que no le dolía, que él vivía borracho y borracho no era vanidoso, que no le importaba, que se iba a quedar así y que cuáles puntos ni que ocho puntos y siguió bebiendo. Yo lo agarré del brazo y lo llevé hasta un retrovisor de una moto y como no decía nada le dije que se le veía el cerebro por ese hueco y que si seguía así no iba a andar más con él porque me iba a espantar las peladas, pero Pascual ni se alarmó ni se preocupó ni se tuvo lástima ni nada y ahí descubrí que La Bastilla lo había hecho inmune a todo.
—Este trago es bendito —dijo Pascual—: no lo deja mortificar a uno con uno mismo.
Pero a mí, un día, en un esporádico momento de sobriedad, el hueco en la cara de Pascual sí me preocupó. El frasco de agua oxigenada nos lo habíamos tomado con limón unos meses atrás y del tarro de alcohol ni hablar. No había nada para curarlo.
—Te vas a quedar sin cara, Pascual, no seás descarado con tu cara, invertite, vamos al médico —le dije.
Pascual sonrió y luego mojó la camiseta con un poco de La Bastilla y se la puso en la herida. Durante dos días hizo lo mismo hasta que se curó por completo. Además de que lo desinfectó y le mató las alimañas, lo dejó sin cicatriz, plano como si nada, con la piel más bonita y suave. Desde ese momento dejamos de comprar crema de manos para la cara, agua oxigenada, Isodine, mertiolate y desinfectantes para las caídas acostumbradas.
De cinco botellas diarias pasamos a siete y, por eso, escaseó el desodorante, entre otras cosas.
—Jueputa, quita el grajo —gritó Pascual, como si hubiera descubierto el mundo.
Y todos los días antes de salir nos untábamos un poquito de La Bastilla en las axilas. También se nos había quitado el mal aliento y las caries y murieron todos los gérmenes de la boca. Así que gritó Pascual:
—No más Listerine, no más crema dental, no más seda, no más cepillo de dientes, güevón, esto es Dios dentro de una botella.
—¡Más plata para La Bastilla! —grité.
—Obvio, güevón —dijo, mientras trapiaba—. Podemos agregar a la canasta familiar otra botellita; otras dos, mejor, porque este piso está quedando brillantico, mirá qué belleza, alumbra. ¡No más cloro, no más aromatizantes!

Desde ese último descubrimiento yo ya sí quería trapiar la pieza todos los días mojando la trapiadora con La Bastilla, porque mientras lo hacía el olor del piso me mariaba y me daba ánimos para tomarme los traguitos de La Bastilla y porque no hay nada mejor en el mundo que trapiar enfiestado. También me aficioné a lavar los trastes tomando, empleando La Bastilla en vez de jabón, detergentes, Axión, quita grasas… Los platos y los cubiertos brillaban como el piso.
—Con esto vuela un avión —dije.
—Y volamos nosotros, que es lo más importante. ¡Yo amo a este marica! — dijo Pascual, y, al borde del llanto, se quedó mirando la botella.

Una vez nos fuimos a acampar y llevamos un arsenal de La Bastilla y nos lo tomamos hablando de la vida, de nuestra economía y del futuro. Yo, trascendental esa noche, le dije a Pascual que de pronto ese trago más adelante nos cobraría factura, que era muy probable que ese líquido que nos alegraba la vida y nos servía para todo en unos años o meses nos dejara postrados en una cama o ciegos o sin hígado o secos o bobos o nos matara sin avisar. Lo mejor es dejarlo, Pascual, dejarlo, le dije, y agregué:
—Estamos bebiendo por costumbre, Pascual, ya no disfrutamos lo mismo —y me bogué un trago—. El alcohol, hermano, leí por ahí, el alcohol es como el amor: «El primer beso es magia; el segundo, intimidad; el tercero, rutina. Después de eso lo único que hacemos es desvestir a la muchacha».

Pascual se rio con ironía de mis palabras y se levantó con una botella de La Bastilla, indignado y dispuesto a darme una verdadera lección de vida, tiró a la quebrada la leña, el petróleo y la tapa de la olla para potenciar el fuego. Yo pensé que estaba bravo y se iba a ir. Luego echó un chorrito entre dos ladrillos, lanzó un fósforo y la fogata encendió como un infierno y duró media eternidad.
—No seás ingrato, no seás malagradecido que él te lo ha dado todo —dijo Pascual, dolido con mis palabras—. Lo que hay que dejar es el carbón, la madera, el petróleo, la gasolina en la próxima acampada. ¡Tachá eso de la lista de la canasta familiar!

Cuando regresamos del paseo Pascual se sintió muy enfermo y me culpó de su estado, argumentando que yo había llamado a la mala hora, a la desgracia con mis palabras sobre el futuro y los estragos de La Bastilla. Los labios se le pusieron blancos, tiritaba, sudaba, los ojos le pesaban y, lo peor, no le provocaba tomar. Ahí sí me preocupé. Entonces le juré en vano, en voz bajita para que no me escuchara y no tuviera luego que echarme para atrás, que si vivía yo dejaba de beber ese veneno. Lo abandoné en su colchón, muriéndose, y para no pensar ni torturarme fui a quitarles el óxido a las ventanas de la pieza con un trapo empapado con La Bastilla. Los barrotes quedaron como espejos.
—Pascual —le susurré en el oído—, ya no tenemos que comprar más esa crema para matar el óxido, ¿adiviná qué?
Pascual sonrió, medio muerto, se rascó el pecho y me pidió sin pedírmelo que le echara La Bastilla en la cara, en las plantas de los pies, en los brazos, en todas partes para que no lo picaran los zancudos.
—Ya no más Menticol —me dijo, al rato, agonizante—, ni más repelentes para los moscos salvajes en el próximo paseo a Triganá. ¡Tachá eso de la lista!
—El Menticol, escuché por ahí — le dije a Pascual para sacarle una risa, para arrebatárselo aunque fuera unos minutos a la muerte—, el Menticol es el aire acondicionado de los pobres.
No dijo nada. Ni se inmutó. Como no quería verlo así fui a lavar la neverita, la estufa, la puerta, las cosas de metal con La Bastilla mientras bebía de la botella con la que remojaba los trapos. Muy preocupado agarré un vaso, serví tres tragos, le eché un poquito de miel de abeja y limón y se lo embutí a Pascual.
—A los doctores, ¿a esos también los tacho de la lista? —le dije en la mañana cuando lo vi como nuevo.
—Claro, güevón, vamos a quebrar las EPS con este producto —dijo Pascual, y se fue más bebo que nunca para el trabajo.

Ese día nos encontramos a las ocho de la noche como siempre, pero esta vez Pascual estaba distinto. Venía obsesionado con algo: quería conocer a la persona que se había inventado la receta de La Bastilla y le había salvado la vida, solo para tomarse unas fotos con él, pedirle un autógrafo, abrazarlo y agradecerle.
—Y qué tal que nos dé la fórmula
—dijo Pascual, con cara de empresario, de innovador—; ahí sí que quedamos hechos, nos papiamos.
—Pero si ese trago es de Francia, leé la etiqueta, mirá: made in París, Francia —le dije, y Pascual se me rio en la cara y luego se agarró la cabeza con las manos como diciéndome no sabés nada de la vida.
Al otro día decidimos ir al estanquillo de Villanueva, el único donde vendían el trago, con el fin de que nos dieran información que condujera al paradero del autor intelectual de una de las maravillas de la existencia.—Lo conocemos, lo elogiamos, lo melosiamos, lo emborrachamos con La Bastilla, le pedimos la fórmula y después con eso hacemos productos para la familia colombiana y bebemos por ahí derecho, sin gastar ni un peso —propuse.
Ilustración: Titania MejíaMientras nos afeitábamos hicimos cuentas y era mucho, pero mucho, lo que La Bastilla nos había ahorrado en la vida, muchas las utilidades que le habíamos descubierto. Solo nos faltaba descubrir la manera de que La Bastilla nos pagara el arriendo, los servicios y la comida, y ahí sí quedaríamos hechos.
—Hay que pensarla —dijo Pascual, mientras tomaba y se echaba La Bastilla en la cara después de la afeitada.
—Tampoco para tanto, Pascual —le dije—, un trago qué va a pagar arriendo y esas cosas, hermano, tampoco para tanto. No exagerés.
—Hay que buscar la forma, güevón, la tecnología ha avanzado mucho, hay que buscar la manera. Esta belleza cura el cáncer, el sida, el Alzheimer, ¿ahora no va a ser capaz de pagar esas cosas? Estoy seguro, solo hay que buscar la manera —dijo mientras preparaba un perfume en una taza, con dos ciruelas, un limón y un traguito de La Bastilla.
—Pues sí, Pascual, hasta tenés razón. Al principio pensamos que solo servía para tomar y, mirá ahora, nos sirvió hasta para la infección de las uñas, la caída del pelo, el estreñimiento, la pecueca, el insomnio, la timidez, el reflujo... Sirve hasta para la cirrosis y el guayabo.
—Es el mejor invento de la historia de la humanidad, no hay duda, superior a la rueda, a las mujeres, a la electricidad… Ni a los chinos, ni a los gringos, ni a la Nasa se les pudo ocurrir esta maravilla —dijo Pascual, y me untó un poco del nuevo perfume.
—Gracias a la beba, que me ha dado tanto —dije cantaíto.

Subimos al bus y sentimos que la gente nos olía mucho, que alargaba las narices hasta nosotros. Yo le dije a Pascual que me sentía incómodo, achicopalao, que mejor nos bajáramos y siguiéramos a pie hasta el estanquillo donde averiguaríamos por el maestro, el inventor de La Bastilla, el futuro Nobel de Química.
—Les olemos a Hugo Boss, güevón, o mejor, más rico, les olemos a europeo, por eso mueven tanto la nariz —dijo Pascual—; les parece raro que gente que huele tan bien monte en bus, eso es, es eso.

Entonces todo el viaje me lo pasé alzando la cabeza, orgulloso de mí y de Pascual, de nuestro aroma primaveral, de los cachetes colorados como bien nutridos, de los ojos brillantes como si comiéramos mucha zanahoria o estuviéramos enamorados, de los dientes resplandecientes y fuertes, del pelo grueso y de buen color, de la cara lisa, bien afeitada y sin irritación, sin ojeras así durmiéramos casi nada. Lo único malo, le dije a Pascual, era la ropa, fea, vieja, que ya no nos lucía. En los tiempos de vivir del acento esa ropa era un elemento más que nos ayudaba a engañar a los otros porque nos daba presencia de arrastrados, pero ahora nos hacía quedar mal, no combinaba con nuestro olor y apariencia.
—Güevón, cuando tengamos la fórmula de La Bastilla nos van a faltar armarios para colgar toda la ropa y espacio para las botellas de nuestro amado y alientos para atender a la manada de peladas deseosas —dijo Pascual—... y hasta si querés compramos nuestro propio bus para que no nos miren ni huelan tanto los pobres.

Bajamos y casi sin haber puesto el último pie en el piso un atracador se nos abalanzó y nos pidió que nos bajáramos de todo o nos daba de baja y en cuestión de segundos Pascual desenvainó una botella medio vacía de La Bastilla, la quebró y por nada se baja al ladrón, que corrió pidiendo ayuda, llamando a la policía.
—También sirve de arma —le dije, orgulloso de mi amigo y del arma.
—Y cura las heridas, eso ya lo sabés
—dijo Pascual, echándose La Bastilla en la cortadita que se acababa de hacer en la mano.
—Y da valor para defenderse, para enfrentar ladrones —complementé.
—Y da borrachera —dijo Pascual—, y eso es lo que importa, lo trascendental, lo metafísico.
—Y nos ahorra plata.
—Y nos rebota el sol, no nos quema. ¡Tachá el bloqueador solar de la lista! —Y con la fórmula podemos inventar productos y bautizarlos y patentarlos y volvernos ricos.
—Así será: frasquito para la gripa, para el cáncer, para el sarampión, para el dengue, para el chikungunya, la loción, el desodorante… —dijo Pascual, a ritmo de culebrero.
—Para limpiar ventanas, puertas, lavar baños, platos, exterminar zancudos, curar el desamor, para la impotencia, el asma, la calvicie, para exorcizar —continué—… ¡Yo me hago matar por esa fórmula y por una fotico con el maestro!

Llegamos al estanco y al vendedor le preguntamos por el dueño, al dueño le preguntamos por el maestro, así lo bautizamos, el maestro, y él nos dio toda la información, no sin antes confirmar que no éramos policías peludos de civil. Caminamos treinta minutos hasta llegar a un antro peor. Pasamos una cuadra repleta de indigentes, otra de bandidos, otra de recicladores y hembritas de la vida alegre y al final había una cuadra de cantinas de mala muerte. Cada vez que superábamos una cuadra celebrábamos brindando con dos o tres tragos por nuestra vida, que estaba cerquitica de morirse. Al final vimos una especie de fortaleza medieval, como una cárcel de esa época. Vimos hombres que, suponíamos, custodiaban al maestro. Tocamos la puerta y preguntamos por él y luego nos identificamos y dijimos a qué íbamos.
—Ya va, esperen ahí, el Rey se está peinando para recibirlos —dijo una voz, detrás de la puerta, como de gigante.
Antes de que abrieran Pascual y yo nos bogamos una botella entera de La Bastilla porque nos estábamos muriendo de miedo y sobre todo de la emoción por conocer a nuestro ídolo, quien, seguro, con el discurso de Pascual nos daría la fórmula. No teníamos ni idea de qué preguntarle, cómo abordarlo, qué decirle, qué proponerle.
—Lo felicitamos y ya, Pascual, le damos la mano y las gracias y le pedimos un autógrafo y que sea amable con nosotros, sus admiradores, y que nos saque con vida de este mierdero —le dije.

Antes de que Pascual dijera algo nos hicieron pasar. El Rey, que tenía cara de llamarse Augusto y por ahí derecho de enfermo mental, estaba sentado en una hamaca tomando whisky, como don Vito Corleone, el Padrino. Pascual le ofreció un trago de La Bastilla y él casi se muere de la risa. Yo paso, dijo, no me gusta combinar.

Nos quedamos un rato en silencio mirando para el techo como si hubiera riesgo de que se cayera. Para entrar en confianza nos regaló una de La Bastilla y nos pidió que tomáramos muy seguido, sin parar, y que le hiciéramos con la lengüita a la boquilla de la botella. Nosotros le hicimos caso. El Rey nos hacía ojitos y caritas meciéndose desde su trono, entonces nosotros también se los hacíamos por educación y para que nos agarrara cariño. Con más confianza le hablamos de La Bastilla, de lo importante que era en nuestras vidas, de su mundo de utilidades. Sonriente, halagado, nuestro hombre no tuvo de otra que regalarnos la segunda botella con la condición de que nos la bogáramos.

Como a la hora Pascual ya se estaba tomando fotos con él y hasta se dejó plasmar un autógrafo con marcador arribita del ombligo porque no habíamos llevado hojas. Luego de que nuestro don Vito Corleone criollo los llamara, al amanecer, dos muchachos altos, muy fornidos, tremendos macancanes se sentaron con nosotros a tomar. Ya tranquilos, confiados, como en casa, de pura fraternidad y amistad nos arriesgamos a pedirle la fórmula, pero no le dijimos que queríamos, además de beber, montar un negocio.
—Beber es lo más lindo que hay en la vida: te llena, te enaltece y, sobre todo, te emborracha, que es lo más lindo que hay en la vida —empezó Pascual a persuadirlo—, pero pobrecitos los pobres que no pueden disfrutar de lo lindo, que no tenemos fórmulas ni nada, solo pobreza, ¿me entendés?, Rey, vivimos sin fórmulas.

El hombre sonrió, se levantó con dificultad de la hamaca y nos agarró la cara con delicadeza, primero a Pascual y después a mí, y enseguida nos puso a bailar sin música con los fornidos mientras aplaudía y cantaba en la mente una canción que no sonaba. Después, para amenizar la parranda, por orden de su jefe, de la boca de uno de los macancanes salía, hasta que se quedó sin voz, un tunturuntuntunturuntuntun constante y rápido que se hacía pasar por música electrónica.

A esa hora destapó una caja con cinco botellas de La Bastilla y seguimos bailando al son del silencio vallenatos que no sonaban, pero que nos llegaban al corazón porque entre todos los escogíamos. Recuerdo todo lo que pasó hasta que faltó una botella. Hasta ahí también recuerda Pascual. Los dos recordamos que después del baile, cuando estábamos hablando de fútbol, sin rogarle ni nada nos dio la fórmula. No tenemos dudas: nos dio la fórmula. Era muy simple, dos o tres elementos la componían, todos fáciles de conseguir y de memorizar, por eso no la apuntamos.

Ilustración: Titania MejíaA las nueve de la noche desperté en mi cama con un dolor de cabeza insoportable. “¿Cómo llegamos?”, me pregunté, pues hasta que recuerdo nunca nos habíamos ido de la casa del Rey. “¿Será que todavía estoy allá?”, pensé en el momento. Enseguida me levanté y con el pie desperté a Pascual, que estaba a mi lado, vestido y en su colchón. “O sea que yo estoy acá”, concluí. Pascual tampoco recordaba cómo habíamos llegado a la residencia ni a qué horas, si en taxi o gatiando o arrastrándonos, ni la cara del Rey y sus dos orangutanes ni cómo habíamos salido de ese lugar tan peligroso, tampoco recordábamos ese lugar ni cómo regresar a él.
—¿Y la fórmula? —le pregunté a Pascual.
No me respondió ni me miró a la cara y fue por una botella. Con ella y un algodón entró al baño. Casi no sale. Le dolía, me confesó, y le salía sangre. Después entré yo. También me dolía mucho y me ardía. Me quité los calzoncillos, me senté en un tarrito lleno de La Bastilla y sentí el alivio.
—¿Y la fórmula, vos la recordás? —me devolvió la pregunta Pascual, enlagunado. No me acordaba de nada. Solo sabía que tenía un dolor insoportable y culposo.
—Pascual, borré el casete, como vos, olvidé, olvidé, pero sospecho —le dije, enlagunado.
—Pero sospechar no quiere decir que la sospecha sea una cosa distinta a una simple sospecha —dijo para el consuelo Pascual, todavía borracho, y yo medio le entendí la frase.
Luego se agarró la cabeza, desconcertado, impotente, avergonzado, iracundo y la estrelló contra la pared.
—Pero tranquilo, hermano, esas no son penas —dije, y me tomé un trago largo y se lo alargué a él—… Además de todo La Bastilla, para mal y para bien, Pascual, también sirve para olvidar. UC

*Este cuento hace parte de Bebestiario, Editorial Universidad de Antioquia, 2016.

 
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