Número 82, diciembre 2016

Malas hierbas
Isabel Botero. Ilustración: Samuel Castaño

Ilustración: Samuel Castaño

El hambre atacaba una vez más. Eran como soldados que se arrastraban por sus intestinos. A veces lo hacían camuflados en la noche y su avanzada era lenta pero sonora. Era el sonido de cañones que lo consumía. Otras veces atacaban de golpe y creaban un vacío insoportable, lleno de efluvios gástricos que lo punzaban en lo más profundo del estómago y en la boca del esófago. No solo era ausencia de comida, era un vacío existencial que lo mataba y al mismo tiempo era lo único que lo sacaba de la cama.

Abrió los ojos y los clavó en la mancha de humedad dibujada en el techo. Cada día buscaba formas escondidas y las encontraba sin esforzarse demasiado. Lo último que recordaba era un perro sin orejas, un bebé gateando, y esa mañana, un pájaro de pico largo. El olor a orines del cuarto le llegó de golpe. Estaba acostado sobre un colchón que ocupaba casi todo el espacio. No había ventanas y un mantel de plástico hacía las veces de puerta. Se giró y pudo reconocer la silueta de la mujer que dormía a su lado. Era extraño ver ese cuerpo. Más que extraño, perturbador. Estaba acostada de lado y el hueso de la pelvis sobresalía. Era tan flaca que parecía que la carne apenas le alcanzaba a cubrir los huesos. Dormía con la boca abierta y podía sentir su aliento fétido. No entendía cómo había sucedido, en qué momento había dejado de dormir solo.

Hacía dos días se había enterado de la noticia. La Flaca había estado vomitando más que de costumbre y la llevó arrastrada al centro médico. La doctora le había puesto un aparato y les explicó que ese golpeteo que escuchaban era el corazón de un bebé. La Flaca se había puesto a llorar. Ser mamá era lo último que quería. A él, por su parte, la noticia le removió las tripas y le despertó algo que había tenido adormecido durante muchos años. Lejos estaba de ser alegría, era otra cosa, pero aún no podía comprender qué era.

Salieron del centro médico caminaron en silencio. Eran dos completos desconocidos unidos por noches lluviosas y la necesidad de un cuerpo caliente. El sexo había sido entre ellos un ejercicio mecánico.

—¿Qué va a hacer? —le preguntó él.
—Me le voy a tirar al metro.
Él nunca sabía si ella hablaba en serio o no. Tenía un sentido del humor bastante extraño.
—Venga —le ordenó él y comenzó a caminar.
—¿A dónde? —le preguntó ella mientras lo seguía.
—A una pensión.
—¿Y cómo la va a pagar?
—Yo veré.
—¿Y por qué está tan seguro de que el bebé es suyo?

Cantinflas se detuvo. Era cierto. ¿Y si el bebé no era de él? Al fin y al cabo, solo habían tenido un par de encuentros y poco la había visto desde entonces. La Flaca vio sus ojos desorbitados. Ella reconocía esa cara de desconcierto y le sonrió con algo de ternura.
—Es suyo.

Se levantó y se vistió. No podía adivinar la hora, pero la supuso por el ruido de los carros en la avenida. Se sentó en el colchón para ponerse unos zapatos sin cordones y la Flaca giró, dejando ver cada una de sus vértebras. Tomó el peluche del canario Piolín y se lo puso cerca de la cara para que fuera lo primero que ella viera al abrir los ojos. Desapareció tras el mantel de flores y caminó por los corredores oscuros de esa pensión donde dormían fantasmas por diez mil pesos la noche.

Caminó con semblante preocupado por La Playa y en la esquina con Junín un vendedor de fruta lo invitó a un trozo de papaya, el único alimento que le ayudaba a calmar la gastritis que lo estaba devorando. El vendedor lo notó apesadumbrado y le preguntó si estaba bien. Cantinflas quiso contarle que la Flaca tenía un frijolito que le estaba creciendo adentro, que no sabía cómo iba a hacer para quererlo, para darle de comer, pero se calló y le dijo que había soñado con un pedazo de mierda con ojos.

A esa hora de la mañana comenzaba la vida agitada debajo del viaducto del metro, donde cientos de vendedores desperdigaban en el suelo objetos de todo tipo en un caos ordenado: antigüedades, muñecos, bacinillas, repuestos, gafas, escapularios, muebles, despertadores, cuchillas de afeitar, relojes, cucharones y sombreros. A simple vista, basura. Allí llegó Cantinflas. Los vendedores lo conocían y le tenían cariño, era un buen cliente y tenía el don de encontrar objetos extravagantes y originales entre las montañas de chécheres, afilando los ojos y olfateando. Ese día tuvo suerte y encontró un peluche del gato Silvestre, otro del Rey León, un estetoscopio, unos collares fosforescentes y un sombrero de cartón con purpurina dorada. En uno de los puestos un vendedor le estaba quitando el polvo a un esqueleto de esos que había en su escuela en la clase de biología, y Cantinflas pensó en la Flaca. Coronó la mañana con un carrito a control remoto, sin control y sin remoto.

Las náuseas le llegaron de golpe y le dieron ganas de vomitarlo todo. Era un tormento proveniente del estómago que se apoderaba de su cuerpo. A veces, un eructo le ayudaba a aliviar el tremendo asco que la corroía. Sentía asco del aire, del colchón, de las paredes, de los olores, de la luz. Y ahora, asco de albergar un saquito lleno de sangre y células inmundas.

Unos gritos la sacaron del duermevela. Tardó en reconocer dónde estaba. Por primera vez en mucho tiempo dormía en el mismo sitio durante más de tres noches seguidas. Estaba acostumbrada a dormir donde la cogiera el sueño, un parque, una acera, un puente, le daba igual; pero desde que se había puesto mala, como decía ella, Cantinflas hizo todo lo posible para que pudiera quedarse con él en el cuartucho. El peluche de Piolín le ayudó a recordar dónde estaba y se preguntó por él.

Tenía hambre, pero la idea de comer le daba en náuseas. Se sentó y encendió un bazuquito que le había quedado de la noche anterior. Miró su barriga. No entendía cómo no se le veía nada aún. Las tetas tampoco le habían crecido y seguían siendo los mismos dos mamoncillos de siempre. La médica les dijo que la noticia podía ser traumática al principio pero que poco a poco comenzaría a hacerse a la idea de ser mamá y sentiría emoción, pero ella, aparte de asco, no sentía nada.

Un recuerdo caprichoso surgió de la nada. Su madre había organizado un agasajo para su hermano y para ella que habían hecho juntos la Primera Comunión. En el solar de la casa había mesas con torta para los niños y trago para los adultos. A ella le habían regalado una muñeca rosada con lazos que venía acompañada de un ajuar repolludo y a su hermano un cohete luminoso. Ese día conoció la envidia y fue tanta, que el cohete terminó aplastado bajo las ruedas de un bus y la muñeca descuartizada en un basurero. Nunca más le volvieron a regalar muñecas o ninguna otra cosa. Ni falta que le hacía, a ella le gustaba era correr, andar en bicicletas prestadas y jugar al pañuelito, mientras que las niñas del barrio jugaban a ser maestras, secretarias y mamás.

Escuchó unos pasos que se acercaban y se hizo la dormida. A Cantinflas le molestaba tener que caminar en un tapete de huevos, ser invisible, pero tampoco quería despertarla y tener que mirarla a los ojos, hablarle, preguntarle qué había soñado, si tenía hambre o náuseas. Quería que desaparecieran, ella y el frijolito, pero ya era demasiado tarde. Ella, por su parte, no quería ver su mirada lastimera, ni contestarle sus preguntas torpes y jugar a la casita. Con movimientos sigilosos, Cantinflas dejó los cachivaches arrumados en un rincón y salió. Ambos respiraron tranquilos.

Estuvo todo el día de arriba para abajo. A media tarde fue donde la chocoana que lo invitó a almorzar a cambio de hacerle algunos mandados y ayudarle a descargar unos bultos de plátano. Comió consomé, pescado frito y patacón. Le dejó de regalo a su negra un collar que se prendía y se apagaba, y se fue. El almuerzo lo había dejado noqueado y ahora tenía sueño. Hubiera dado lo que fuera por ir a visitar a su madre, oler el aroma a jabón Rey de su pelo, echarse en la hamaca del patio, sentir la humedad de las plantas, escuchar los ruidos del barrio y quedarse dormido hasta que el olor del chocolate y la parva lo despertaran y… casi lo atropella una moto, perdido como iba en sus pensamientos.

 

Ilustración: Samuel Castaño

 

 

La Flaca se peinó las tres greñas que tenía, se puso las chanclas y salió. El vestido corto le dejaba ver sus piernas huesudas con forma de alicate. Caminó por la Oriental y llegó al caspete de un tío que vendía yerbas para curar de todo, junto al Parque de San Antonio. Le pidió algo para quitarse las náuseas y el tío no tuvo que preguntarle nada. Sacó agua caliente de un termo y puso a remojar unas flores de manzanilla.

—¿Y sabe de quién es? —le preguntó.
Ella lo miró por encima de la taza sin decir nada y asintió con la cabeza. Sabía que su tío era medio brujo y era mejor no mentirle. Él acercó una butaca, la puso a su lado y le ordenó que se sentara. La Flaca obedeció y él regresó con una arepa de chócolo y una aguapanela. Ella comió despacio sintiendo que iba a vomitar en cualquier momento, pero logró terminar sin devolver nada. El tío le preguntó cuánto tenía y ella le dijo que tres meses.

—Oiga, tío. Y usted no tiene nada para…
—¿Para qué? —él sabía exactamente a qué se refería, pero no quería ponérsela fácil.
—Pa sacarme este bebé. Una yerba o algo.
Él la miró con severidad, aunque en el fondo sentía una profunda compasión.
Sabía que su herida era honda y que para eso no había remedio, ni de los suyos ni de los de nadie. Solo un milagro la sacaría de la calle, del vicio, y tal vez el milagro era ese bebé.
—Dios la está bendiciendo.
La Flaca sintió que iba a empezar con el sermón y se levantó, pero él tío la agarró del brazo y la sentó a la fuerza.
—Fue una metida de pata, no exagere.
—Ese bebé es un milagro y el único que tiene derecho para interceder es el Señor.
—¿Cómo así? Si la que lo va a tener soy yo y no él.
—Es que su cuerpo tampoco es suyo.
La Flaca soltó una carcajada estridente. Lo hizo a propósito para provocarlo.
—¿Y entonces de quién? Oigan a este.
El tío miró con disimulo el vientre de la Flaca.
—Ese bebé ya tiene un cuerpo formado. Cabeza, manitos, cerebro. ¿La médica no la puso a escuchar el corazón?
—Sí, ¡qué viaje! —dijo ella, intentando quitarle dramatismo al asunto.
—La vida es sagrada flaquita. Usted no es dueña de ese bebé. Usted solo es el medio que escogió la vida para encarnarse.
—Pues escogió muy mal.
—Flaquita, póngase juiciosa, deje ese vicio, y le prometo que hablo con su mamá y entre todos le ayudamos con el bebé.
—A mí no me hablé de esa vieja hijue…
El tío le lanzó otra de sus miradas y ella supo que era mejor no terminar la frase, pero se ofuscó y se fue sin despedirse. Su tío la vio desaparecer entre la multitud con su caminado de pato. A ella le gustaba más su tío cuando era brujo. Le daba buenos consejos y le enseñaba a defenderse, pero se había vuelto rezandero y ahora todo era pecado. ¿Cómo que su cuerpo no era suyo? ¿De quién más iba a ser?

A eso de las cinco, Cantinflas volvió al cuarto. Rezó para que la Flaca no estuviera y sus plegarias fueron atendidas. Encontró un vómito a la entrada y lo limpió con papel periódico. Sacó mil pesos de un zapato y se fue a la ducha. El agua fría le sentó bien y despejó la nube de sus pensamientos. Se vistió lo mejor que pudo con una camisa a cuadros y un pantalón que le quedaba ancho en la cintura. Se colgó el estetoscopio al cuello y los collares de colores. En la copa del sombrero clavó un astronauta de plástico. Se miró en un espejito. Tenía la nariz chata, los ojos pequeños, una ceja levantada y el bigote incipiente en el extremo de los labios. Su rostro era una contradicción: la boca torcida para un lado tenía un gesto triste, de derrota, mientras que sus ojos eran alegres, llenos de vitalidad. Ahora, con el sombrero, parecía un lord. O el fantasma de uno. Con una mano agarró una volqueta de plástico, el peluche Silvestre y el león; en la otra, el cuadro de un paisaje con una vaca pastando. Estaba listo. Era el escaparate perfecto.

En la calle, el cielo estaba de un azul que parecía irreal. Se veían los contornos de los árboles, los pájaros volaban enloquecidos y una luz naranja se difuminaba en el horizonte. Caminó por Maracaibo hasta llegar a Girardot. Como cada viernes, una nube de humo flotaba encima del Parque del Periodista, envolviendo esta pequeña plaza del Centro de la ciudad que se iba llenando de oficinistas, vendedores ambulantes, poetas, jíbaros, borrachos, punkeros, transexuales, vagos, policías y hasta periodistas. El sombrero se abrió paso entre la multitud y llegó cargado como un pulpo hasta la entrada del bar.

Los habituales del parque le compraron algunos cachivaches. Ya había completado para la pieza y para pagar lo que le habían fiado esa mañana. Si lograba vender bien el sombrero le alcanzaría para llevarle algo de comer a la Flaca. Se debatía entre ese sentimiento protector y las ganas de mandarlo todo a la mierda, cuando la mesera del bar se instaló a su lado para fumarse un cigarrillo. Hablaron de la gastritis, la redada y el clima. Quería soltarlo, decirlo, escupirlo, pero sabía que lo regañaría. Ella le había insistido en que se cerrara la canilla, pero él siempre tuvo miedo de los médicos y las inyecciones.

—Canti usted está muy raro hoy. ¿Qué le pasa?
—Nada.
—Si no me quiere contar no me cuente, pero no me diga que nada.
La mesera entró de nuevo al bar y siguió atendiendo. Cantinflas se quedó de pie, sintiéndose descubierto, entonces le hizo señas y ella se acercó de nuevo.
—Voy a ser papá.
Lo soltó así de golpe, como un puñetazo directo a la quijada. Se sintió aliviado y se preparó para la cantaleta.
—¿Con la flaca esa? —Cantinflas asintió, un poco avergonzado.
—Te lo advertí y no me quisiste hacer caso. ¿Ahora qué van a hacer?
—Tenerlo. ¿Qué más?
—Pues abortar. ¿Cuánto tiene?
—Tres meses.

Él también lo había pensado, pero no era capaz de decirle nada a la Flaca. Le daba miedo su reacción, podría acuchillarse o prenderse fuego; pero también, y por encima de cualquier otra cosa, ese bebé le daba forma a la esperanza de que algún día recuperaría su vida. Ella vio cómo se extraviaba en sus pensamientos. Lo conocía bien pues desde hacía varios años la acompañaba hasta su casa después de cerrar. Él se sentía como su guardaespaldas y ella dejaba que lo creyera, pero lo cierto es que era ella quien cuidaba de él.

—No lo piensen mucho. Entre más rápido mejor. Yo le puedo dar algo de plata.
Cantinflas la miró directo a los ojos, como queriéndole dar un abrazo con ellos.
—Voy a hablar con ella a ver qué dice.

La Flaca siguió el olor a pan recién horneado y llegó a una panadería. Se acercó a una mesa y una pareja le regaló un pandebono. En el local había un televisor encendido y se quedó mirando un rato. Mostraban imágenes de indigentes por el puente de la Minorista, caminando con costales y en los tugurios al lado del río.

El miedo le erizó la piel. Hasta ese momento lo que había sentido era malestar, agobio, pereza, pero ahora el miedo se la tragó. ¿Qué le estaría creciendo adentro? Un monstruo podría estar chupando su sangre, respirando su aire y nadando en su agua. Sintió miedo de ver cómo su barriga crecería y se iría tensando. De notar los latidos de una cosa informe. De observar una cabeza o un codo a través de su piel. Sintió pavor por el día en que la criatura estuviera lista para salir al mundo y tuviera que enfrentarse al parto. Escuchó los gritos de su madre, el llanto de su hermano, la bestia escondida debajo de su cama. Vomitó el pandebono y se desmayó.

El bar estaba a punto de cerrar y Cantinflas esperaba paciente la salida de la mesera. Tenía frío y le dieron ganas de irse para la costa. El año anterior se había encaprichado con la idea de conocer el mar y emprendió un viaje que duró más de treinta horas montado en todos los medios de transporte imaginables. El mar lo alucinó y aunque no sabía nadar se había lanzado corriendo y con la ropa puesta. Chapoteó, tragó agua y jugó con las olas hasta que los dedos se le arrugaron y los ojos le ardieron. El mar le quitó la mugre, esa costra de tristeza y soledad. Se sintió bautizado y con derecho a una nueva vida. Se instaló por Bocagrande y, olvidando un altercado que tuvo con unos gamines de la zona y algunos episodios de hambre, recordaba esas vacaciones como el paraíso. Al regreso, había ido donde su madre a llevarle unos areticos de carey que le había comprado de regalo, pero ella, cansada de sus baratijas, no quiso dejarlo pasar.

A un borracho le hizo gracia el sombrero y comenzó a tomarse fotos con el pintoresco personaje. Hábil y curtido por la calle, Cantinflas supo que era la estocada final de la noche y negoció el sombrero por quince mil. Sin él, parecía más pequeño, indefenso, casi desnudo. Dejó el parque y compró medio pollo con arepas y papas fritas.

Caminó con pasos cortos y rápidos y cuando estaba llegando a la pensión vio a la Flaca sentada en un banco con la cabeza agachada. Él no podía saberlo, pero ella observaba una pequeña planta que brotaba en medio de dos baldosas. Cantinflas pudo adivinar los ojos rojos, inertes y fumados. Se le sentó al lado y ella lo miró de reojo.

—Mire —dijo señalando la planta—. ¿Sí la ve?
Cantinflas afiló los ojos y vio el pequeño tallo cubierto de hojas diminutas.
—Mala hierba —dijo él, recordando que así les decía su madre a las que nacían entre los ladrillos del patio.
—¿Cómo pueden nacer en el cemento? ¿De qué se alimentan?
Él levantó los hombros. No le gustaba seguirle la corriente cuando se ponía tan filosófica.
—Es como si se empeñaran en vivir en contra de todo.
—¿Tiene hambre? Le traje pollo —dijo él, para cambiar de tema.
—Perdí al frijolito —murmuró.

Sintió un chuzón de dolor, y al mismo tiempo, un alivio. Le quitó el mechón de pelo que le tapaba el rostro. Tenía, en efecto, los ojos rojos y secos de tanto llorar. Él intentó esbozar una sonrisa, un gesto cariñoso, con esa boca como derretida para un lado. Y entonces abrió la bolsa y le pasó un muslo grasiento, su presa favorita, y él le echó diente a la pechuga. Ambos sabían que era su última noche. No les quedaba nada que decirse.UC

 

 
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