Número 84, marzo 2017

El regreso de Ana Luisa
Felipe Chica Jiménez. Ilustraciones: Señor OK

Ilustraciones: Señor OK

La mañana del 28 de diciembre de 2003, su madre le pidió de todas las maneras posibles que se quedara con ella, que algo iba a pasar, que no podía explicarle cómo lo sabía pero que estaba segura. Ana Luisa puso cara de rabia, cara de frustración, había estudiado la Ley 70 de comunidades negras para socializarla ante un grupo de jóvenes. También ultimaría detalles sobre el encuentro deportivo de Comunidades de Paz que ella misma había propuesto a fin de integrar a los jóvenes del Bajo Atrato que venían siendo reclutados forzosamente por guerrilleros y paramilitares.

Ana le obedeció a su mamá y se quedó en Chicao, un diminuto caserío en medio de las selvas chocoanas. Se sentó en los escalones de la puerta a pensar en el desenlace del debate y en lo importante que hubiera sido su presencia como secretaria de la Asociación de Jóvenes de Comunidades de Paz. Ana le reprochaba a su madre con la mirada; ignoraba que en ese momento una unidad del frente 57 de las Farc-EP, comandada por Edwin Guzmán, alias Tuto, irrumpía a ráfagas de fusil en plena asamblea.

Al cabo de unas horas, un indígena embera llegó a su casa para entregarle una nota que decía “Piérdase malparida que sigue usted”. El indígena había sido enviado por alias Tuto. El significado de esas palabras lo vino a dimensionar cuando una prima suya llegó a su casa gritando:
—¡Lo mataron, Ana, lo mataron, vienen por usted!

Su compañero Edwin Ortega acababa de ser acribillado en plena asamblea. Él, a sus 21 años, era el presidente de la Asociación y líder de reclamantes de tierras de Curbaradó. A Ana se le enfriaron los huesos cuando su prima repitió luego de tomar aire:
—Vienen por usted niña.

No podía decirle nada a su madre porque enloquecería, y tampoco a su padre que se haría matar por defenderla. En cuestión de segundos repasó todas sus posibilidades. Luego del asesinato, los guerrilleros se replegaron cerca de la aldea indígena de Chocoronto, estaba segura de que en la mañana siguiente vendrían por ella.

Su vecino Oscar Hernández era de esos mayores a quien todo el mundo respetaba, una especie de autoridad que no se contrariaba bajo ningún pretexto. Ana le tocó la puerta y lo hizo levantar del chinchorro para ponerlo al tanto. De inmediato ambos se pusieron en labores. Mientras ella buscaba gasolina entre los vecinos, él apilaba racimos de plátano a orillas del río Domingodó. Oscar posicionó el motor sobre su lancha y ambos definieron una hora para encontrarse. En ese instante Ana no sentía miedo. Entró en su casa y empacó en una pequeña cartera de cuero falso unos cuantos billetes, un par de calzones limpios y su cédula. Adentro, en la cocina, seguían inocentes de lo que ocurría, ella había procurado manejar la noticia con prudencia mientras escapaba. Oscar sabía que la cosa iba en serio. Recordó que en agosto de ese mismo año alias Tuto había enviado a un grupo de guerrilleros a la comunidad para asesinarla. La amarraron frente a él sin que pudiera hacer nada.

—Querían matarla supuestamente por ser informante de los paramilitares —recuerda el hombre—, pero ella logró convencer a los dos jóvenes guerrilleros para que la soltaran. Esta vez, Tuto iría en persona, pensó Oscar mientras escuchaba a Ana decirles a sus padres que se iba para Domingodó a entregar unos papeles del colegio.

Antes del amanecer se encontraron a un lado del río. Ella se acostó en el piso de la embarcación y él puso de borde a borde al interior de la lancha un tendido de tablas que la cubrían de modo que su nariz rozaba con la madera. Ana vio cómo todo se iba poniendo oscuro, Oscar organizó los racimos de plátano sobre aquel tendido para terminar de camuflarla, empujó el bote y subió de un brinco.

Aquella madrugada una leve llovizna se estrellaba como polvo contra la cara de Oscar mientras avanzaba en la canoa. El río llevaba el color de la tierra, era el tiempo que le gustaba a él para cazar saínos. Miraba las orillas y los meandros, por ahora todo iba bien, Ana permanecía callada. Al cabo de unas horas el sol había salido lo suficiente como para que Oscar tuviera la certeza de que la lancha que venía en su dirección estaba cargaba con ocho guerrilleros de las Farc.
—Apague el motor, haga el favor don Oscar —dijo el jefe con una inesperada familiaridad.

Mientras maniobraba su embarcación hacia la orilla, Oscar pensó que todo se había acabado.
—Nos delataron niña. Aquí nos mataron —musitó con la mirada clavada en los plátanos.
—¿Cómo han estado las cosas por allá arriba? —preguntó el mismo hombre.

Por su tono de voz, Oscar creyó que tal vez no estaban enterados de lo sucedido en la asamblea el día anterior, podía ser otro frente guerrillero, tal vez el 58 que también solía patrullar cerca.
—Pues… por allá todo en orden señores, déjenme seguir que yo nunca me he metido con ustedes y les he colaborado cuando me lo han pedido —respondió nervioso.
—¿Y para dónde va tan madrugado un domingo, don Oscar?
—A ver si vendo estos platanitos en el pueblo, y si no me coge la noche hasta les traigo unos cigarrillos.

Los guerrilleros revisaron la panga con la vista y miraron a Oscar, que llevaba la camisa desabotonada dejando ver un tapete de pelos blancos en el pecho, de pies a cabeza. Por unos segundos no se escuchaba más que el sonido del agua corriendo y los sollozos de la selva; las canoas se mecían de un lado a otro. Oscar pensó en su familia. Ana escuchaba todo con el estómago revuelto.

—Piérdase viejo y no se olvide los cigarrillos —ordenó el comandante con tono frío y acento paisa.

La tropa siguió aguas arriba. A Oscar le temblaban las manos, miró al cielo y se echó la bendición mientras tiraba los quince caballos de fuerza de su motor. Ese día fue tal el susto que Oscar olvidó achicar el bote, así que Ana hizo todo el viaje con el agua empapándole la espalda. Cuando llegaron al caserío de Domingodó, él camufló la canoa entre los palafitos y retiró los racimos para que ella saliera con el sigilo de un animal silvestre. El viejo le lanzó una mirada cómplice y Ana le respondió con una mueca nerviosa. El plan de huida lo había ideado ella que acababa de cumplir quince años.

***

Siete años atrás Edwin Ortega había llegado con Ana y su familia a Pavarandó. Huían de las bombas, de “los mochacabezas”, como les decían a los paramilitares entonces. A finales de 1996. El general del Ejército Nacional, Rito Alejo del Río se alió con narcotraficantes y paramilitares con el pretexto de “limpiar’” la zona de comunistas y guerrilleros. La intervención recibió el nombre de Operación Génesis y desplazó a 54 108 personas, según el Registro Único de Víctimas. La Corte Interamericana de Derechos Humanos juzgó el caso como un crimen de Estado.

Ana tenía entonces nueve años y vino a entender lo que estaba pasando a medida que ayudaba en la construcción de albergues temporales de la mano de Edwin. Se había acumulado tanta gente en el lugar que el 3 de marzo de 1997 llegó una comisión de sacerdotes claretianos con ayuda humanitaria. De inmediato ella asumió asuntos de logística comunitaria, registro de familias, datos de víctimas, lo que fuera con tal de hacerle frente a una realidad que convirtió a Pavarandó en el campo de refugiados más grande en la historia de Chocó.

El frente 57 y el bloque Elmer Cárdenas de las autodefensas se disputaban el Bajo Atrato, y el oscuro lema de “O estás conmigo o estás contra mí” desató una cadena de chivos expiatorios que puso en la mira a los jóvenes. La respuesta a la persecución fue conformar Comunidades de Paz con el apoyo de agentes externos.

***

Tras el asesinato de Edwin, Ana concentró su trabajo en Domingodó sabiendo que no tendría muchas garantías de seguridad. De la mano de un joven llamado José Lince asumió las riendas de la organización. Un par de meses después José se enteró de que lo buscaban hombres armados, en la huida fue asesinado en el pueblo de Truandó. Una guerrilla cuya bandera era la lucha popular no podía aceptar de buenas a primeras que líderes sociales y comunidades se declararan neutrales ante el despojo de tierras que venía sucediendo en esa zona de Urabá y límites con Panamá.

Al mismo tiempo, los paramilitares imponían su barbarie sobre pequeños poblados. Muerto José, Ana sabía que todo minuto en el Bajo Atrato era tentar a la muerte. Dicen los que la vieron por esos días que en medio de todo lucía alegre y optimista. Pensó en un nuevo plan de escape. Recordó que días atrás un extranjero de ojos claros llamado Carmelo había pasado por esas tierras. Trabajaba para la Pastoral Social de Apartadó y decidió contactarlo. Carmelo la atendió y a su a su vez le presentó a Eduardo Vega, del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep). Juntos llegaron a Domingodó a evaluar la situación de Ana. La lancha en la que viajaban traía una bandera blanca en signo de paz. San José de Apartadó, de donde venían, era para esa fecha una aldea con pretensiones urbanas en medio de un desierto de banano. Ana los convenció para que se la llevaran lejos y en cuestión de días estaba en un avión rumbo a Bogotá.

***

Pocas cosas dicen más del carácter de una persona que sus formas de burlar la muerte. Su más peligroso acecho fue el tedio de vivir en la Colombia urbana donde la indiferencia se expande como una plaga. Pese a que fue dejando atributos de su proceso de maduración regados por las calles, en Bogotá dejó la ingenuidad y en Medellín el miedo. Cuando quedó en embarazo decidió volver a Urabá para no irse más.

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Ilustraciones: Señor OKEs 30 de enero de 2017 y Ana se termina de bañar. Las aguas del río Atrato se han desbordado como de costumbre en Riosucio dando la impresión de que el pueblo entero es una maqueta flotante. Desde su puerta se alcanzan a ver sus tres hijos saltando al agua desde los puentes palafíticos. Nadan, se zambullen y en instantes sus cabezas reaparecen sonrientes.

El gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc-EP firmaron dos meses atrás un segundo acuerdo para terminar con el conflicto armado. Las partes fijaron el 1 de diciembre de 2016 como hora cero para iniciar la concentración y entregar las armas. La negociación fue difícil y pasó por momentos críticos como la votación negativa del plebiscito del 2 de octubre, aun así se logró sacar adelante el acuerdo pero queda la desconfianza de parte y parte.

Con un dulce grito Ana informa a sus hijos que ella debe salir y de ahora en adelante quedan bajo el cuidado de su padre. Se tercia la mochila y camina rumbo a la sede de la Asociación de Comunidades del Bajo Atrato (Ascoba), allá otros líderes la esperan. En las instalaciones se les ve planificando, se visten con distintivos organizacionales y se montan en la panga.

Desde temprano los guerrilleros del frente 57 habían dejado su habitual selva para atravesar el río y descargar sus fardos sobre las playas arenosas del Curbaradó, en la vereda Las Brisas. El gobierno tendría allí a sus representantes al igual que la Organización de Naciones Unidades, pensaba Ana. La gente de Ascoba, encargada de apoyar el retorno de las familias desplazadas, consideró que en el ambiente turbado y peligroso de Urabá, este momento histórico, debía contar con la participación de la sociedad civil. A la idea la llamaron Comité Cívico para la Verificación del Acuerdo de Paz del Bajo Atrato, la figura no se concretó en el acuerdo, pero ahí va, contradiciendo la corriente del Atrato, y con una mujer a la cabeza.
—Buenos días —dijo el hombre sin soltar su fusil.
—Buenas, nosotros somos el Comité Cívico para la Verificación del Acuerdo de Paz —respondió Ana. UC

 
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