Número 82, diciembre 2016

Trabajar en la registraduría y la inspección de policía de un pueblo antioqueño puede suponer retos increíbles. Contar los votos y los muertos. Pastora Mira comenzó en esas oficinas su vida de funcionaria en San Carlos. Los paras la sacaron del pueblo. Volvió hace quince años y desde el Concejo ha defendido los derechos de las víctimas.
 

Perdón
Hugo Tamayo Gómez. Ilustración: Mónica Betancourt

 
 
Ilustración: Mónica Betancourt

El entierro fue el jueves a las cuatro de la tarde. Ya en el cementerio parroquial, cuando fui a empujar el ataúd para guardarlo, miré hacia arriba y vi la Virgen de la Piedad, que está con el Señor en los brazos, y dije: “¡Ay, virgencita!, gracias por haberme permitido tenerlo, educarlo, formarlo, verlo crecer... En nombre de Jorgito, pido perdón a todas las personas que él en su corta vida haya ofendido. Y te ofrezco de todo corazón el perdón para los que lo han callado y que creen que segando vidas parará este conflicto que vengo padeciendo desde que tengo uso de razón. Algún día les remorderá la conciencia. Que Dios los bendiga”. Me eché la bendición y me fui.

El sábado salí de misa de siete de la mañana, bajé las escalas del atrio, crucé el parque por el lado del quiosco, y cuando caminé hasta la otra esquina e iba a girar para seguir para mi casa, había un hombre gritando y diciendo vulgaridades; renegaba sentado en la acera y había unas señoras ahí paradas, al pie de él, escuchándolo. Le pregunté a una de ellas qué le pasaba a ese muchacho. “¡No, un paraco que está herido ahí!”, dijo una de ellas un poco despreocupada. “Es un ser humano”, le contesté. Luego me le acerqué más y le hablé: “Si cambia de vocabulario, yo le puedo ayudar”.

Como yo vivo a unos veinte metros, entonces, cuando ya estaba más calmado le di la mano, lo paré y nos fuimos. Llegué a la casa, abrí la puerta, lo senté en el comedor, fui a la cocina, preparé un café con galletas y queso y lo dejé comiendo. Mientras tanto tomé el teléfono y llamé a María, una enfermera amiga de aquí del hospital de San Carlos, y le dije: “Por qué no me hacés un favor, venite que hay un muchacho con una herida en un pie, lo tiene inflamado y está ardido de la fiebre. Entre a la farmacia y compre una droga, que yo ahora le doy la plata”. “Listo, ya voy”, me dijo.

Cuando el muchacho terminó de desayunar, como lo vi tan sucio, fui a la pieza y le traje una camisa y una pantaloneta de las que quedaron de Jorgito, y le dije que entrara al baño y se cambiara. Luego llegó María con gasa, esparadrapo, y le limpiamos la herida. “Doña Pastora, ¿que se acueste ahí?”, me dijo María cuando terminamos de curarlo, señalando el corredor. “No, camine para la pieza”, dije yo, y lo entramos y se acostó. María le aplicó dos inyecciones en las nalgas y él se quedó dormido.

Nosotras seguimos sentadas en un mueble frente a la cama, cuando de pronto nos interrumpió la conversación y preguntó: “¿Ya me puedo parar?”. “Si no te sientes mareado, pues párate”, le dijo María. Entonces él, muy despacio, se fue enderezando.

 

Y, sentado, apoyó las manos sobre la cama para intentar levantarse, pero apenas alzó la cabeza, vio unas fotos en la pared y gritó: “¡Uy!, ¡qué hace ese man ahí!”. Y se quedó pasmado observándolas. Luego, sin retirar la mirada de la pared, de frente a las fotos, volvió y dijo: “¡A ese hijueputa lo matamos antier!”. Entonces yo le dije: “Esa es su cama, donde estás sentado, esta es su alcoba, esta es su casa. Esas son las fotos de grado de Jorgito y yo soy su madre. ¡Ese hijueputa, como usted dice, es mi hijo!”. Entonces el muchacho entró en shock y se puso a llorar. Y ahí mismo se me vino a la mente la cuenta de cobro que había pensado en el cementerio.  

Mientras él, asustado, seguía llorando, mi reacción fue coger de la mesa un teléfono inalámbrico que tenía mi hijo, y le dije: “Señor, en algún lugar del mundo hay una madre que llora. Que quiere saber dónde está usted. Llámela. Si le da pena decir qué está haciendo, no le diga, pero dígale que está vivo”. Él se quedó hablando y yo me salí con la enfermera para el patio, donde también se encontraban mis dos hijas, y las cuatro nos pusimos a discutir el asunto.

“¡Hay que matarlo!”, decía una de mis niñas. “Con una inyección tiene”, dijo María. “¡Es que mató a mi hermanito!”, argumentaba mi otra hija. “¡Un momentico! –les dije yo–. Si ustedes me ponen aquí a Jorgito, y que aparezca vivo, ¡pero que yo lo vea!, pueden picar a ese muchacho si se les da la gana”. Mis hijas y María repetían furibundas: “¡Hay que matarlo!”. Por último, les insistí: “¿Y qué hacemos con un muerto aquí? ¡Nos volvemos sicarias entonces!”. Mis hijas salieron de la casa calladitas y yo me quedé con María, que también seguía sin palabras. Y volvimos a la habitación. Y ahí él nos contó quién había pagado para que lo mataran, que lo amarraron y quiénes y de qué forma lo violaron: que le echaban sal en… Cuando terminó de hablar, el muchacho se paró. Entonces saqué dinero y le dije a María que le aconsejara qué pastas podía tomar.

Caminó hasta la puerta, se paró en el umbral y todo asustado miraba como un conejo para lado y lado de la calle. Como lo vi tan nervioso e indeciso, le aconsejé: “Es mejor que vaya al hospital, porque le puede dar tétano. Y váyase tranquilo”. Al fin se fue.

Cuando se dio la desmovilización de las autodefensas, él era el primero que estaba en las reuniones. Pero no duró mucho, al siguiente diciembre lo mataron, y cuando vino la mamá a recogerlo le ayudé a hacer los trámites para llevarse el cadáver. Trámites iguales para todos. UC

 
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